Naufragaron entre los caminos. Abandonaron casas, tierras, animales. Cada tantos pasos miraron hacia atrás y el páramo estaba igual: las laderas con sus verdes casi negros y la niebla inmaculada en las cimas. Huyeron corriendo, otros en un bus escalera con ojos rojos, niños con hambre y la nostalgia de abandonar Argelia de María. Fueron cientos, luego miles, y casi todos los argelinos huyeron de la guerra. Murieron cientos. Otros continuaron viviendo en el pueblo seguros de que habían muerto. Les arrancaron un esposo, una novia, un hijo, un hermano, un vecino, un padre, una madre.
En las salas de las casas hay fotografías con sus seres queridos y heridas abiertas cuando los recuerdan. Después de varios años lejos de la tierra de la niebla, miles regresaron porque no podían estar lejos, sabiendo que parte de sus familias continuaba en el pueblo, o tal vez porque sus casas del campo, que dejaron sembradas con caña y café, no les permitían raíces en otro lugar, seguros de que su mundo estaba entre las montañas del páramo.
Argelia, un pueblo del departamento de Antioquia, Colombia, vuelve a germinar. Desde el mirador de la iglesia en lo más alto del parque se ve la niebla alrededor y las mulas caminando por sus calles agrietadas. Los domingos, campesinos conversan mientras toman aguardiente y cerveza. Visten sombrero y cargan machete.
Recuerdan que primero llegó la guerrilla de las FARC [Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia] a finales de los noventa. Cientos de jóvenes se hicieron guerrilleros y así obtuvieron empleo y un poco de poder. Cuando se escuchaban rumores de que alguien iba a morir, la radio bemba no fallaba y en las noches los tipos armados arrancaban de las casas a sus víctimas.
Años después llegaron las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio de la mano del Ejército y la Policía. Murieron muchos más, desaparecieron otros tantos, huyeron cientos. Cuando los argelinos creían que la violencia había acabado con ellos, llegó una época de más terror.
En el pueblo, cada fin de semana las calles dan la impresión de que por cada familia hay una mula. En el centro del parque hay una escultura de un arriero con su bestia y una placa metálica con el Canto a la mula, compuesto por Antonio Aristizábal Serna:
¡Oh! Mula de mis praderas
que cuando vas a la sierra,
te engulles en un resoplo
todo el aire de mi tierra.
Los campesinos bajan de las veredas, las cantinas encienden sus equipos de sonido y las rancheras se escuchan hasta altas horas de la noche. Caballos, burros y mulas lucen amarrados de postes de energía o de ventanales. Otros llevan bultos en su lomo o simplemente aguardan mientras sus propietarios deciden tomar el camino de regreso.
Argelia de María es un municipio de alrededor de 9.500 habitantes. Sus casas parecen colgadas de las empinadas montañas del páramo. Las calles son muros de concreto quebrado, más incómodas para los vehículos que las trochas que conducen a las veredas.
Kataleya y Magdalena tratan de cerrar sus heridas. Aunque vivir en Argelia es suficiente para mantener vivo el dolor que les causaron los grupos armados, prefieren continuar allí en su pueblo. El exilio, cuando se fueron, no calló su voz y por eso regresaron para acompañar a los suyos.
Sentada en la hamaca de la sala de su casa, Kataleya, una joven de cuerpo delgado, con dos hijos y apenas 25 años, rememora cuando siendo una niña agarró un candado con su mano derecha y con todas las fuerzas lo llevó de atrás hacia adelante y le reventó uno de los ojos a Chucho, uno de los jefes guerrilleros en el municipio. Era casi el medio día, y el soplo blanco que nace en el páramo aún arropaba la piel verde de sus laderas. En la vereda El Zancudo las montañas parecieron callar. Chucho renegó de su dolor y Jorge, su hermano, permaneció absorto por unos segundos ante las agallas de la muchacha.
No hacía mucho tiempo doña Carlota les había indicado a los hermanos que cuidaran bien de su hija en la vereda mientras ella trabajaba en el pueblo, en el Suroriente antioqueño, donde la carretera se pierde entre túneles de niebla.
