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Fundamentalistas… y humillados

 

Hace un tiempo que martillea mi cabeza una tesis, una idea que podría pasar por peregrina pero que sin duda puede y debe sofisticarse mucho hasta convertirse en la fundamental conceptualización de un fenómeno, en un instrumento capaz de captar, como la mejor de las herramientas, la realidad social y su evolución. La cosa, básicamente, es la necesidad que tenemos todos de ser reconocidos por nuestros semejantes.

 

No es extraño que le ronde la idea a quien hace poco leyó una tesis sobre Habermas y que, de rebote, tuvo que acercarse, con distancias insalvables ante la superioridad del maestro, a Hegel, sobre todo al Hegel de Mead y al de Honneth.

 

Pero no me ronda simplemente alguna sesuda tesis acerca de la constitución intersubjetiva del yo. Sin duda tengo esto último siempre presente, y creo que, cuando se aprende, se realiza el gran descubrimiento: ése que nos desvela ya para siempre del contumaz ensimismamiento de todo bicho viviente. Es decir, creo que caer en la cuenta de que prácticamente todo lo que somos, y sobre todo lo que empezamos a ser en su día, lo somos en función de la mirada del otro, de los otros, del otro generalizado primero y del otro concreto, con su carne y con sus huesos, después, sin duda nos da un tortazo aristotélico que pone la arrogancia de cada cual en su sitio.

 

No somos grandes sujetos libres y autónomos, que piensan por su cuenta lo que quieren pensar sino seres socializados entre sus pares, que arrastran prejuicios y normas básicas de convivencia, costumbres, sin las cuales difícilmente coordinaríamos nuestras acciones. La cosa va mucho más lejos que el cruzar en verde un semáforo y pararse en rojo; o de salir corriendo (con orden, si nos da el temple) cuando alguien grita fuego, aun cuando no lo veamos. Nuestra conciencia moral, la que nos ayuda a juzgar qué actos son justos y cuáles injustos, es, primero, una respuesta a lo que la sociedad (lo que llamábamos el otro generalizado) espera de nosotros, que en un estado democrático de derecho suele coincidir con lo que el Derecho espera de nosotros. Hoy nos parece injusto que las mujeres cobren menos que los hombres, pero habría que hacer una encuesta hace unos cuantos años, cuando la sociedad casi ni concebía que la mujer trabajara. Y lo que no era concebible, difícilmente les podía parecer injusto a hombres o a mujeres.  Introducir el pensamiento, y la moral, y el derecho, en la historia es el mayor legado de Hegel, junto con la clara conciencia de que nosotros no somos esos sujetos absolutamente autónomos y libres que todavía hoy nos pretendemos (con gran interés de la ideología dominante), sino pequeños proyectos de un múltiple e infinito juego dialéctico trazado por la historia y atesorado en las instituciones (la más importante, el Estado), pero vivo sólo en tanto que es reproducido por nosotros mismos, mediante nuestras interacciones, mediante la socialización.

 

Tomar conciencia (autoconciencia) de este proceso, que no es otra cosa que conocer nuestras determinaciones, sociales, genéticas…, es lo único que nos puede convertir, en cierto modo, en seres libres, después del circunloquio, para tratar de empezar, siempre de cero cada vez, a ser justos con los demás o a convertirnos en lo que nos queremos convertir. La reflexión crítica ante la mochila que arrastramos, la imaginación y el escrutar nuevas vías de acción que puedan velar mejor por los iguales intereses de nuestros conciudadanos, o el forjarse una vida ejemplar, por todos admirada, son maneras de granjearse la más lúcida de las libertades.

 

Mead, psicólogo social, introduce la conciencia en ese juego performativo frente al resto de autoconciencias hasta que el sujeto logra hacerse señor, y responsable, de su propia biografía. Pero ese juego performativo, que Mead sólo llegó a pensar como proceso reflexivo en la mente del individuo, arraiga en realidad en todas las comunicaciones entre los sujetos hablantes. La comunicación nos vincula con el otro de tal suerte que difícilmente podremos sustraernos a responder a sus demandas…  Desde la primera palabra que pronunciamos (incluso antes, desde la primera palabra que nos pronuncian y entendemos…) estamos naturalmente comprometidos con el lenguaje, que nos une a los demás, y que da sentido a todo lo que pueda tener sentido. Por eso dice Habermas que en actitud performativa, que debiera ser la más natural de nuestras actitudes frente al otro, nos orientamos naturalmente hacia el entendimiento; hacia el entendimiento sincero con el otro, se entiende. Buscando alcanzar una verdad compartida, una justicia compartida o un bien compartido. O incluso una estrategia compartida: si nuestra empresa quiere apuntar al éxito, mejor será ser sinceros con nuestro partenaire…

