La fiesta de los quijotes
Pasado un año después de los hechos, ahí está y ahí seguirá, por unas semanas o meses más, la nauseabunda avalancha de notas y ruido mediático acerca del regreso de la Reina del Pacífico, Sandra Ávila Beltrán, a México. Vinculada a los cárteles de Sinaloa y del Norte, así como importante enlace de éstos con productores colombianos de cocaína, luego de su extradición a Estados Unidos, autorizada por el gobierno del expresidente Felipe Calderón, y de haber cumplido una condena por tráfico y distribución de dicho narcótico iniciada el 12 de agosto de 2012.
Un año fue suficiente para que la Reina del Pacífico fuera exprimida como una naranja, inservible ya en términos de información para las agencias de seguridad de Estados Unidos, tras el cual regresa a su país libre de cargos.
Con suerte, Arturo Pérez-Reverte aprovechará la ocasión y se decida a escribir una novela que continúe la saga de la Reina del Pacífico, cruzada por las quijotescas aventuras del Z-40, una especie de Sancho Panza de la DEA (Agencia Antinarcóticos de Estados Unidos), presentado como reluciente trofeo de casa por nuevo gobierno de Enrique Peña Nieto tras su captura apenas el pasado 15 de julio, cuando en realidad se trataba de un informante de la DEA, un mero peón en la manipulación de organizaciones del crimen en México y, como en su momento lo detalló el escritor Sergio González Rodríguez, cuya detención revela, en primera y última instancia, “la posibilidad de inducir delaciones y traiciones eventuales al interior de cada grupo criminal con el fin de moldear su funcionamiento” de acuerdo a los intereses de Estados Unidos, desde su frontera con México hasta Centroamérica.
Función de medianoche en el mundo real
Una cosa es segura: en el mundo de los hechos y los reinos significativos, en la “ciudad pánico” globalizada de la que ha hablado con agudeza Paul Virilo, los sucesos que no alcanzan la superficie del ruido mediático no dejan de acontecer ni por ello de perder su real importancia.
¿O es que alguien se enteró de la sentencia a diez años de prisión y acto formal de prisión que recibió la semana pasada, concretamente el 25 de julio, el ciudadano somalí Abdullahi Omar Fidse, por un juez del Distrito Oeste de Texas en la ciudad de San Antonio, bajo las acusaciones probadas de vínculos con grupos radicales de la yihad de su país de origen, luego de solicitar su ingreso a Estados Unidos recurriendo a la universal y legítima figura jurídica internacional del asilo político?
Al momento de escribir estas líneas no hay una sola mención del caso en los principales diarios de México, apenas algunas notas plagadas de vaguedades en los diarios locales de San Antonio y otras ciudades de Texas.
La historia de Abdullahi Omar Fidse en sí misma podría no tener relevancia y perderse en la maquinaria burocrática migratoria de Estados Unidos, a estas alturas ya casi descarrilada, como lo ha demostrado el actual impasse de la reforma migratoria.
‘Territorio México’: una discreta puerta al terrorismo internacional
El caso del somalí Abdullahi Omar Fidse no sólo es el primero en una serie de negaciones, negociaciones y claroscuros entre los gobiernos de México y Estados Unidos, así como del papel que los Zetas han tomado no sólo como traficantes de personas y potenciales terroristas, sino incluso como posible filtro alternativo de seguridad para el gobierno de Estados Unidos ante la incapacidad del Estado mexicano de garantizar, digámoslo así, la limpieza de su propio territorio en términos de terrorismo internacional, en particular de la yihad internacional.
Concretamente, todavía hace unos meses, durante el gobierno calderonista, altos funcionaros como la excanciller Patricia Espinosa, o Gustavo Mohar, exsecretario Ejecutivo del Centro de Investigaciones sobre Seguridad Nacional (CISEN, el equivalente al Centro Nacional de Inteligencia español) y posteriormente nombrado subsecretario de Población, Migración y Asuntos Religiosos, siempre negaron rotundamente ante una activista y abogada de la organización Sin Fronteras, exconsultora del Instituto de Estudios y Divulgación sobre Migración y actual colaboradora de la Coalición Internacional contra la Detención, la presencia de individuos, grupos o células vinculadas al terrorismo internacional, y específicamente a la yihad.
En los hechos, o al menos en el mundo de los hechos mediáticos, corrían otras versiones. Medios mexicanos e internacionales informaron en septiembre de 2012 sobre la captura de Rafic Mohammad Labboun y su entrega a Estados Unidos por su supuesta pertenencia a la organización Hezbolá. Procediendo con absoluta opacidad, el gobierno estadounidense no divulgó más detalles, al contrario, suprimió toda referencia del Reporte 2012 sobre Contraterrorismo elaborado por el Departamento de Estado, al indicar que “no existe presencia operativa conocida de organizaciones terroristas en México”.