Aquello sucedió un día de 1998. Kataleya era una niña, su cuerpo delgado y sus senos apenas brotaban del pecho. En su cara nacía el encanto. Tenía dientes pequeños y unos labios diminutos, sus ojos a medio abrir dejaban entrever una lumbre dorada y el cabello negro brillaba tanto como hoy. Era una niña campesina, de esas que corrían entre matas de plátano y café, y que ayudaba a doña Carlota a cuidar de la tierra.
En esa época Jorge era el dueño de Argelia. Sus hombres imponían el orden y en el pueblo estaban prohibidos los vicios, los robos y los niños debían estar en sus casas antes de las ocho de la noche. De lo contrario, los guerrilleros de las FARC se encargaban de llevar a los pequeños hasta sus casas. Si los sorprendían por segunda vez, no se volvía a saber de ellos.
Jorge aseguraba que si Kataleya no era para él, no sería para nadie. Mantenía una relación furtiva con doña Carlota y, tal vez por eso, se tomó el derecho de hacer su voluntad en la familia. La niña vivía en una casa ubicada en un alto de la vereda, desde donde las FARC tenían visibilidad del pueblo y sus alrededores. Allí acampaban y obligaban a la niña a hacerles de comer.
Ese día, mientras caminaba entre la casa, Jorge y su hermano Chucho le hicieron odiar el mundo, desconfiar de los hombres y lograr que casi quince años después se mantenga alejada de las personas, para esconderse en su mundo, en su soledad.
Federico era más pequeño. Escuchó el llanto de su hermana y la violencia de los dos hombres. Se volvió agresivo y se metió a la guerra. Kataleya también deseó ingresar a las FARC y esperar el día en el que tendría tanto poder como Jorge para vengarse de ese momento. Pero no fue así. Reflexionó a tiempo.
Cuando doña Carlota regresó en la tarde, Jorge le dijo: “Vea lo que pasó con esa niña tan grosera. Yo trayendo la comida y vea cómo le pegó a Chucho”. Kataleya escribió durante varios años un diario y solo hace cuatro doña Carlota entendió que Jorge y Chucho abusaron de su hija, mientras ella trabajaba en los bares de Argelia y les pedía el favor de que cuidaran de su niña.
La huella de un amor
Argelia se ubica en la región Oriente de Antioquia. Los megaproyectos de esta zona, como la autopista Medellín-Bogotá, que conecta las dos principales ciudades del país, el aeropuerto José María Córdova y el complejo hidroeléctrico, que aporta el 30% de la energía del país, siempre han estado alejados. Tal vez por eso la guerra les llegó tarde y con toda su furia. Son campesinos y los jóvenes no encontraron un camino más rentable que entrar a los grupos armados. Entre 1999 y 2002 las FARC tuvieron un santuario en estas tierras frías y de pastos altos.
Para Magdalena es difícil acordarse de esa época. A los dieciséis años se hizo madre y el padre de su niña, tras ingresar al Ejército, la abandonó al poco tiempo. Años después conoció a Aurelio, un campesino trabajador de una finca de la vereda La Florida.
Desde la salita de su casa, cubierta con fotografías enmarcadas y con el silencio triste de su madre, Magdalena se devuelve al lunes 28 de agosto del año 2000: una fecha imborrable como el cumpleaños de sus hijas. En ese tiempo estaba terminando la dieta del embarazo de su segunda niña y Aurelio estaba cabizbajo y silencioso cuando llegó del trabajo. Le dio de comer y poco después se asomó al balcón, cuando un par de hombres armados tocaron a la puerta y preguntaron por él.
—¡Baje! –le dijeron los dos hombres que lo miraban desde la calle.
—Esperen, yo me pongo los zapatos.
—Para donde va no los necesita. Baje.
Aurelio guardó silencio y no dijo nada a su esposa. Antes de bajar las escaleras la miró con la tristeza que lo invadió todo el día. Pasaron pocos segundos y ella escuchó un golpe fuerte en el primer piso. Cuando se asomó, vio que lo estaban amarrando.
