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Fronteras


 

Fronteras I

 

Necesito estar sola como si estuviera de viaje.

No, no escapo de mí, no seas cursi.

Solo quiero habitar otro lugar.

Que todo lo conocido desborde esta meseta

y chorree hasta el llano.

 

Que nadie que conozca esté a la mesa.

Saludar sin saber a quién.

Preguntar por una calle, ignorar dónde ir a comprar.

Recorrer en bicicleta caminos que no sé a dónde llevan.

Sorprenderme con los gritos de las gallinetas a mi espalda.

No tener chip ni señal, y conectarme a internet

solo cuando cruce un cibercafé de casualidad.

 

Necesito viajar aunque ya no lo permitan

por protonades y sanicolos.

Y demostrarles, y demostrarme, que podrán frenarme el paso,

ponerme incluso una barrera o un alambrado,

pero no podrán impedir que cambie el escenario a mi antojo.

Que me escurra entre los dedos y me les vaya a donde quiera ir.

 

 

Por eso agarro una silla, agua y un sombrero,

y me voy a ver cómo es la sombra debajo de aquel ombú que descubrí.

Y me voy hasta la sierra a buscar caminos, vacas, terneros,

y sonreírles porque nunca vi uno, y no soy de aquí.

 

 

Fronteras II

 

Parecés una hoja.

Y aunque tuviera los anteojos

parecerías una hoja igual.

Sos tan plácido, tan silente y anónimo.

 

Siempre elegís la misma rama de la pezuña de buey,

y te parás como a escondidas,

como haciendo trampa y tomándote

un descanso que no te tocaría.

Mientras los otros de tu especie

siguen más arriba con sus mil aleteos por minuto

y sus largos picos dibujándole un centro a la flor.

 

Shhh, no digo nada, quedate a descansar.

A jugar a ser hoja o planta o rama.

Shhh, quedate, que yo te miro

y no sos otra cosa que una hoja más.

 

Y aunque tuviera los anteojos,

serías una hoja igual.

Aunque, ahora que lo pienso,

si tuviera los anteojos,

hubiera visto cuando te fuiste y no te vi.

 

 

Fronteras III

 

Los eucaliptos son violines y trombones que se mueven descompasadamente con una cadencia común. Los sauces y la anacahuita escuchan música y marcan el ritmo en vaivén. Hasta la pezuña de buey, acá al lado, hace panderetas verdes con las ramas largas y con las cortas también. La noche llega en pleno día para escuchar. O tal vez llegó antes que la música y por eso todos se pusieron a tocar.

Las hormigas corren sin rumbo, como sale a correr la gente después de un temblor. Y las gallinetas, siempre suyas, siempre flotando en su imaginación, salen en “estado de poesía” del bosque al jardín, andando piano, mirando con extrañamiento todo alrededor.

La noche en pleno día pide un bis con un grito de trueno. Y la base de viento redobla y ahora sí llega hasta acá, donde oculta me dejaron detrás de esta pared. Lo espero siempre, al viento, porque siempre es favorable para mí, aunque no sea a favor.

Apenas llega, empiezo a moverme arriba-abajo, abajo-arriba con ambición. Intento despegarme de la rama que del filamento me nació. Porque desde que me llamaban brote sabía que era ala, y nunca fui parte de esta linterna china que crece a mi alrededor.

Sacudiéndome desenfrenada, veo encima mío, en la pezuña de buey, a un colibrí que, pudiendo volar con el viento creciente, se quedó parado en una rama, indiferente. Pero me sigo moviendo arriba-abajo, abajo-arriba, sin subterfugios ni distracción, en este crescendo del concierto cada vez más oscuro y mayor.

Aprovecho el impulso de esta Fuga para lanzarme ya. Y que no me digan que con una sola ala no se puede volar.

 

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