No menos intrigante resultó el caso de Manssor Arbabsiar, un iraní naturalizado estadounidense y vinculado a la organización Quods, un grupo dedicado a operativos terroristas internacionales de la Guardia Revolucionaria Islámica. Según informes del Departamento de Justicia de Estados Unidos y la DEA, Arbabsiar cruzó la frontera con México y contactó en la ciudad de Reynosa con un sicario, un supuesto miembro de los Zetas, con el objetivo expreso de contratar los servicios de la célula a la que pertenecía el pistolero, planear y llevar a cabo, a cambio de 1,5 millones de dólares, la ejecución del embajador de Arabia Saudí en Washington, la capital estadounidense.
Durante un periodo de seis meses, Arbabsiar mantuvo conversaciones con el supuesto sicario, quien resultó ser un agente encubierto de la DEA, nombre en código Cs-1. Descubierto el plan del iraní, Arbabsiar fue detenido en Nueva York el 28 de septiembre de 2011 después de intentar ingresar infructuosamente en México y tomar un vuelo de regreso a Estados Unidos.
En su repetitivo juego de claroscuros, el Departamento de Estado, todavía a cargo de Hillary Clinton, omitió toda menor mención al operativo y la detención en su Reporte 2011 sobre Contraterrorismo, limitándose a afirmar la “ausencia de evidencia acerca de vínculos entre organizaciones criminales mexicanas y grupos terroristas”.
Al mismo tiempo, el FBI, a través de las declaraciones de la directora de la DEA, Michele M. Leonhart, contradijo no sólo la versión oficial del Departamento de Estado, sino también las versiones informales de funcionarios mexicanos negando que ni por equivocación ingresa y campa a sus anchas un terrorista internacional en México, mediante un comunicado emitido acerca del caso Arbabsiar en el que se expresa de manera tajante –y no por ello menos oscura– lo siguiente: “La peligrosa conexión entre el narcotráfico y el terrorismo no puede ser soslayada […] Usando el sofisticado expertise en investigaciones para infiltrar organizaciones narcoterroristas violentas, pudimos identificar con éxito esta amenaza y trabajar de cerca con el FBI para prevenir un acto potencialmente mortal”.
La continua política de negación por parte del Departamento de Estado tenía –como se verá más adelante– su propia explicación. Decir la “agenda secreta” de la secretaria Clinton no sólo es incurrir en un pleonasmo, sino en una limitación en los campos propiamente semánticos y políticos. Más exacto es hablar, en estos casos así como en el del somalí Abdullahi Omar Fidse, de la pseudo-secreta, pseudo-clandestina agenda que mantuvo, entre los años 2009 y 2012, madame-secretary Hillary Clinton no sólo en los entresijos de la relación con México, sino también en ese punto del globo terráqueo que los victorianos y decimonónicos llamaban el Cuerno de África.
‘Madame-secretary’ Clinton: nadie más a quién mentir, incluidos mexicanos y somalíes
Para nadie es novedad que pocos como el escritor y polemista Christopher Hitchens se dedicó en vida a poner en evidencia ‘Los valores de la peor familia’ [The Values of the Worst Family] –según rezaba el subtítulo a la primera edición, año 1999, de su espléndido libro acerca del matrimonio Clinton, No One Left to Lie To–.
En las ediciones posteriores de Nadie más a quien mentir, se sustituyó el subtítulo por ‘Las triangulaciones de William Jefferson Clinton’. En la última de ellas, lamentablemente póstuma, fechada en febrero de 2012, Douglas Brinkley explica en el prólogo de la misma a qué se refería Hitchens al hablar de las dichosas triangulaciones. Brinkley le rinde un merecido honor a Hitchens y explica el mecanismo de manera impecablemente perruna y contundente: “Hemingway escribió no sin cierta notoriedad que los verdaderos escritores llevan dentro de sí un innato detector de mierda y mentiras –nadie ha podido acusar jamás a Hitchens de no saber leer un rostro–. Lo que más le repugnaba de Clinton, el supuesto Nuevo Demócrata, con la ayuda de su maquiavélico consultor Dick Morris, fue su personal manera de mantener el poder político haciendo promesas a la izquierda mientras le rendía cuentas a la derecha. Esta estrategia putrefacta fue designada como Triangulación […] Para Hitchens, en Clintonlandia no había vacas sagradas. Con el tomahawk volando por los aires, trasquila la iniciativa de seguridad social de Clinton, su escalada en la guerra contra las drogas, el sospechoso bombardeo de una supuesta planta química de Osama bin Laden en Sudán, precisamente el día en que el presidente rendiría testimonio en su juicio por perjurio, y los bombardeos al Irak de Saddam Hussein justo a la víspera del voto en la Cámara de Representantes para decidir su impeachment”.