De inmediato lo llevaron calle arriba para abandonar el sector El Roble. Magdalena, aunque elocuente y resuelta en sus palabras, no oculta el desánimo de su tragedia.
—Yo estaba “escondida” de la luna. Antes de bajar a la calle recibí una mirada que no voy a olvidar, una mirada de adiós, de adiós por siempre –dice con rapidez, como queriendo pasar de prisa esa página dolorosa.
Magdalena recorre con la mirada las fotografías de la sala, mientras describe que bajó con esfuerzo de su casa y llevó de la mano a la pequeña Isabel. Cuando llegaron casi dos cuadras más arriba, Aurelio cayó a los pies de la niña con tres tiros en la cabeza y un hilo de sangre caliente bajando por la calle.
—La niña tiene dieciséis años y vive con las secuelas –dice Magdalena con los ojos iluminados–. Se mantiene uno en problemas con ella, dice que vio morir al papá y, cuando ve a las compañeras que van para el colegio, dice que le gustaría que el papá la llevara como a ellas.
Guarda silencio durante unos pocos segundos y el aire se hace denso. Se le nublan los ojos y un par de lágrimas bajan por sus mejillas trigueñas y abundantes. Magdalena es pequeñita. Sus palabras fluidas las recuperó en diversos talleres y charlas. Hace varios años era callada y pusilánime. Con el tiempo volvieron los cantos y las sonrisas, también la valentía para describir sin interrumpir el dolor que siempre le ha generado la misma pregunta: ¿por qué a él?
—A mí me quitaron una parte muy grande de mí. Tres años y medio viví con Aurelio. ¡Me enamoré de él y aún mi amor sigue vivo!
Llora con la complicidad del pueblo. Argelia es silenciosa, como el llanto de Magdalena y las lágrimas que se deslizan por su cara antes de ser barridas por sus manos. En la sala, desde donde habla, entran y salen sus hijas que llegaron del colegio. Ella las mira y les lanza una sonrisa como para no alarmarlas. Permite que se sienten a su alrededor para escuchar su relato y a cada instante les pasa la mano por sus cabezas.
Cruza la pierna derecha sobre la izquierda y se sienta de lado en el sofá. Contempla la fotografía de Aurelio en la pared conteniendo el llanto. Su gesto muestra un lamento profundo, una queja, un reclamo, “Aurelio, Aurelio…”.
Pero no fue suficiente con la muerte de su esposo. Cuenta que el estigma continuó con ella y su familia. Transcurrió un año. Una noche, sobre las nueve, unos milicianos llegaron por ella y su cuñada embarazada. Entonces Magdalena no se explica por qué le sucedió. Grande fue la incertidumbre y la turbación, el miedo a morir, a ser arrancada de su casa como Aurelio sin poder despedirse de sus hijas, de su mamá, de su familia. Temía eso, no poder decirles adiós, así no entendiera la razón de esos hombres que cumplían órdenes y se la llevaban calle arriba, en donde las casas parecen dibujos de escuela, con las calles trazadas con escuadra y las fachadas pintadas de múltiples colores.
Las llevaron entre las calles empinadas camino a la entrada del pueblo. Una mujer aseguró que Magdalena había ayudado a escapar a su hija, a quien le tenían las FARC prohibido salir de Argelia, para encontrarse con su esposo, desertor de esa guerrilla.
Claro que había hablado con esa muchacha, admite, pero nunca de huir, tan sólo de lo que sucedía en el sector, de temas cotidianos. Pero claro, las FARC tenían que encontrar un culpable.
Magdalena abre sus ojos con indignación, como esperando que le dé una explicación a una marca que ha buscado en su cuerpo y no ha hallado.
—Son cosas que a uno lo dejan traumatizado para toda la vida. El temor no se le quita a uno –hace una pausa– es la incertidumbre. A estas alturas uno no tiene lágrimas para derramar, pero tiene muchos callos en el alma.
Esa noche las insultaron, les pegaron y a cada instante pusieron balas en sus oídos para luego restregárselas. Magdalena utiliza el dedo índice de su mano derecha y lo introduce en el oído, como dibujando ese instante, esa tortura lenta y desgastante. Luego de estar en La Gruta, en la salida del pueblo, las llevaron amarradas hasta un potrero. Antes de cruzar un alambrado la desamarraron.
