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Frontera de Vigo

La frontera es también un impulso a ir más allá.

El rumor de la frontera. Viaje por el borde entre Estados Unidos y México (2006), Alfonso Armada

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Hace una semanas Vigo quedó confinado, cerrado, perimetralmente.

Salir de la ciudad por salir está prohibido debido a la pandemia que nos cubre.

Hoy quise ir a una nueva frontera, ver qué ocurría al final de Vigo, en el límite.

Cogí un autobús desde el centro y cuarenta minutos después estaba frente a Nigrán, al otro lado.

Di un paso en el nuevo extranjero y abrí el paraguas porque empezó a llover.

Volví, temeroso.

No vi policía, centinelas, ninguna valla, puesto de control, atención especial.

E hice unas cuantas fotos para documentar mi presencia y no olvidarme.

De vuelta a la parada del autobús empecé a recordar las diferentes fronteras que había cruzado.

La primera, con gran emoción en el cuerpo: entre Italia y Austria: nuevo país donde lo primero que hice fue enviar una carta a mis padres: fue entonces (diciembre, 2013) cuando empecé a escribir aquí, en fronterad: buscando la palabra frontera en internet y contactando.

Luego, todas las fronteras de Italia, menos una, la vaticana.

La de Eslovenia: donde vi por primera vez los parques y edificios de estilo comunista que tanto me atraerían y echaría y echo de menos.

Las de Suiza (donde hablé italiano con helvéticos y helvéticas), San Marino (el pueblo del límite se llamaba Dogana (aduana)) y Francia (en Menton escuché la frontera del mar).

Luego, al regresar, por las cinco de España.

La más impresionante: la de Melilla y su triple valla, el impacto de Marruecos al otro lado.

Las más queridas debido al amor: la de Llívia y Puigcerdà con Francia y la de Gibraltar y La Línea.

La más recorrida, la portuguesa: por Badajoz, Tui, Ayamonte, Alcoutim, Vila Nova de Cerveira, Monçao.

La de Andorra…

La más fascinante de todas: entre Rumanía y Ucrania, con la nieve, el frío, la metralleta militar, la familia, papá, mamá y mi hermana.

La de Bélgica y Países Bajos, sin mi amigo.

La danubiana, entre Hungría y Eslovaquia, donde volvieron los queridos edificios comunistas recién pintados y Sara a hablar eslovaco.

Las no logradas entre Reino Unido e Irlanda, entre Eslovenia y Croacia, entre Eslovaquia y Austria, entre Andorra y Francia, entre Rumanía y Hungría, entre Cataluña y Aragón.

Las no válidas, por no ser nacionales: entre las provincias de Toledo y Ciudad Real (de donde surgió el primer texto que escribí y revisé, el 7 de febrero de 2012), entre las de Madrid y Guadalajara (en bici en verano), entre el estado brasileño de São Paulo y el de Minas Gerais, entre el barrio católico y protestante en Belfast, entre Berlín este y oeste (sorteando libremente el muro), entre la Federación y la Republika Srpska en Sarajevo, entre el barrio bosniocroata y el bosníaco en Móstar, entre Vigo y Nigrán (ahora, antes, hace poco).

Las futuras.

Esperemos.

Esperamos.

En el viaje de regreso me pregunté si no habría viajado hasta el último punto de Vigo para recordar todo aquello, rememorar todo esto.

Si no fue por escribirlo y tenerlo, tenerlas conmigo.

Volver.


Inicio del Vigo sin salida

Debajo: intervención inesperada (motivo por el que siempre merece la pena viajar) de Greenpeace

Nueva salida prohibida al extranjero en cinco idiomas

Estampas de la frontera: el mar

Estampas de la frontera: iglesia y antena

Estampas de la frontera: campo de helechos


Mi primera frontera fue la de Portugal. En aquella época perdida entre nieblas y espectros, el extranjero resultaba tan enigmático como la carne de las mujeres, y los grandes hoteles de Oporto y de Lisboa pasajes a un mundo extraordinario en el que todo lo devorado irrestrictamente en los libros cobraba vida instantánea, terrible y maravillosa. Cuando regresábamos a España no habíamos crecido lo bastante para poder elegir la ruta y el momento, y el coche que conducía mi padre, un Tiburón, era una fortaleza que parecía proteger de todas las asechanzas del futuro. Pero siempre que cruzábamos la frontera en sentido inverso era domingo por la noche, llovía, y a raia rezumaba una incurable melancolía. Las fronteras no han dejado desde entonces de atraparme como si tras su línea de puntos en los mapas se escondiera una verdad íntima y universal, tanto las fronteras que son metáfora como las concretas e infranqueables del extinto telón de acero.

A. A.

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