Hillary Clinton, entonces haciendo su acto de contrición y mujer abnegada que le perdona a su esposo el gusto por las felaciones, no sale nada bien librada en No One Left to Lie. Hitchens le dedica, a la manera de la cereza en el pastel, el último capítulo del libro.
Pero no es de Hillary Rodham Clinton de quien es preciso hablar ahora, sino de madame-secretary Clinton, quien al frente del Departamento de Estado no dejó de mostrar el gusto por la corruptela, así fuera en los pasillos de Foggy-Bottom, donde se hallan las oficinas centrales de la diplomacia estadounidense, o bien en sus viejas costumbres de utilizar el cargo para beneficio personal y de terceros, la mayoría de las veces socios y aliados con algo más que tierra y lodo en las manos.
En este punto en especial, desde el nombramiento de Hillary Clinton como secretaria de Estado por el presidente Barack Obama, el hoy difunto Christopher Hitchens dio en el clavo desde el primer momento, mostrando no sólo su agudo instinto, sino dotes equivalentes, podría decirse sin temor a errar, de presciencia periodística. La principal y predecible preocupación que mostró Hitchens al respecto, el uso del cargo como jefa de la diplomacia estadounidense para sacar de aprietos legales a los viejos amigos del clintonismo, no tardó en ocurrir.
El más que dudoso empresario de origen indonesio, un tal James Riady, hijo de Mochtar Riady, amigo personal del matrimonio Clinton desde los tiempos de Arkansas y a quien se le había inculpado por conspiración y fraude debido a las contribuciones ilegales que hizo a la campaña presidencial de Bill Clinton a la presidencia, multado con 8,6 millones de dólares –la multa más alta de la historia estadounidense asociada a delitos electorales, según publicó el diario Washington Post– y prohibido regresar a territorio estadounidense desde 2001, no tardó en reaparecer en Little Rock, paseándose a sus anchas, apenas un año después del nombramiento de Hillary como secretaria de Estado.
Durante muchos años, y especialmente desde el incidente y fiasco militar ocurrido en la primera presidencia de Bill Clinton conocido como Black Hawk Down, en el que participaron y perecieron en Mogadiscio, entre los días 3 y 4 de octubre de 1993, diecinueve miembros de las Fuerzas Delta y los Rangers del ejército estadounidense, nadie en Washington quería saber absolutamente nada de Somalia. Dicha inocua indiferencia no cambió siquiera con el 11-S, ni con la creciente presencia de grupos vinculados al fundamentalismo islámico como Al Shabaab, el ala armada de la llamada Unión de Tribunales Islámicos en Somalia.
Fue solamente con una serie de incidentes propios del siglo XIX cuando el gobierno estadounidense volvió de nuevo a dirigir el foco hacia el Cuerno de África. Me refiero a los actos de piratería en las costas de Somalia que desde 2008 comenzaron a ocupar las portadas de los diarios internacionales. Sin embargo, fue un caso en particular el que forzó la involucración de Estados Unidos, y en particular de la secretaria de Estado Hillary Clinton: el asalto y secuestro por piratas somalíes de un carguero ucraniano en septiembre de 2008 cuyo destino era el puerto keniano de Mombasa. El cargamento (treinta y tres tanques rusos T-72, granadas y arsenal anti-aéreo), era parte de una conspiración internacional que involucraba a Kenia y su apoyo a las milicias del sur de Sudán. El precio de rescate fijado por la docena de piratas somalíes fue de 35 millones de dólares, nada menos. Las fuerzas estadounidenses destacadas en el área fueron movilizadas. Su actividad fue más bien tímida y no ofreció otro resultado que el nombre de una negociadora quien, años después del incidente, adquiriría un papel más que sospechoso en el tablero de combate contra grupos fundamentalistas por parte de Estados Unidos: Michele Amira Ballarin.
Todavía irresuelto el drama del carguero, la sola mención de Amira sacudió los cimientos del Ministerio de Asuntos Exteriores de Ucrania. Según la reconstrucción casi matemática de los hechos realizada por el periodista Mark Mazzeti en The Way of the Knife –un libro que es ya, a menos de un año de su publicación, referencia obligada para entender la complejidad, sinuosidades y contradicciones de la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo internacional–, en febrero de 2009, recién inaugurado el primer mandato de Obama, el ministro de Exteriores ucraniano, Volodymyr Ohryzko, le escribió directamente a Hillary Clinton descalificando el papel de falso intermediario asumido por Amira, al “incitar a que los piratas demandarán un incremento sin sentido en la suma correspondiente al rescate”, al tiempo que le exigía a la flamante secretaria de Estado que “facilitara la exclusión de Amira del proceso de negociación con los piratas”. Como señala Mazzeti, a diferencia de otros funcionaros estadounidenses, la propia secretaria de Estado no estaba en una posición del todo clara para saber exactamente con quién estaba tratando ni a quién se refería el ministro ucraniano.