Sin embargo, al pasar, la empujaron y le rasgaron un seno. Magdalena baja un poco la camisilla roja que viste para mostrar la cicatriz clara y brillante de poco más de dos centímetros que quedó en su pecho. Repone su prenda y se devuelve al silencio de esa noche.
El páramo desparramó sus aguas durante esas largas horas. No supo si el temblor de su cuerpo aquella noche era producido por el miedo o por el frío que sopló entre esas montañas. A las tres de la madrugada las dejaron ir para la casa sin comprobar que había ayudado a escapar la muchacha de Argelia.
—Y no comprobaron nada.
Nuevos visitantes
En el año 2002 el Frente José Luis Zuluaga de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio llegó al pueblo y desplazó a la guerrilla con la ayuda del Ejército y la Policía. Fue uno de los coletazos de la guerra en el Oriente antioqueño. El jefe era El Orejón, un hombre que vestía de civil y que en Argelia recuerdan como vengativo y malvado.
Con la entrada del grupo armado, muchos de los pobladores creyeron que tendrían tranquilidad y no seguirían cayendo más argelinos. No suficiente con el daño que habían sufrido de las FARC, Kataleya y Magdalena debieron soportar otra época de miedo entre los años 2002 y 2005, mientras el grupo paramilitar hizo presencia en el municipio.
Kataleya era una adolescente. Caminaba dos horas diarias, tiempo que le tomaba ir al colegio y regresar a casa.
—Por el hecho de saber que la guerrilla iba a mi casa me la montaron –recuerda mientras se mece en una hamaca militar en compañía de una amiga, sin ella a su lado no sería capaz de contarle su historia a un desconocido.
Vive en una casa con puerta y zócalos verdes frente a una fonda con piscina. Es madre de dos hijos, Juan de cinco y Martín de dos años. “A Juan le dieron cargo de lora, porque habla mucho”, afirma. Es un niño rollizo, de piel trigueña y palabras abundantes.
Martín es pálido y de cabello castaño. Sufre de asma, la gran preocupación de Kataleya. Como no tiene un empleo fijo y los padres de sus hijos no responden por ellos, debe asumir sola la responsabilidad. Cuando hay verano arregla las uñas ajenas con frecuencia, aunque el invierno estanca su trabajo y llega el desespero.
Juan se para en la puerta que lleva al patio y se presenta; a continuación hace una serie de preguntas de rutina, como si fuera el guardián de su mamá: “¿Usted quién es? ¿Qué escribe? ¿De dónde viene? ¿Para qué escribe?”.
—Juan, vaya para donde la tía –le dice Kataleya con mirada seria, dando una orden. A quien llama la tía es una amiga de toda la vida que hace pocos meses llegó de Cali, la tercera ciudad del país, huyendo del fracaso de una relación amorosa.
—¿Quiere que lo dibuje? ¡Yo sé dibujar! –pregunta el niño, ignorando las palabras de su mamá. Ésta vuelve y lo mira con enojo, pues no quiere que escuche su historia.
—Vaya pues mi amor.
Entonces Kataleya retoma su relato. Un domingo del año 2002 El Orejón hizo hostigamientos en todo el pueblo. En las entradas y salidas los campesinos fueron detenidos e interrogados. Cuando la adolescente bajaba con una tía de su casa, el tipo se le acercó y la detuvo.
—¡Usted es guerrillera! ¡Quítese la camiseta! –Kataleya se llenó de temor y recordó la mañana de 1998.
—¡Que se quite la blusa! –le ordenó de nuevo–. Vea las marcas que tiene, ¡usted es guerrillera! –aseguró mientras observaba los hombros lastimados por la carga que traía en su bolso desde la vereda.
—¡Muéstreme las manos! –tenía sus manos lastimadas de trabajar en la finca–. Y vea, tiene el cabello largo como todas las guerrilleras.
En ese instante El Orejón se alejó de Kataleya y la tía aprovechó para hablar unos segundos con su sobrina.
—Mija, ¿qué le va a pasar?