 

Pero sucede desgraciadamente que la más natural de nuestras actitudes no es la que se da en cualquier ámbito. Uno se inquiere si algunos seres  no viven perpetuamente instalados en la estrategia y la manipulación. También más allá del ámbito laboral o del puramente mercantil. 

 

Empecé diciendo que martillea mi cabeza una tesis… Una tesis que, cuando martillea de verdad, martillea todo el cuerpo, hasta la angustia, a punto de la náusea. Leía uno a Rancière, mediante la abstracción de la escritura y sin haber encarnado la experiencia (que en según qué cosas es un grado, y un doctorado) que cuando un superior (en alguna relación de dependencia, de poder desigual entre interlocutores) lanza un “¿me comprende?” (pónganse en situación: el horno no está para bollos), en absoluto está preguntando acerca de la intelección de la orden que acaba de emitir… Es, dice, “un performativo que se burla del performativo”. Es una orden ante la que toca cuadrarse si no queremos que todo nuestro mundo se nos descuadre. Se jodió el reconocimiento, claro. Y la comunicación y las lindas mariposas. Quedará un sentimiento: la humillación. Sin duda, hay múltiples formas de llevarlo a cabo, aunque Rancière se centre (¡con cuánta verdad!) en las humillaciones a las que nos someten quienes lo tienen más fácil, por atesorar más poder (en un sentido amplio) sobre nosotros. Se nos inflige así una violencia de forma directa; pero incluso esta manera concreta de humillar adquiere muchas más formas que la de un performativo que se burla del performativo: basta, por ejemplo, con que un ser querido y admirado trate de silenciarnos ante un común círculo de pares o de ocultarnos de la vida pública en la medida de sus posibilidades; a veces, incluso por omisión más que por acción. Si de quien esperamos un espaldarazo sólo vemos su espalda, sentiremos un inexplicable (sobre todo si queda inexplicado) sentimiento de abandono.

 

La humillación –empezamos ya a conceptualizar bien el fenómeno- es el detonante de una lucha por el reconocimiento. Pero la humillación no tiene sólo una dimensión, sino varias. Honneth, en quien sin duda debo profundizar, las subsumiría en tres categorías.

 

1) Cuando los más allegados no nos cuidan debidamente (cuando una madre desatiende, pega o incluso abandona a su crío en la más tierna y vulnerable edad, sin ofrecerle la debida dedicación; o incluso si, por exceso, le tolera toda pataleta, a riesgo de criar a un tirano) nos veremos desgraciadamente afectados, quizás arrastrando taras de por vida, en la dimensión del amor, repercutiendo en nuestra (baja o egolátrica) “autoestima”.

 

2) Cuando mis conciudadanos, mis abstractamente iguales políticos, me arrebatan mis derechos civiles o políticos y me excluyen del foro público o me hacen sentir un ciudadano de segunda, se verá quebrado el orden jurídico y democrático y yo me veré afectado en mi “autonomía”. Y aquí la autonomía podría ser un concepto plástico, pues entiendo que quien se sabe un igual abstracto, o político, y un absoluto desigual concreto, no tiene más remedio que denunciar o rebelarse contra el orden que legítimamente le condena a la subordinación. Es decir, esta dimensión de la autonomía no es más que lo que categoriza un sentimiento de humillación de la pura y recíproca igualdad, cuya vulneración la interpretará cada cual desde el paradigma democrático liberal, o desde el materialismo histórico. Ya se sabe, que la potencia del concepto suele ser inversamente proporcional a su grosor. Se aprieta menos cuando más se abarca; pero interesa abarcar para no quedarse en la superficie.

 

3) Cuando los demás miembros de nuestra comunidad excluyen o menosprecian nuestro proyecto vital, nuestros valores (sean o no tolerables -al final volveremos sobre esto-), nuestro yo más concreto y encarnado, el que busca distinguirse por sus virtudes y sus logros, se verán afectados los lazos solidarios, los que me unen con los miembros de mi comunidad, y arrastraré una laguna en mi “autorrealización”.

