El 31 de agosto de 1946, la revista The New Yorker sacaba un número muy especial. La portada consistía únicamente en un dibujo de estilo primitivista que representaba un parque urbano con gente divirtiéndose. No había ningún adelanto del contenido, sólo el logo de la publicación, la fecha y el precio: 15 centavos.
Horas después del lanzamiento -que tuvo una tirada aproximada de 300.000 copias-, todos los ejemplares se agotaron. Los precios de reventa en la calle alcanzaban los veinte dólares. Las revistas de crítica lo reseñaban como si se tratase de un libro. Emisoras de radio leían para sus oyentes el contenido íntegro.
Ese 31 de agosto de 1946, una única historia ocupó toda la extensión del New Yorker, con la única excepción de la programación del teatro de la semana en Nueva York. La historia de seis supervivientes al bombardeo de Hiroshima, apenas un año después de que el Enola Gay lanzara la bomba atómica sobre el centro de la ciudad japonesa. El artífice: John Hersey, un periodista estadounidense nacido en China, corresponsal de guerra de la revista Time y colaborador del New Yorker.
Sesenta y cinco años después, Japón ha vuelto a llenar portadas. Un terremoto, un tsunami y una crisis nuclear han sido suficientes para que el primer ministro, Naoto Kan, hablase de la peor crisis nipona desde la Segunda Guerra Mundial. Una crisis que, aún vista en caliente, parece haber tenido un final menos amargo. No solo por la envergadura sino porque en esta ocasión no se ha tratado de un acto de guerra deliberado. De momento, los recuentos hablan de 10.019 muertos y de más 17.500 desaparecidos -las bombas de Hiroshima y Nagasaki dejaron unos 220.000 fallecidos-. Además, Japón está consiguiendo enfriar las centrales y recuperarse del alarmista “apocalipsis nuclear”. Con los supervivientes de Hiroshima en 1945 como ejemplo extremo de su historia reciente.
El pasado 17 de marzo, seis días después del terremoto, 28 españoles residentes en Japón difundían por la red una carta abierta los medios de comunicación españoles, criticando su “sensacionalismo” y pidiendo que informasen solo con datos contrastados: “Multitud de medios están transmitiendo una situación de inseguridad que no se corresponde con la realidad en ciudades como Tokio”, escribieron. Una reacción ante la inquietud de sus familiares en España, que eran sometidos a la avalancha de titulares catastrofistas que desplegó la prensa ante la crisis nuclear.
Una pequeña selección entre los grandes diarios nacionales de España durante la semana posterior al tsunami: “La pesadilla nuclear se extiende”, “Pánico nuclear”, “La radiactividad crece, los extranjeros huyen”, “Éxodo en Tokio”, “Lucha agónica en Japón”, “Fukushima está fuera de control”, “Radiactividad fuera de control”, “Angustia nuclear”, “¿Apocalipsis ahora?”.
La cronología que siguieron las portadas fue exactamente la misma: el lunes, la crisis nuclear y las comparaciones del primer ministro con la Segunda Guerra Mundial. El martes, las primeras fugas importantes de gas radiactivo. El miércoles, las palabras del comisario europeo para la Energía, Günther Oettinger, que habló de “apocalipsis”. El jueves, la situación que parecía ir a peor con tres núcleos en peligro de fusión. El viernes se habló de “éxodo” y huida ante la situación. El sábado, Japón desapareció por completo de todas las portadas. Ni un pequeño titular a una columna. Porque resultó que los técnicos y el ejército comenzaron a enfriar los reactores y las expectativas se volvieron optimistas.
En diciembre de 1945 -cuatro meses después de las bombas- William Shawn, editor del New Yorker, se reunió con John Hersey, colaborador habitual. Shawn había analizado la cobertura que los periódicos americanos habían hecho de la tragedia de Hiroshima. El panorama que se encontró fue bastante similar al de los titulares que hemos repasado. Noticias de corte sensacionalista y una polémica encrespada -entonces fue sobre el uso de armamento atómico, hoy es sobre el uso de energía nuclear-. Pero echó de menos las historias de las víctimas. El enfoque humano. Y ahí intervino Hersey: se ofreció para escribir un artículo que cubriera esa carencia.
Casi 65 años después, es difícil entender el éxito del lanzamiento de Hiroshima, que con el tiempo se convirtió en libro y gran referencia periodística. Las historias humanas sobre los grandes conflictos internacionales, habitualmente superficiales, representan en la actualidad un género periodístico más común que entonces. Solo olvidando la relativa facilidad con la que cualquier periodista puede ir hoy a un lugar del mundo y contar historias se puede entender el impacto que provocó John Hersey en su época. Fue un pionero del periodismo humano y de precisión, y su contribución fue impagable: una gran historia sobre una terrible acontecimiento.