—Hágale tía, váyase, estén pendientes.
A la muchacha la amarraron durante toda la mañana. El Orejón solo necesitaba una prueba para sentenciar a la muchacha. Por el camino que lleva a la vereda subía Carmenza, una de las vecinas.
Kataleya le dijo al jefe paramilitar que la señora la conocía y que le preguntara si ella tenía algo que ver con la guerrilla. Entonces la detuvieron. Kataleya recuerda que estaba nerviosa. ¿Quién no le tenía miedo a los paramilitares?
—Yo sólo la vi cuando la guerrilla se mantenía en El Zancudo –dijo apurada la señora, tratando de salvar su pellejo así la suerte de la niña fuera como la de tantos que reposaban en lo alto del pueblo, esparcidos en el fondo de la tierra negra sin cruces ni señales de que allá fueron a parar sus cuerpos.
—¡Carmenza, usted me conoce!
—¡Hija, no, no!
—¡Usted me conoce! –le volvió a gritar desesperada.
El Orejón, convencido, decidió caminar hacia Divisiones con la muchacha, cerca de la entrada del pueblo, y llevarla entre las faldas en donde tenía varias fosas. Estaba convencida de que iba a morir, rememora. Mientras caminaban con ella, un soldado se acercó al jefe paramilitar y le dijo: “¡Oiga, para dónde la llevan si ella es mi novia!”.
—Gracias a él me soltaron. Tiempo después él fue mi primer novio. Me soltaron, pero siguieron encima de mí. Iban al colegio a mirar si sí estudiaba allá.
Kataleya estira sus piernas delgadas en el piso de cemento para impulsarse en su hamaca verde. En los últimos días ha estado enferma y eso explica que por más que haya maquillado su cara no se borre la palidez de la semana. Hace pocos meses decidió denunciar lo que le sucedió y dejó a un lado el miedo al qué dirán y la vergüenza que podría sentir cuando alguien le hablara de esos sucesos.
—Luego de soltarme fue cuando mataron a Lucila –agrega Kataleya con sus labios diminutos, arropados por algunos cabellos que caen de su frente.
El 26 de noviembre del año 2002 los paramilitares, antes del amanecer, se llevaron a las hermanas Liliana y Lucila González Cardona del Hogar Juvenil Campesino. La muerte de las dos jóvenes es uno de los pocos procesos que la Fiscalía le abrió al jefe paramilitar MacGyver.
Ese día Kataleya y cuatro de sus amigas sentían que El Orejón las perseguía. Entre los estudiantes creció el rumor de que habían encontrado a las dos adolescentes. De inmediato se alegraron, aunque la emoción se diluyó cuando los profesores las citaron en el colegio y les dijeron que las habían hallado muertas en la cancha de fútbol, a 50 metros del cementerio. Recuerda que las torturaron y las violaron.
—Lucila era una persona intachable, muy estudiosa, tenía unos valores espectaculares –recuerda a su compañera–. Era una morena muy bonita, de cabello largo, le gustaba mucho escribir y se desenvolvía muy bien haciéndolo. El día del entierro leyeron algo de lo que escribía en su diario.
Durante el sepelio, El Orejón miraba a Kataleya y sus cuatro amigas en la iglesia. Les hacía señas de que las próximas serían ellas. Una de las jóvenes cayó desmayada por la presión en la que se hallaban. Aunque el soldado la había salvado de morir, el jefe paramilitar buscaba una excusa para desaparecerla, dice Kataleya, y una expresión de tristeza cruza por su cara delgada. Su amiga la observa y lleva su mano hasta su pierna derecha como acompañándola.
—Todas nos salimos de estudiar, por la misma presión de ellos. Yo estaba en séptimo. Lo que más quería era estudiar, pero no pude terminar el colegio. Hace un año volví a retomar el bachillerato pero me tuve que salir porque tengo dos hijos y soy madre soltera. En todos lados lo mínimo que piden es que uno haya terminado el colegio y yo no lo pude concluir por la guerra.