 

Cualquier persona puede ver frustrado su proyecto de forjarse una identidad sana (íntegra) de cualquiera de estas tres formas, en plano psicológico, político o socio-económico y socio-cultural. En cualquier caso se verá sumida en un sentimiento de humillación que encenderá las luchas por el reconocimiento tras percibir como una cuchillada una carencia fáctica de reciprocidad.

 

La humillación es simiente del resentimiento, del odio y en buena medida de la violencia. Sin duda es un sentimiento que puede galvanizar las más justas luchas por el reconocimiento; incluso pueden llevarse a cabo sin grandes dosis de violencia, como mostrarían Gandhi o Rosa Parks.

 

También puede aflorar con violencia, que podríamos llegar a justificar. Resulta revelador leer a Marx confesarse así en una carta a Arnold Ruge, cuando no era marxista (bueno, cuando era joven, o muy joven, ya que nunca fue marxista): “no es nada bueno realizar tareas de sirviente, aunque sea por la causa de la libertad, y luchar con una mano atada detrás de la espalda. Me he cansado de la hipocresía, de la estupidez y la vulgaridad del poder, de cerrar los ojos, de halagar, de hacer reverencias y buscar siempre las palabras más adecuadas”. Quizás podría reconocerse aquí el germen de la lucha de clases que más tarde conceptualizará… O, simplemente, la lucha entre el amo y el esclavo de Hegel, esa conciencia sumisa y servil que sólo es libre cuando mata al amo, de tal suerte que puede enseñorearse de su propio destino. Será también el superhombre, cuando pueda despojarse del resentimiento para lograr sus mejores quehaceres; o el hijo que, por fin, mata al padre. Pero dejemos de transmutar.

 

Lo cierto es que la humillación puede disparar el odio y la violencia en las peores formas imaginadas. Y este es un buen puerto al que ir arribando. Se habla mucho acerca de las causas que conducen a los terroristas a matar, a matarse incluso para matar. A matarse, incluso, sin poder siquiera, con ello, matar a nadie. Bien, no seré yo quien ofrezca una solución única y definitiva… Pero, por qué no ir pensando en Honneth. El 20% de quienes han ido al Estado Islámico son europeos ¿Cuántos de ellos proceden de familias desestructuradas y arrastran una baja autoestima? ¿Cuántos de ellos son hijos de trabajadores que se parten el lomo en nuestras sociedades, durante más horas de la cuenta, por salarios de miseria? (Sí, como tantos otros trabajadores que jamás se les ocurriría cometer tales atrocidades) ¿Y cuántos de ellos han recibido nuestras miradas prejuiciosas, nuestra incomprensión, nuestras muestras de racismo? ¿Cuántos hay desarraigados, que nunca conseguimos que se sintieran de aquí pero que tampoco pueden sentirse de la tierra, que nunca conocieron, de sus padres?

 

Dejo a continuación dos extractos de artículos:

 

1) “Respetando a los caníbales: Europa es cómplice del fundamentalismo islámico” (El Confidencial, 10/01/2015): “A los magrebíes y turcos que llegaron a Europa en los años sesenta y setenta no les faltaba voluntad de integrarse; explotados como mano de obra barata, les faltaban medios. Empezando con un punto clave: el aprendizaje del idioma. Quizás no hicieron suficiente esfuerzo. Pero no debe olvidarse que cierto racismo de la población (un racismo corriente, dirigido contra cualquier obrero de origen campesino, moreno, turco, magrebí, siciliano o andaluz) les puso un muro adicional, les cerró las puertas, les hizo entender que no eran bienvenidos.

 

Se replegaron. Ignorantes en todo a lo que se refiere al islam o a la cultura intelectual, literaria, de sus países de origen, criaron a sus hijos en un ambiente suspendido entre dos mundos, sin pertenecer a ninguno. Y también sus hijos se dieron cabezazos contra este muro: hasta hoy, tener un apellido magrebí en Francia hace desplomarse las oportunidades en el mercado laboral.

 

Se quedaron, pues, en el barrio. Viendo la televisión. Esa televisión que algún día empezó a poblarse, por obra y gracia de la parabólica, con predicadores vestidos de blanco que se dirigían a “los musulmanes”. A ti, sí: a ti. Tu vida tiene sentido ante Dios y la historia, les dijeron, si cumples las leyes divinas y garantizas que tu hermana no se pasee con hombres blancos. Que no se pasee con hombres, vaya.