La mejor manera de ubicar en el mapa a Michele Amira Ballarin sería caracterizarla como una mercenaria de altos vuelos, supuesta dueña y directora de una empresa basada en los Emiratos Árabes Unidos llamada Gulf Security Group (Grupo de Seguridad del Golfo), con conexiones de alto nivel en la CIA y el Pentágono y cuyo “objetivo particular” era, relata casi con incredulidad el propio Mazzeti, reportero curtido en los vericuetos de las corresponsalías extranjeras, “la caza y ejecución de las redes terroristas de Al Qaida, su infraestructura y personal en el Cuerno de África”. Desde 2006, había apoyado la resistencia sufí en Somalia para someter al grupo armado Al Shabaab y de la misma manera había tratado por todos los medios de convertirse en un “socio indispensable” de los servicios de inteligencia y de las fuerzas armadas de Estados Unidos.
En realidad, lo mismo una mercenaria que una verdadera lunática
A saber cómo, ni siquiera Mazzeti puede explicarlo, Michelle Ballarin había habilitado un antiguo e histórico hotel ubicado en un área rural del estado de Virginia como centro de operaciones, análogo a un búnker de la CIA o el Pentágono: sistema de comunicaciones encriptado, muros insularizados, espacios especialmente equipados para almacenar información clasificada. Al final del día, tuvo que pagar de su propio bolsillo la inversión, en tanto que ninguna agencia de seguridad ni de inteligencia se animó a financiar el mantenimiento del inmueble. Quizás desesperada, en agosto de 2007 escribió una carta a la CIA, a la cual Mazzeti tuvo acceso: “El Grupo de Seguridad del Golfo es propiedad de los ciudadanos americanos abajo firmantes, carentes de intereses o influencia extranjeros. Mantenemos relaciones cercanas con clanes nativos y líderes políticos en Somalia, Kenia, Uganda, así como en todo el Cuerno de África, incluida la Unión de Tribunales Islámicos y los miembros de la misma que controlan las actividades de militancia yihadista. Dichas relaciones permitirán misiones existosas sin dejar huellas, pisadas o bandera ninguna, así como proveer total negación [deniability]”.
Es de suponerse que el segundo del abogado de la CIA, John L. McPherson, quien leyó dicha misiva, no pudo más que confirmar que se trataba de una lunática, más precisamente una lunática a la caza de una oportunidad y de dinero fresco. La respuesta de la Agencia Central de Inteligencia, también mediante una carta –aquí se pregunta uno dónde se pierde la supuesta aura de secrecía en el mundo de los espías– fue contundente: “La CIA no está interesada en su propuesta no solicitada por la Agencia y no le autoriza a llevar a cabo actividades en su representación”. En otras palabras, ciao, bella Amira.
Si bien Mazzeti no indaga más en el asunto, a partir de sus investigaciones se infiere que el rechazo frontal por parte de la CIA hacia la desconcertante Amira fue el origen del discreto acercamiento entre Hillary Clinton y Michelle Ballarin, quien también se presentaba como la presidenta de otra compañía, esta vez de nombre Blackstar. Mazzeti reporta que abordaba a sus interlocutores, en quienes buscaba potenciales socios y clientes, con una frase espeluznante: “Yo voy a salvar a Somalia”.
Si bien Michelle Amira Ballarin no logró, desde luego, salvar a Somalia de las guerras fratricidas entre las distintas facciones y milicias de la Unión de Cortes Islámicas, el Gobierno Transicional de Somalia y la Alianza para la Reliberación de Somalia, nuestra heroína quizás sí jugó un papel al poner de nuevo a Somalia en los distintos mapas en los que se libra la guerra contra el terrorismo de origen musulmán, tanto entre el ejército como en las agencias de seguridad estadounidenses. A partir del incidente del carguero ucraniano, Somalia comenzó a ser considerado, como bien señala Mazzetti, un oasis para toda clase de operaciones clandestinas, lo mismo misiones secretas de contraterrorismo por parte de gobiernos occidentales que confusos esquemas y planes de captura de piratas diseñados por contratistas internacionales. De hecho, el tablero geopolítico de la guerra contra el terrorismo dio un fuerte viraje cuando, oficialmente, Somalia fue comparado con países como Yemen y Pakistán. Peor aún, en Somalia no había un gobierno con el cual trabajar, no se diga ya servicios de inteligencia activos en el terreno que pudieran infiltrarse en grupos radicales como Al Shabaab.
