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Mientras tantoFuera del guion

Fuera del guion


Nunca me siento más yo que cuando dejo de serlo y me abandono a la manera de los personajes de Faulkner, en el morbo de un whisky a destiempo. La embriaguez del tercer trago me transforma en otra mujer, mucho más guerrera. Ya no pienso si mi falda luce lo bastante corta, ni si mis modales son los adecuados para una noche con sabor a olvido. Soy capaz de soltar una risotada gruesa a lo Janes Joplin, vestirme de negro y aceptar preguntas incómodas saliéndome del guion, incluso puedo mandar a la mierda lo que me estorba, sin pensar en esos estúpidos caprichos del destino, porque es entonces, y aunque a trompicones, cuando me siento más dueña de mí.

Intento, eso sí, relegar mis papeles y mis pretensiones románticas a un par de renglones, y una vez lo consigo, los guardo en esos cajones de mi memoria junto con los calcetines desparejados y vuelvo a reírme del mismo modo que Capote lo hacía mientras llamaba «cariño» a sus amantes, esos que lo acompañaban en sus cruceros de verano, y le hacían sentirse el mejor escritor del mundo.

Mientras pongo orden a tantos desvaríos, tiro la llave por la ventana de aquellos recuerdos que me robaron el alma, incluidos esos vestidos de fin de año, de suave terciopelo que nunca me puse por demasiado extravagantes. Nostalgia apolillada de tiempos adolescentes que creí mejores y que ahora, tarde ya, vuelan por los aires convertidos en un trofeo para el recuerdo.

Una tarea a la que me entrego como si así pudiera resarcirme de un pasado en el que la resignación y las noches de invierno se dan la mano, sin importar otra cosa que sublevarme a mi manera, escondida de todos y de nadie. No en vano, si por algo me he caracterizado desde pequeña es por mi naturaleza ingenua, nada que ver con esas personalidades rebeldes de mi colegio de monjas, que a los trece años rompían crucifijos hechos con pinzas para la ropa y se pasaban los recreos asustando a las niñas pequeñas robándoles sus meriendas, o aquellos otros que se mataban a pajas mientras yo jugaba al escondite. Si acaso me quejaba no sin motivo cuando mi madre me ponía aquellos jerséis de cuello vuelto y de lanilla que no me dejaban respirar y encima me picaban, o cuando Sor Presentación me castigaba sin postre en el comedor por negarme a terminar las acelgas.

Desde el rincón de pensar, furiosa por dentro, resignada por fuera, hubiera sido capaz de prenderle fuego al colegio sin coger una cerilla. Renunciar a mis juegos de niña con tal de ser ya mayor. Y vivir las mismas historias que entonces escribía en mi libreta, una suerte de Tintín con trenzas, pero desde un periódico de gran tirada, y desperezarme cada mañana sin tener que inventar dolores de tripa cuyos síntomas se ampliaban cuando llegaban las clases de judo y mi padre me llevaba a rastras, impasible a mis lloros. Era tan ingenua que pensaba que cumplir años y falsificar las notas era el único modo de ir contracorriente y convertirme en líder de mi propia revolución. Nadie entendía, ni siquiera yo, que en el fondo tiene que haber momentos de reposo, momentos en que resultar verdadero se reduce al mínimo número de gestos posible, que la vida es demasiado tediosa de por sí para complicarla sin necesidad, con estúpidos cortes de mangas y mentiras descaradas.

Ahora, cual eterna Peter Pan, ya instalada en la crisis de los… uff, mejor no quieran saberlo, desorientada y con el cosquilleo de la claudicación adulta, pienso que los años me están pasando factura. Ya no me hace falta inventar excusas para no salir de la cama y comer esas acelgas que tanto odio. Sin un trabajo fijo, miro a mi alrededor, y como en esas fiestas de barra libre, en que lo único que importa es no acordarte de con quién acabas la noche, solo me queda el recuerdo de la resaca y esas ganas de darle una patada al mundo desde las páginas de este blog. Porque como decía Ray Loriga, con un whisky o sin él, al final todos hablamos de lo mismo: o sea de nada.

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