Aquel día del entierro –recuerda Kataleya–, llena de miedo, no quiso quedarse en Argelia. A las seis de la tarde se fue caminando para la vereda. Era peligroso pero aún así prefería estar en su casa y no en el pueblo en donde se sentía perseguida, observada. Levanta las cejas y expande sus ojos expresando el horror que sentía. Junta las manos sobre sus piernas delgadas y habla con seriedad.
—Ese día fue muy horrible. Vivía en Los Tanques, en medio de matas de café. Fue horrible porque sentía que me iban a coger durante esa hora de camino. Mi mamá no se dio cuenta cuando llegué, pero toda la noche anduvieron rondando en la casa, yo creo que no estaban seguros de que estuviera allá.
Poco después, su abuela la llamó de Medellín y le pidió que se fuera de Argelia. Se fue varios años para la capital, trabajó administrando bares en Rionegro, La Ceja, El Retiro y Marinilla. Estando lejos del pueblo podría sentirse mejor, lejos de su tragedia.
Al parecer, asegura, se siente mejor en Argelia así todos los días recuerde el afán de sus pasos huyendo de las armas y la voz de la muerte susurrándole a sus espaldas. Hace pocos años volvió. Vivía bien afuera, pero se siente mejor en su tierra de niebla, en donde tiene sus amigas y la esperanza de que su suerte en cualquier momento le puede salir al encuentro.
Perdido entre las montañas
Tanto la guerrilla como los paramilitares dejaron una marca imborrable en Kataleya y Magdalena. La huella de la violencia la guardan en su interior, mientras las calles y viviendas del pueblo esconden los años del miedo.
Las cimas de las montañas que circundan permanecen inmaculadas todo el día. Ni el silbido helado que sopla entre sus calles y cafetales se manchó por la sangre que derramaron las balas. Después de tantas muertes, Magdalena creyó que la matanza de los suyos muy pronto acabaría. Se equivocó.
El padre de su primera hija, Bernardo, apareció un buen día en casa después de tantos años de abandono. Le dijo que quería responder por Isabel, recuperar el tiempo perdido y retomar la relación sentimental. Ella se negó. Si su deseo era cumplir con su papel de padre, le explicó que bien podía hacerlo, mas no que contara con su amor porque había muerto.
Magdalena se expresa intentando hallar una respuesta para todos los acontecimientos. En vez de afirmaciones y relatos, sus palabras parecen llenas de signos de interrogación. Escarba en su memoria sin resultados y su voz se encierra en la sala iluminada por tejas plásticas que dejan cruzar la luz de la fría tarde.
—Él se fue, prestó servicio militar y no le importó dejarnos solas –afirma, como señalándole el error.
Entonces vuelve a las fechas exactas de los acontecimientos. Los cumpleaños de sus hijas están igual de presentes que los sucesos fatales. La última vez que lo vio fue el 27 de diciembre del 2002. Levanta uno de sus brazos trigueños y apunta con un dedo una fotografía enmarcada colgada en la pared. Es él, de mirada parca y ojos silenciosos. Parece verlo nuevamente como el día en el que llegó preguntando por su hija por última vez.
—Me dijo: “Llame a Isabel que le voy a pedir una cosita”. La niña salió y él sacó dos foticos: “Mami, ¿cuál quiere?”. La niña escogió esa que está en ese cuadro porque la mandamos a ampliar –narra la mujer, mientras sus hijas la rodean y escuchan la historia.
Entonces dialogaron un poco. Vuelve a narrar con afán intentando cruzar sin detalles el fin de año lleno de abrazos de consolación, y no de buenos deseos.
—Tengo ganas de irme, por ahí me dijeron que si no me voy me matan esta noche.
—¡Váyase! ¿Cómo no va a ser mejor lejos que muerto? –le aseveró temerosa.
—Me dijeron que tenía hasta las nueve de la noche.
—Pero, ¿por qué no se va?
—Estoy esperando una plata para poderme ir.
—¿Y por qué no le dice a un chofer del bus que le lleve esa plata y usted se va?
—¡En fin! Voy a ver –bajó las escaleras de la casa y se fue.
Al día siguiente, el 28 de diciembre, una vecina se acercó a Magdalena.