 

Así se fue creando el gueto. Un gueto en el que se ha ido cristalizando una extraña cultura que guarda recuerdos de la gastronomía magrebí o turca, pero que se ha modelado según el ideario del islam que han difundido los telepredicadores y los imames del barrio. Estos imames que en han ido apareciendo por doquier, sin que se sepa siempre muy bien quién les paga el salario”.

 

2) “Fábricas de terroristas” (Fernando Reinares, El País, 27/10/2015): “Todo ello pone de manifiesto que los Gobiernos de Europa Occidental tienen un serio problema con el acomodo de los musulmanes de segunda generación en el seno de nuestras sociedades plurales y pluralistas. Ni el multiculturalismo británico ni el asimilacionsimo francés pueden ser evaluados positivamente.

 

Por otra parte, los combatientes terroristas extranjeros procedentes de Europa Occidental denotan una notable diversidad en su caracterización social. Este dato y el hecho de que emanen más de los países con poblaciones musulmanas constituidas principalmente por segundas generaciones, conceden verosimilitud a la hipótesis de acuerdo con la cual lo que subyace a la movilización yihadista en los países más opulentos de Europa Occidental es una generalizada crisis de identidad entre los musulmanes jóvenes”.

 

No trato con estos textos de justificar lo injustificable. ¡No! Trato de comprender y no quedarme en el abismo de lo inefable e incomprensible. Pues eso de poco sirve. Creo, por una parte, que a nuestra sociedad le falta incidir en la “inclusión del otro”, que no es ni asimilacionismo ni multiculturalismo, sino tratar de garantizar la integración socioecónomica y la autonomía política, convencidos de que, entre iguales, el ethos será un magma que evolucionará dentro de los cauces necesarios, siempre tolerables si quedan dentro de los valores universales que presiden el frontispicio constitucional (libertad, igualdad, pluralismo y justicia).

 

Pero, por otra parte, creo que es necesario volver a esa tercera dimensión de la humillación, que Honneth identificaba con la intolerancia frente a las propias formas de vida… No podemos dejar pasar este punto, pues no toda idea o forma de vida es tolerable, mal que les pese y humille a quienes las profesen: principalmente son intolerables esas culturas que, a su vez, no toleran al resto. No son tolerables quienes reproducen formas de vida incompatibles con una convivencia armónica con los demás.

 

El Islam es una religión y, como tal, dogmática y, como tal, difícil de compatibilizar con la autonomía. [Huelga decir que, si hemos de preservar el pluralismo, la tolerancia, el laicismo (que tanto monta, monta tanto), serán dogmas con los que se regirá el fiel en privado, pero jamás podrán aducirse públicamente como razón última, atendible por todos los demás.] Una incompatibilidad radical, que sitúa a quien profesa el culto en una heteronomía que casa sin duda mal con el autogobierno: frente al protestantismo, por ejemplo, que permite a sus fieles interpretar el texto sagrado (y les devuelve, en suerte, parte de autonomía), en el Islam todo ese proceso individual quedará arrebatado por la élite de exégetas. Si a esto, y al organicismo religioso (que difumina al creyente, al individuo, en una comunidad) le sumamos el carácter cada vez más intolerante y excluyente de la interpretación más rigorista del islam, el wahabismo, que está avanzando rápidamente en el mundo musulmán, encarnado en esos “imames de barrio” y alentado por los petrodólares saudíes, tenemos sin duda el caldo de cultivo más peligroso que hayamos conocido: el que lleva a una persona a inmolarse para acabar con el infiel.

 

Y, para colmo, nos coge en una sociedad inerme ante el relativismo moral, que ha reducido la democracia a mera regla de la mayoría, que cree que toda idea es respetable (aunque sólo sea por ahorrarse el esfuerzo de tener que combatirla) y que, en nuestro caso, no ha tenido reparos en aupar ya, desde hace tiempo, una ideología organicista y excluyente, incompatible con la igualdad política sobre la que se sustente la democracia, como el nacionalismo. Ahí los tienen, gobernando el País Vasco, Navarra, Valencia, Baleares… y en plena sedición catalana. Que Dios nos coja confesados.

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