En este sentido, para cuando la primavera árabe había comenzado a incendiar el norte de África, sin que nadie, individuo o gobierno pudiera tener la certeza de quién y/o quiénes estaban impulsando las rebeliones, lo mismo podía ser Al Qaeda que la Hermandad Musulmana, la secretaria de Estado Clinton vio oportunamente en Amira –quien cuando menos podía proveer una base de información de la cual carecía el gobierno estadounidense desde enero de 1993– no sólo una fuente de inteligencia potencialmente útil, sino su propia salvación, en tanto, como demostrarían el rápido e incontrolable desarrollo de los acontecimientos, el Departamento de Estado trastabillaba completamente a ciegas en medio de un furioso incendio regional.
En el rudo tira y afloja inter-burocrático, el Ejército y la CIA llevaban la delantera. Esta última había reasignado a cientos de sus analistas de inteligencia para localizar el ojo del huracán de las revueltas árabes, mientras que el Pentágono había creado, en el otoño de 2008, el Comando Americano para África, con lo cual viraba la política de años de indiferencia y dedicaba especial atención hacia el segundo continente más grande y más poblado del mundo.
A la par de las revueltas de la primavera árabe, se desató una auténtica carrera entre las distintas burocracias diplomáticas, de inteligencia y militares estadounidenses por colgarse una medalla ante el presidente Obama, quien para entonces demandaba informes bien documentados y cabezas, es decir, materia prima para proceder con su política de asesinatos selectivos de líderes o células completas de movimientos fundamentalistas que representaran un peligro para los Estados Unidos.
La secretaria de Estado Clinton sabía, debido a la carta que había recibido en 2009 directamente de su contraparte ucraniana con motivo del incidente de piratería, que Michelle Amira Ballarin podía serle útil. Más que eso, la demanda misma presentada por el ministro de Exteriores de Ucrania exigiendo la exclusión de la empresaria-negociadora-mediadora en el conflicto, era la prueba de que Amira y su conglomerado de dudosas empresas podrían significar una ventaja capital y humana, un auténtico asset a ser utilizado, exprimido y vendido después al mejor postor.
Si bien Leon Panettta y Hillary Clinton tenían un pasado juntos que se remontaba a los días del presidente Clinton, las relaciones entre ambos en la primera administración Obama se habían poco menos que marchitado. Panetta, entonces al frente de la CIA, cayó en el error de su predecesor en el cargo con George Bush, Michael Hayden, al minusvalorar el potencial peligro de Al Shabaab e incluso calificarlo de “insignificante”. Es más que probable que la secretaria Clinton haya aprovechado su animosidad con Panetta y la falta de interés de la CIA en uno de los principales grupos sectarios armados de Somalia, para que el Pentágono, en efecto, escuchara a Michelle Ballarin, y que consiguiera además adjudicarle un contrato por 200.000 dólares a través de una de sus nebulosas empresas, Blackstar, en busca de objetivos rápidamente identificables y eliminables en Somalia.
No menos imposible es que Amira haya superado a Hillary en el juego preferido de su esposo Bill: la triangulación. Mientras que Amira le vendía a la secretaria Clinton información no confirmada acerca del sheik Hassan Dahir Aweys, líder de la Unión de Cortes Islámicas, así como de Aden Hashi Farah Ayro, entre otros dirigentes de Al Shabaab, al mismo tiempo puso en manos del Comando Conjunto de Operaciones Especiales del ejército estadounidense (JSOC), la cabeza de Saleh Ali Nabhan, destacado miembro de la célula de Al Qaeda activa en todo el este de África, responsable directo de los ataques de 1998 a la embajada de Estados Unidos en Kenia.
Así, mientras funcionarios del Departamento de Estado destacados en Mogadiscio bajo las órdenes de la secretaria Clinton, ofrecían dólares en efectivo –al mejor estilo viejo Oeste en pleno siglo XXI– como recompensa por cualquier información que condujera a la ubicación de los líderes de Al Shabaab, el JSOC puso manos a la obra y en septiembre de 2009 un comando de Navy Seals ejecutó a Nabhan mientras éste se escabullía en las costas somalíes.
El bochorno político para la secretaria Clinton no pudo ser peor: adicionalmente, la oficina y asesoría legal del presidente Obama no acababan de convencerse de que el grupo Al Shabaab y sus miembros representaban, en efecto, un peligro claro e inminente para Estados Unidos. El resto de la historia, el desconcierto y nula capacidad de reacción por parte del Departamento de Estado ante la cadena de eventos que desató la primavera árabe, es de todos conocida. Al final, la aparición de Hillary Clinton ante el Congreso fue el precio que tuvo que pagar por una pésima triangulación.