—Acabaron de pasar con Bernardo –le aseguró la mujer.
Otra vez, pensaba, salir a las calles a recoger una parte de ella, el padre de su primera hija y de quien se enamoró siendo adolescente. Otra vez la zozobra, de nuevo las armas, de regreso el dolor. Mira a Isabel, quien ya sabe la historia de su padre, y continúa forzando ese instante en su memoria.
—¿Quién? –le preguntó a la vecina.
—Pasaron ellos, con él amarrado.
—¿Por dónde?
Magdalena corrió entre las calles buscando al papá de Isabel. Dicen que lo llevaron amarrado. Vestía una camiseta azul y una sudadera roja. De la casa lo arrastraron por el cementerio, el potrero y la escuela hasta que aparecieron por el sector Divisiones, en donde las autodefensas tenían sus fosas comunes. Un muchacho le dijo que había visto que pasaron con él. Entonces Magdalena levanta los brazos manoteando el aire y los deja caer, generando con su gesto un signo de interrogación.
—Las autodefensas tenían por allá una casa. Y uno, ¿con qué cara va a preguntarles? –dice–. No sé para dónde se lo llevaron, eso sucedió entre las siete y las ocho de la noche. Han pasado diez años y no hemos encontrado su cuerpo para darle cristiana sepultura.
Como si fuera poco, murmura, con la incertidumbre de no hallarlo, se encuentra al día siguiente la voz de dos hombres armados hablando en una de las esquinas.
—El Ejército y los paramilitares vivían amangualados. Los paras la iban muy bien con el Ejército y entre los dos hicieron sus fechorías en Argelia. Bueno, y escuché que uno de ellos dijo: “Ya desaparecieron a Bernardo. Anoche le hicimos la vuelta”.
No olvidar
El Frente José Luis Zuluaga, comandado por MacGyver, es uno de los grupos paramilitares que más muertes ha dejado en Colombia. De acuerdo con el Sistema de Información de Justicia y Paz (SIJYP), tienen un registro de 7.245 víctimas en municipios de Antioquia como La Ceja, La Unión, El Carmen de Viboral, Nariño, Sonsón y Argelia.
—Las secuelas más grandes que nos dejaron fue el miedo y el temor de que las cosas se vuelvan a repetir, de que se vayan más inocentes y todo vuelva a pasar. Hoy hay muchos niños huérfanos, madres solteras: y ese es el miedo. Le he rogado mucho a Dios que mis hijas puedan vivir en paz, disfrutar en armonía, que no vean morir tanta gente. Me gustaría que crecieran en un mundo donde no se escuchen bombas y sí el canto de los niños –dice Magdalena.
Desde la década de los ochenta se tienen registros de desplazamiento en Argelia. A partir del año 1999 se agudizó la huida del pueblo. La Asociación de víctimas de la violencia Caminos de la Esperanza, de Argelia, tiene un registro de 14.769 desplazados en las últimas décadas. Aunque muchas familias han regresado, muchos de quienes abandonaron con soberbia el pueblo no regresaron a esta zona del páramo. Para Róbinson de Jesús Arango López, no sólo se deben recordar los muertos que dejó la violencia, sino la cantidad de jóvenes que se involucraron con los grupos armados y que, con el poder de sus armas, asesinaron a vecinos, amigos y conocidos, por razones ilógicas.
—Conocí más de cien amigos con los que viví en la vereda, que se fueron para la guerrilla. Eso era una moda –dice este líder de la Asociación de Víctimas.
Desde hace ocho años se involucró con el movimiento y dos de ellos los ha liderado como presidente. En la actualidad, el movimiento de víctimas de Argelia cuenta con cerca de 300 personas.
En un momento alcanzaron a participar más de 600. Luego de recibir indemnización del Estado como víctimas de la violencia, la mitad se hizo a un lado. De ese grupo 104 tenían familiares asesinados, 10 fueron víctimas de violaciones sexuales, 32 desaparecidos, 22 afectados por minas antipersonal y 390 desplazados.
No obstante, muchas de las víctimas de la violencia en Argelia han callado su tragedia. Kataleya, por ejemplo, alzó su voz casi tres lustros después.