Salvando las distancias entre las dos tragedias, lo que cabe preguntarse es si un Fukushima como el Hiroshima de Hersey es hoy posible. Las cosas han cambiado desde los años cuarenta del siglo pasasdo, y las grandes exclusivas están extinguiéndose o mudándose al mundo 2.0 -véase WikiLeaks-. La cantidad de medios existentes, el bombardeo incesante de noticias y el hecho de que haya un dígito menos en la cifra de muertos (sin dejar de lado que en 1945 se trató de la primera -y única- vez que se utilizaban armas atómicas contra objetivos civiles), hacen casi imposible repetir un impacto como el que logró aquel New Yorker del 31 de agosto de 1946. Pero el método de trabajo que siguió Hersey sigue perfectamente vigente para intentar escribir algo de la misma calidad.
En marzo de 1946, Shawn autorizó a Hersey a viajar a Hiroshima e investigar para su reportaje. Le dio un plazo amplio para poder profundizar: hasta agosto, cuando se cumplía el aniversario de la bomba. El periodista norteamericano llegó a Hiroshima en mayo. Durante tres semanas de trabajo intenso entrevistó a los supervivientes y recopiló toda la información que necesitaba. En junio se sentó a escribir.
A principios de agosto, Hersey entregó a Shawn el primer manuscrito, de 151 páginas. La idea original era publicarlo en cuatro entregas sucesivas. Pero Shawn pensó que eso rompería el ritmo de la lectura, así que propuso publicarlo todo de una vez. Harold Ross, el director del New Yorker, aceptó. Durante días, Hersey, Shawn y Ross se encerraron y revisaron el manuscrito cuidadosamente. Mientras, no recibieron llamadas ni atendieron al resto de asuntos inherentes a la publicación de un semanario. Nadie más en la redacción sabía lo que estaban preparando. Aquí flota, de nuevo, el fantasma de WikiLeaks. El método que usaron los periódicos que disponían de la exclusiva fue muy similar. En ambos casos, los editores sacrificaron la actualidad por unos días para apostar por la profundidad.
El número del 31 de agosto del New Yorker tuvo el don de la oportunidad. Estados Unidos aún hacía balance de la guerra y las primeras voces discordantes con el uso de armamento nuclear empezaban a sonar. Es decir, Hiroshima reunió la combinación perfecta: un tema polémico que generaba interés e historias humanas. De Fukushima, la polémica ya existe y puede prolongarse. Las historias están ahí, esperando a ser contadas.
Hiroshima fue una contribución histórica al periodismo, adelantándose dos décadas al desarrollo del Nuevo Periodismo norteamericano. Una corriente que se gestó en los años 60 de la mano de jóvenes periodistas y escritores como Tom Wolfe, Norman Mailer o Truman Capote. Su aportación fue contar historias periodísticas usando recursos propios de la literatura, pero sin apartarse de la realidad.
El New Yorker se mantiene como bastión del Nuevo Periodismo, al que vio nacer y crecer. Sus colaboradores siguen siendo capaces de contar grandes historias que expliquen el mundo que les rodea. Por ejemplo, Lawrence Wright, experto en terrorismo islámico y autor del mejor libro que existe sobre el tema: La torre elevada, combinación de análisis y técnicas narrativas. O Jonathan Franzen, escritor y autor de Freedom, la primera gran novela americana del siglo XXI si hacemos caso a los críticos, que de vez en cuando escribe largas historias en la revista.
Hiroshima, al igual que las grandes novelas, no solo contaba historias humanas, sino que conseguía convertirlas en la encarnación universal de un hecho histórico. Y ese es el reto que hoy con Fukushima se puede recoger.
Hersey narró las historias de seis supervivientes evitando cualquier atisbo de sensacionalismo y sentimentalismo, dos males endémicos del periodismo. La primera frase de su libro es toda una declaración de intenciones: “Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señora Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino”.
El periodista norteamericano entendió que lo que más acercaba al lector a la tragedia de sus personajes no era la sangre que derramaron sus heridas, sino la forma en que su vida cotidiana quedaba patas arriba. Así, del personaje de la señora Toshiko que menciona en el párrafo también cuenta las secuelas físicas que le dejó la bomba. Pero se centra sobre todo en sus secuelas cotidianas, mucho más conmovedoras porque hay pocas cosas tan universales como los problemas del día a día. Se trata de la historia de una costurera cuya máquina de coser queda inutilizada por la explosión, y su lucha por seguir adelante ante su pobreza y su carencia de otras habilidades.