Una vez más, la señora Clinton hizo lo que, según los hechos demuestran, mejor sabe hacer: montar grandes y convincentes shows ante las cámaras de televisión. Tal fue el caso durante su aparición el 22 de enero pasado ante el influyente Comité de Relaciones Exteriores del Senado para explicar la descalabrada y desafortunada sucesión de eventos en Benghazi que desembocaron en la muerte del embajador estadounidense y cuatro funcionaros consulares. Hillary Clinton logró montar una más de sus persuasivas escenas. En 23 de enero pasado la página editorial del New York Times se vendió barata al clintonismo y culpó de miopía a los senadores republicanos que pedían explicaciones, no lamentos, al tiempo que el influyente diario calificó, literalmente, su “actuación” como “profesional y autorizada”.
Por su parte, la editorialista de Salon, Joan Walsh, la misma con quien Hitchens, todavía en pleno uso de sus torrenciales facultades críticas, sostuvo en diciembre de 2008 una discusión acerca del nombramiento de Hillary Clinton al frente del Departamento de Estado en el programa de televisión Hardball y recibió una magnífica lección en el arte de debatir, recurrió en su artículo del 23 de enero al más básico y popular de los argumentos descalificativos: la cuestión de género. Una nulidad, por no decir una imbecilidad, tratándose de políticos profesionales en ambas esquinas del ring: en su presentación ante el comité senatorial del 22 de enero, su amiga madame-secretary, arguyó Walsh, se había enfrentado a una bola de “hombres enfurecidos [angry men]”.
El caso Fidse o cómo cornar los inexistentes controles migratorios de México
Un hecho incontrovertible es que Abdullahi Omar Fidse, de 29 años de edad y origen somalí, entró el 24 de junio de 2008 sin ningún tipo de identificación en Estados Unidos, vía la aduana de Hidalgo-Texas. De allí fue trasladado al Centro de Detención Federal del Sur de Texas, mientras el Joint Terrorism Task Force (integrado por agentes del FBI, la Unidad de Investigaciones y Servicios de Inmigración del Departamento de Seguridad Interior [Homeland Security], la Patrulla Fronteriza y la fiscalía del Departamento de Justicia), investigaban su caso y buscaban, como se dice en el argot investigativo, conectar los puntos de una historia que, a la postre, poco tendría que ver con los infortunios de un joven somalí.
Para más señas, Hidalgo-Texas colinda nada menos que con Aldama, uno de los puentes internacionales que, entre las sinuosidades del río Bravo, conectan Reynosa con Estados Unidos. De ello se infiere que, igualmente, Abdullahi Omar Fidse tuvo que haber entrado a México bajo la figura de asilado político, y que dicha calidad migratoria tuvo que ser otorgada, por ley, por el Instituto Nacional de Migración (INM).
No es novedad que el INM ha sido señalado por el propio gobierno mexicano como parte de una amplia red de corrupción y sometido a diversas e infructuosas investigaciones por parte de la Procuraduría General de la República, así como a “operaciones de limpia” en el que, según el propio INM, uno de cada cuatro funcionarios migratorios que son sometidos a pruebas de control y confianza sencillamente es reprobado. En otras palabras, entre mayo de 2010 y mayo de 2013 fueron sometidos a evaluación 2.090 funcionarios del INM, de los cuales 1.553 aprobaron y 537 fueron suspendidos (diario Reforma, 16 de junio, 2013). El propio jefe de la Unidad de Política Migratoria de la secretaría de Gobernación reconoció el pasado 13 de abril que “hay un fenómeno de corrupción al interior del Instituto, que también hay una intromisión por parte de grupos por esa corrupción y, entonces, el fenómeno migratorio es demasiado atractivo para las organizaciones criminales, significa mucho dinero”.
Toda esta palabrería oficialista tampoco es noticia, excepto cuando se cruzan los datos y ciertos casos aparecen de la nada en territorio nacional, por ejemplo nacionales somalíes que nadie vio ni cuya entrada nadie registró, con excepción de las organizaciones criminales referidas por el funcionario en sus declaraciones. Tampoco es noticia que el silogismo “organizaciones criminales”, en términos de tráfico de personas, tanto para la Comisión Nacional de Derechos Humanos y organizaciones dedicadas al escrutinio y seguimiento de este tipo de delito, significa los Zetas. El “mucho dinero” del que habla el funcionario antes citado equivale, según las estimaciones de los expertos George Grayson y Samuel Logan, a un rango que va de los 8.000 a los 15.000 dólares por individuo, dependiendo de la nacionalidad.
Lo cierto es que Abdullahi Omar Fidse jamás solicitó asilo político en México, ni presentó su caso formalmente ante el INM, sino que, casi con toda certeza recurrió a los servicios de los Zetas –¿si no a quién más?– para entrar en el país y llegar hasta Reynosa, antes de cruzar hacia Estados Unidos, donde, sometido a una larga investigación judicial, se le denegó el asilo político y se le imputaron cargos por actos de terrorismo, así como su militancia radical en grupos de la yihad vinculados con Osama bin Laden y Al Qaeda en Somalia.