Róbinson aparenta ser tímido, es fornido y de pocas palabras. Hablo con él en la oficina que tiene en la alcaldía municipal. En ella hay un televisor que no funciona y un estante con algunos libros. Dice que la huella de la violencia es imborrable en la memoria de los argelinos.
—La marca que han dejado los grupos armados es pobreza, mucho deterioro del tejido social. Por esos hechos violentos dejaron viudos, viudas, huérfanos –explica, mientras busca en su computador fotografías de actividades que han realizado con las víctimas.
Para Kataleya, Magdalena y Róbinson fue más sangrienta la presencia de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, pues uno de los métodos de este grupo fue la tortura, sembrando más temor entre la gente. Al padrastro de Kataleya lo asesinaron en la carretera que lleva de Argelia a Sonsón. Lo bajaron del bus, le arrancaron las uñas, le cortaron la lengua y le cercenaron el pene.
Muchas muertes dejaron las FARC tras su paso, tal vez más que los paramilitares, sin embargo entre sus métodos no recuerdan las torturas que observaron luego.
Róbinson explica que la población está recuperando la confianza en el Ejército y la Policía, luego de que durante muchos años en Argelia no supieran a quién atribuirle los crímenes, porque tanto la fuerza pública como el grupo armado trabajaban en connivencia.
—Las autodefensas también utilizaban los carros del municipio para transportar sus víctimas –dice con desazón–. A Libardo Arango Ramírez lo cogieron y lo amarraron en el Alto El Roble.
Lo empacaron vivo en una bolsa y se lo llevaron en la volqueta del municipio. Lo tuvieron tres días encerrado. La población intercedió. Se tuvieron que mover fichas políticas y lo liberaron, aunque le dieron media hora para salir de Argelia.
Para Kataleya también se hace imborrable la historia de Gabriel, un campesino joven y dedicado a la tierra.
—Una vez lo venían siguiendo los paramilitares y bajó corriendo y se metió a la estación de Policía. La Policía lo sacó y se lo entregó a los paramilitares. Era un campesino, nunca se vio en malos vicios. ¡Era todo bonito! Fue pidiendo ayuda en las casas y la gente le cerraba las puertas. A Gabriel le quitaron los zapatos, lo amarraron y lo arrastraron de los pies por todo el pueblo hasta Divisiones. ¡Eso fue horrible! –narra con el ceño fruncido–. Estaba todo morado mientras lo subieron arrastrando. Y arriba le dieron un tiro de gracia. A raíz de eso la mamá murió de cáncer. ¡Yo me puse que no soy capaz de llorar ya!
Magdalena es madre de cuatro hijas. En varias ocasiones los grupos armados la expulsaron del pueblo, aunque regresó porque no podía vivir lejos de Argelia. Kataleya, por su parte, también huyó del municipio y años después retornó. Vive con una amiga y sus dos hijos. Sueña con terminar el colegio y continuar estudiando. Trabaja como subempleada arreglando uñas, planchando cabellos y atendiendo en una discoteca, mientras cada día se pregunta con qué dinero pagará el arriendo y los servicios de la vivienda que habita. Cree que todo estará mejor, mientras los rumores que llegan de las veredas con nuevos grupos armados no vuelvan a repetir la tragedia que debió afrontar Argelia, un pueblo inmerso en el páramo y circundado por la niebla.
Este reportaje fue incluido en el libro Con el miedo esculpido en la piel. Crónicas de la violencia en el corregimiento La Danta, proyecto ganador de la primera convocatoria de estímulos al talento creativo, Antioquia, 2012, publicado por Hombre Nuevo editores en 2013.
Juan Camilo Gallego Castro (Guarne, Colombia, 1987) es periodista de la Universidad de Antioquia. Autor del libro Con el miedo esculpido en la piel. Crónicas de la violencia en el corregimiento La Danta (2013), es especialista en derechos humanos y derecho internacional humanitario de la Universidad de Antioquia y estudiante de una maestría en Ciencia Política. En FronteraD ha publicado José, ‘Carepulido’, el cuarto rey de los feos de Colombia.