Galaxias de proyectiles de azufre, potasio y demás elementos de la tabla periódica arrasan la calma negra del cielo nocturno sobre el Hudson. Es 4 de julio y pavesas tímidas se posan sobre el pelo brillante de los niños a caballito de sus padres o se confunden en el gris de los viejos. El pueblo invade las orillas del gran río y grita cuando la explosión multicolor es especialmente explosiva o multicoloreada. Los chinos, tan poco dados a sentimentalismos a simple vista, inventaron una jodida máquina de arrancar recuerdos a simple vista.
Mi compañero de aventuras nocturnas, Giacomo, da en el clavo como es habitual en él, con un desapasionado “Good bye, America”. Giacomo se irá mañana a su Suiza natal –ya lo ha hecho, pero el tiempo verbal mentiroso ayuda a ambientar la
historia- y América, enredada en su laberinto imperial, va desapareciendo un poco cada día en sus contradicciones cotidianas y sus guerras sin fin contra todo. En el reverso de la Historia, es decir, en el olvido, quedará que Giaco y yo caminamos este pedazo tan poco americano de la América moribunda, como perros callejeros hambrientos a la luz de muchas lunas llenas.
Giaco se ha ido y, como le dije medio en broma, la Estatua de la Libertad suelta una lágrima cuando un neoyorquino de verdad, es decir un emigrante, se va de la ciudad con menos indígenas por metro cuadrado. La escuela de la calle aquí es universidad.
De viaje en metro hacia el Lower East Side, hacia el último homenaje al barrio que nos hizo, un tipo bajito con camiseta imperio y pelo ligeramente engominado se ve empujado por las circunstancias a compartir mi espacio vital. Saca un fajo de billetes de cien dólares y empieza a contarlos. Tiene complexión de perro de presa y me siento como un cristiano enclenque en el Coliseo ante una manada de leones africanos. Empezamos a hablar, le preguntó de dónde es y me dice que es nuyorican –nacido en Nueva York, de origen puertorriqueño-. Se parece mucho a Jerry González, otro nuyorican ilustre al que entrevisté una vez antes de un concierto en el Paralelo de Barcelona. Qué tipo, Jerry. De hecho, ahora que lo escribo, me he visto obligado a poner una de las baladas de Jerry y su Fort Apache Band –en honor a una comisaría del Bronx tomada y rebautizada por el pueblo sublevado- llamada ‘Ugly Beauty’ –Belleza fea- y que me sirve para seguir hablando de este hombre que está de pie junto a mí con su aspecto de armadillo apaciguado.
Me dice que quiere ir a España y que quiere rentar un coche. Lleva una estampita de la Virgen colgada al cuello, un pendiente de oro y una cicatriz en el hombro que le baja por el brazo y parece una serpiente venenosa. Me lo imagino en España, en mi pueblo, por ejemplo, de burdel en burdel, a la vuelta de la esquina de un problema mortal. Por un instante, pienso en las cosas que este hombre tan simpático y amable que me pregunta por España habrá hecho para sobrevivir en esta ciudad. Si él se llevó la cicatriz, ¿qué se llevó el otro? ¿Un plomo, una cuarta de acero como diría Pérez-Reverte? No es fácil.
Seguimos hablando de España y de Nueva York. Sus ojos tienen una textura metálica y cuando sonríe, un temblor bronco sale por entre unas mejillas hundidas hasta la muela. Me iría al fin del mundo con él, pero si pudiera, le daría esquinazo por el camino. O no, quién sabe. Estos tipos tan tranquilos con camiseta imperio son auténticas máquinas de pelar gatos al menor desliz y son los que, según caiga la moneda del destino, pueden quitarte o salvarte la vida en un puerto marsellés o tailandés.
Le doy la mano por entre los viajeros histéricos que escupe el vagón y me dice “Nos vemos, negro”. Siento un vínculo muy fuerte con él, pero no sé qué es, ni en qué oscuro callejón nos volveremos a encontrar.