Tal como ocurrió en el caso Manssor Arbabsiar, terrorista de origen iraní quien en busca de sicarios para intentar asesinar al embajador de Arabia Saudí en Washington fue descubierto por un agente de la DEA que había infiltrado una célula de los Zetas, igualmente en Reynosa, ahora resurge el caso del somalí Abdullahi Omar Fidse, luego de su detención en junio de 2008.
Resulta posible conjeturar que su petición de asilo no hizo sino encender las alertas de las agencias de seguridad estadounidenses. Habrá que esperar a que estas mismas agencias de seguridad encuentren la coyuntura adecuada para dar a conocer gracias a quién y cómo ingresó Abdullahi Omar Fidse a México. O quizás no lo hagan. Quizás la alerta provino del propio arriero [carrier], para el caso los Zetas o un informante de la DEA o el FBI, encargado y pagado para que Fidse pusiera un pie en Hidalgo, estado de Texas.
Resulta casi conmovedor que en su despedida como secretaria del Interior, Janet Napolitano firmara el pasado 23 de julio un memorándum sobre seguridad con el presidente Enrique Peña Nieto, mismo que incluye intercambio de información en tiempo real entre policías, patrullajes coordinados en ambos lados de la frontera, y ya en el colmo del sarcasmo, protocolos de alertas tempranas para prevenir incidentes en la zona fronteriza, léase por ejemplo el barrio de Aldama, Reynosa, con Hidalgo, Texas.
Dije conmovedor cuando en realidad, la situación, a la vista del tal memorándum, es más bien inquietante. Es casi el reconocimiento oficial de que, como se ha venido demostrando, para efectos de política migratoria, México depende crecientemente de los Zetas y la DEA, el FBI y los sucios enjuagues multinacionales y de intereses múltiples del Departamento de Estado –léase la señora Hillary Clinton, excolaboradora del presidente Obama y muy probablemente la próxima contendiente presidencial por el partido Demócrata–. No hay indicios, al contrario, de que el INM renuncié al “mucho dinero” ni que deje de ser el acompañante preferido de, como dijo el funcionario de la Secretaría de Gobernación antes citado, “las organizaciones criminales” dedicadas al tráfico de terroristas.
Los Zetas, la DEA, el FBI y la eficiencia del libre mercado migratorio: ¿what’s next?
Tiempo oportuno para hacerse la pregunta, porque si bien la historia de la Reina del Pacífico, su pronto y celebrado regreso a la patria, ya libre de cargos, muy probablemente convertida a la postre en una especie de víctima más de la injusticia que se ha vivido en México en décadas, lo cierto es que la violencia, el abuso y la corrupción, el tráfico de personas, armas y un largo e indiscernible etcétera no van a parar con las lágrimas que a algunos les provoque la increíble y cándida historia de Sandra Ávila Beltrán, sobrina del otrora temido padrino y fundador de cárteles históricos y hoy inexistentes como el de Guadalajara, Miguel Ángel Félix Gallardo, narcotraficante que cumple condena desde 1989, acusado del secuestro y asesinato del agente de la DEA –hablo de tiempos en los que la DEA no era un cártel más, como ocurre actualmente en el tablero de la geo-narcopolítica– Enrique Kiki Camarena.
Esos eran otros tiempos.
Hoy, luego del regreso del Partido Revolucionario Institucional a la presidencia del país, después del desastre sucesivo de dos gobiernos panistas, en especial durante los años de la llamada guerra calderonista contra las drogas, estamos entrando a nuevos territorios; ciertamente, territorios desconocidos.
Hoy, en México, en el territorio que va de la frontera con su vecino al norte, Estados Unidos, y el desastre regional que presenta Centroamérica en todos los frentes, prevalece una única ley, la violencia, y con ella la disputa entre grupos delincuenciales por cada centímetro de lo que, de manera ciertamente macabra, se denomina el poliducto, es decir, la ruta y sub-rutas por las cuales circulan lo mismo armas que drogas, personas, órganos, cualquier mercancía cuyo valor se incremente por efecto de circular por la vía del contrabando.
Paralelamente, por su manera de organizarse y operar lo mismo dentro de México que en Centroamérica, Estados Unidos y Europa –con ello me refiero al caso concreto de los Zetas, similar a grupos terroristas de la yihad: organización horizontal, descentralizada, sin jerarquías predominantes, en células aisladas entre sí que se conectan sólo ocasionalmente, cuando hay un objetivo operativo común–, es difícil hacer un ejercicio de prospectiva, ni siquiera con la mejor inteligencia, inexistente dicho sea de paso, que no apunte en dos direcciones: la primera, la penetración irrestricta del crimen en los órdenes social y político, lo mismo en niveles altos que en la vida cotidiana, como fue y ha sido el caso de los movimientos de la yihad radical, llámese Al Qaeda, talibanes, etcétera, y su consecuente efecto corruptor dentro del cuerpo del Estado y, segundo, la actual disputa, de la cual poco pero algo se sabe, entre los Zetas y las Maras por el control del poliducto: una guerra que será cruenta y sin cuartel, pues lo que está en juego es la desembocadura del poliducto: los Estados Unidos de América.