Aunque podemos dudar sobre si hoy existen en Japón muchas señoras Toshiko. La situación de los japoneses en 1946 no es la de hoy. Llegaron al final de la Segunda Guerra Mundial tras décadas de desarrollo imparable. Y cuando pararon -cuando las bombas los obligaron a parar-, miraron atrás para desmitificar sus ídolos. Una de las consecuencias no calculadas de los bombardeos, que Hersey recoge en su reportaje, fue que los japoneses desdivinizaron al emperador Hirohito. Porque, ante la devastación de Hiroshima y Nagasaki, tuvo que anunciar la rendición de Japón y poner fin a la guerra. Se decidió retransmitirla por radio, de modo que todo el pueblo pudo seguirla. Fue la primera vez que los japoneses escuchaban la voz su emperador, y para algunos la experiencia fue traumática. Muchos aviadores y militares japoneses se suicidaron tras el discurso. Pero Japón volvió a comenzar de cero. Sus ciudadanos se fueron olvidando de las ambiciones imperiales y se centraron en intentar vivir mejor.
Seis décadas después, una sociedad japonesa occidentalizada, con un nacionalismo contenido y una alta calidad de vida vuelve a encajar un duro golpe. Está el trauma emocional, aunque el carácter pausado y estoico de los japoneses puede mitigarlo. Es el mismo, por cierto, que ya pintó Hersey: la imagen que describe en Hiroshima de un superviviente caminando avergonzado entre los heridos graves porque él solo tiene una leve cojera todavía dice mucho del carácter japonés. De hecho, algunas crónicas de los corresponsales en Tokio apuntan hacia lo mismo: el pánico y el “éxodo” del que hablaban los titulares ha afectado sobre todo a los extranjeros que viven en Japón. Los mismos que se han sorprendido con la tranquilidad que los japoneses han mostrado: apenas ha habido saqueos, disturbios o tensiones. Los habitantes de Tokio vaciaron los supermercados el día del terremoto. Pero lo hicieron respetando las colas.
Este parece un carácter poco propenso a dejar que los traumas o el dolor se exhiban abiertamente. De hecho, el impacto que mejor puede predecirse para Japón es económico. El desarrollo del Japón pre-Fukushima tiene poco que ver con el del Japón pre-Hiroshima. El país atravesó una grave crisis a principios de los noventa que aún colea. El estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria acabó con uno de los factores del crecimiento nipón. La inversión en las exportaciones de alta tecnología permitió una recuperación hace ocho años, pero quedan restos: un paro del 5,7% -el más alto desde la Segunda Guerra Mundial-, y una deuda pública disparada -un 225% con respecto al PIB, la segunda más elevada del mundo-. El terremoto y sus consecuencias suman nuevas preocupaciones. Las primeras estimaciones evalúan el coste de la reconstrucción en un 3% del PIB, la deuda pública se disparará aún más y se encarecerán la energía y las materias primas.
Más allá de la economía, aún es pronto para saber qué pasará en la sociedad japonesa. Tras Hiroshima, la crisis de Japón terminó convirtiéndose en una crisis moral. Cambiaron muchas cosas en la sociedad japonesa tras las bombas. Y Hersey supo retratarlas. Cuarenta años después, en 1986, el periodista hizo algo poco común en la profesión: rescatar su viejo reportaje y volver a encontrarse con sus protagonistas. Tras esto, añadió un capítulo final sobre cómo habían seguido con sus vidas los seis supervivientes durante tanto tiempo. Un capítulo que completó Hiroshima y reveló los cambios que la sociedad japonesa había experimentado en cuatro décadas. Su apertura al hedonismo, la relajación moral, la modernización de la calidad de vida… También dejó más claros los rasgos que habían permanecido: la dedicación en el trabajo, la capacidad de superación y la humildad. Así, la coda de 1986 hizo a Hiroshima más grande. Pasó de ser un fresco de historias de superación a convertirse en un ambicioso retrato de toda una sociedad. Siempre, eso sí, a través de historias personales, concretas y construidas minuciosamente a partir de pequeños detalles.
La crisis que encaja Japón tras Fukushima no parece tan aguda. Aunque es muy pronto para aventurar si una sociedad que ha visto cómo la naturaleza casi derrota a su desarrollo tecnológico, su riqueza y su alto nivel de vida puede verse empujada a replantearse muchas cosas. Pero sí está claro que hay mucho que contar. Las pequeñas historias de supervivientes de las costas arrasadas por el maremoto o de afectados por la radiación pueden ser miles. Pero seleccionar esas historias y convertirlas en un friso que narre toda la tragedia o incluso cómo queda una sociedad tras ella es un gran reto periodístico. John Hersey necesitó cuarenta años para completarlo.