El Amazonas no es un río y la Amazonía no es una región. Quizá sea un planeta dentro de este planeta y una red de arterias de vida dentro de este cuerpo maltrecho al que nos empeñamos en maltratar cada día. Quizá sea eso, no más. O quizá sea el principio del fin o la clave para salvar a las generaciones futuras. O todo. Quizá sea todo eso y más.
Lo que es seguro es que las cuentas de la Amazonía no salen. El 80% de la deforestación de la Amazonía se debe a la producción de alimentos. Las vacas, las dichosas vacas, son uno de los negocios más ruinosos, con un margen de rentabilidad que apenas roza el 5% pero ahí siguen, pastando y empujando la frontera del desastre. Los monocultivos, soja especialmente, son otra de las terribles razones de la pérdida de bosque tropical y la paradoja es que esa soja no es en su mayoría para alimentar humanos sino, una vez más, para alimentar vacas, las europeas y las chinas: comilonas bestias que terminan en las hamburgueserías o restaurantes donde departe la sociedad bien informada y asentada en la doble moral del primer mundo.
En la economía de Brasil, el gigante imperialista del emperador Lula, la ecuación amazónica es aún más ridícula porque esta cuenca productora de alimentos en proporciones pantagruélicas importa el 70% de la comida que sus habitantes consumen. Del agitado puerto de Manaos salen decenas de grandes barcos que cargan comida industrial pero también vegetales y café y leche para alimentar a las poblaciones del interior del río. Allá, cada vez se produce menos, acá cada vez se devora más. Y un dato más: lo que se produce en el Amazonas brasileño supone solo el 8% del PIB nacional pero llega a liberar el 65% de los gases invernadero atribuibles a Brasil. ¿Lo entienden? Yo no
Los que o entienden muy bien son Mesias, o Erikson, o Genet, estos campesinos y campesinas que llevan su lucha particular por demostrar que las cosas se pueden hacer de otra manera. En un lugar remoto, en el río Urubú, afluente del río Paraná que alimenta el Amazonas, un grupo de colonos han decidio cambiar vacas por abejas locales, han dejado de cortar y quemar para hacer las rotaciones de cultivos, se han apuntado a las técnicas de la permacultura y forman a los jóvenes en agroecología y liderazgo para que no agranden las listas de emigrantes a la ciudad que terminan trabajando por una miseria y muriendo en la misma. Muestran sus buenos resultados con orgullo y hablan de la «floresta» (selva) como quien se refiere a su madre.
También entienden la contradicción Carlos Miller y Ali Sharif, optimistas y entusiastas en la búsqueda de modelos de vida que estiren el plazo de vida para esta especie suicida. Buscan rescatar algunas de las formas de producción alimentaria de los indígenas que habitaron estas cuencas antes de la llegada de los conquistadores. Eran muchos y lograron generar sistemas sostenibles. Solo donde hoy está la ciudad amazónica de Santarem, se calcula que había un asentamiento indígena que era más grande que el Lisboa o el Madrid de la época. Las técnicas de acuicultura, la «fabricación» de la terra preta fértil y rica en nutrientes, o la forma de cultivos indígenas pueden ser la salvación para los pequeños productores de la región.
Todos estos últimos apuntados a la batalla de mudar las cosas. Charles Clement, una de las autoridades más reconocidas en temas amazónicos es bastante más pesimista. «No hay nada que hacer. No hay forma de parar la deforestación del Amazonas… no hay nada que hacer si no cambiamos el sistema global de consumo». Clement cree que la humanidad no se da cuenta de que tiene que renunciar a este nivel de vida voraz si quiere perdurar y vaticina el colapso de la especie, al menos tal y como la conocemos. Clement cree que los que vamos a tener problemas somos los bípedos humanos de ciudad. «Los indígenas nómadas y los pequeños agricultores sobrevivirán al desastre».
Acá, en el pulmón y la sangre del Planeta (el 15% del agua dulce de la Tierra está acá), las cosas se ven diferentes. Por un lado, el milagro de la diversidad biológica y humana concentrado en este verde que son millones; por el otro lado, la dramática evidencia de la brutalidad humana, de la estupidez elevada al cubo de cada una de las personas que habita el mundo «desarrollado» y de consumo.
Prometo, algún día, evolucionar a animal común y silvestre. Parece una vida peligrosa pero, al menos, no es suicida.