En dicho escenario, que más vale tomarlo ya como una realidad, el poder de los cárteles es historia, una maquinaria empresarial igualmente corruptora pero, a día de hoy, accesoria para sus fines originales: el trasiego de drogas. Ahora, además de las drogas, las armas y los migrantes, ha aparecido una mercancía cuya presencia ha crecido en los últimos años y cuyo valor, para quien controle el poliducto, será cada vez mayor. Me refiero, con ello, a integrantes de grupos terroristas que buscan entrar en Estados Unidos.
Ante la ineficacia de las políticas de control migratorio del Estado mexicano, el control del poliducto se vuelve doblemente valioso, en tanto las agencias de seguridad estadounidenses, como ha quedado demostrado, dependerán cada vez más, vaya macabra paradoja, de los servicios de control migratorio informal que proveen ya, por ejemplo, los Zetas. Además, en natural colusión con las autoridades migratorias mexicanas, las mismas que ocasionalmente realizan operativos de detención que hipócritamente publicitan como actividades humanitarias, ya sean los Zetas o las Maras, éstos podrán realizar operaciones de filtración e identificación de individuos cuya nacionalidad represente un foco rojo para las agencias de seguridad estadounidenses, especialmente aquellos procedentes de países donde operan grupos islamistas radicales y, por implicación, representan para los dueños del poliducto una mercancía con valor no sólo agregado, sino incluso, llegado el caso, negociable con las agencias de seguridad de Estados Unidos, por un lado inermes ante la autoridad migratoria oficial (INM), y por el otro, cómplices de quienes les garanticen una frontera limpia de posibles terroristas.
El caso más reciente, antes mencionado si bien inexistente en la prensa mexicana, no se diga en los boletines del INM, del somalí Abdullahi Omar Fidse, es un claro y gravísimo ejemplo de ello.
A manera de epílogo no apto para lectores políticamente correctos
La impunidad y corrupción con las que se manejan las autoridades migratorias mexicanas tienen, ya se vio a lo largo de este viaje hacia el final de la noche, su capítulo co-relativo en el gobierno estadounidense, se trate ya de instituciones, ya de individuos, como es el caso de la exsecretaria de Estado Hillary Rodham Clinton y de quienes, adentro del aparato burocrático, procesan la información, la manipulan según los intereses del momento, y redactan los informes anuales del Departamento de Estado.
No es extraño: ya el propio Emerson, americano orgulloso si los hay, escribió que “todo Estado existente es corrupto”.
Por su parte Jim Morrison, no precisamente mi pensador americano preferido, escribió en una canción de The Doors, grupo que detesto: “el futuro es incierto, y el final está siempre cercano”.
Ignoro, como cualquier terrícola, qué diablos ocurrirá mañana. Pero una cosa es cierta, las dotes inigualables de Christopher Hitchens para descubrir a una sanguijuela como Bill Clinton se comprobaron no sólo en la persona del expresidente, sino también en quien muy probablemente sea la próxima candidata demócrata a la presidencia de Estados Unidos. En el epílogo a su libro sobre los Clinton y el clintonismo como forma de practicar la política y el delito simultánemente, No One Left to Lie, Hitchens dejó escrito lo siguiente:
“El indulto a [Bill] Clinton, y su perdón al abuso de poder y recursos privados por implicación, ha colocado a futuros presidentes ladillas en una posición de fuerza. No se verán sometidos a investigaciones independientes. Podrán, si son afortunados, emplear la defensa de la popularidad practicado por Ronald Reagan, y llevado hasta sus últimas y depuradas consecuencias por Clinton. De igual manera, podrán recurrir a la defensa de la privacidad, sobre todo si son lo suficientemente imaginativos para incluir entre los abusos de los que son objeto el abuso por parte del sexo opuesto”.
Ojalá en esta ocasión, la inigualable capacidad para la presciencia periodística del Hitch no se cumpla. Hay hechos comprobables para así desearlo.
Bruno H. Piché (Montreal, 1970) es ensayista y narrador. Ha sido editor, periodista, diplomático y promotor cultural. Ha sido nombrado recientemente miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su último libro se titula El taller de no ficción, publicado por la editorial mexicana Magenta (2012). En FronteraD ha publicado, entre otros, Otro periodismo para otra(s) vida(s), Mi vida con Rodriguez, Tierras baldías: Este-Oeste, Norte-Sur y Huesos (piernas y muñones) en el desierto