Misterio en el hundimiento de los trasatlánticos
Tenía el paladar seco, la lengua áspera, los ojos febriles y cansados. Sam Richmond, famoso autor y creador de las historias de Jess Crocker, no menos ilustre agente al servicio de tantas y secretas, arriesgadas, sangrientas… y tantos otros adjetivos, aventuras. Se miró en el espejo, le dolía la cabeza, le molestaba la espalda, se debía afeitar. La noche anterior… mejor era no recordar, olvidar los días pasados, la visita al psiquiatra (“olvide a Jess Crocker”, “visite Disneylandia”), la última mirada a Stella en el momento de firmar el divorcio, los pocos dólares en el bolsillo, la casa sucia, la noche en Reno, solo, “Tus historias no se venden ya, Sam, el público no quiere a Jess Crocker”, y después, esta mañana, romper una botella de leche al abrir la puerta de entrada.
Sam Richmond, con paso agotado y vacilante, se dirigió a la mesa del trabajo. En el primer cajón, debajo de un montón de papeles en blanco, se encontraba su pistola. Sam recordó la guerra de Corea.
El Elba ensangrentado
Se llama Dominique (cuando me dijo su nombre yo me reí y no sé porqué) y ella me dijo: “¿Cómo te llamas, amor?”) a lo que yo respondí, apresuradamente: “Trabajo en una empresa editorial” o “hago libros de cocina”, pero no sé si ella me oiría porque había mucho ruido –música– y quizás era una pregunta sin respuesta.
Realmente aquella noche no había sido igual a las demás: había salido arrastrado por los amigos de la oficina (porque yo, ahora, entre nosotros, entre las brumas de la alegría, les diré que estoy aquí –en Hamburgo– trabajando para el Departamento de Estado de mi país, Estados Unidos, por supuesto, trabajo secreto naturalmente)… Pues bien, salí con mis amigos confidenciales –ja– y me llevaron a uno de esos lugares de baile que yo conocía ya de memoria –siete años en Hamburgo son ya muchos para un agente– donde por primera vez en tantos años de no tan brillante carrera como yo hubiera querido (hace ya tantos años, al término de la guerra….). Tuve ocasión de conocer a una mujer –Dominique– que me pareció interesante; era de pelo negro y largo y una de las primeras cosas que me dijo fue: “odio a los hombres” con su voz dulce y acariciadora, lo cual me reconfortó, por razones que no viene al caso.
Toda la noche bailamos, bailamos y en la madrugada, dentro de mi coche ella me besó y yo separándose la dije: “Odio a las mujeres”, cosa que pareció sorprenderla y en sus ojos oscuros como la noche misma de Hamburgo brilló el desfallecimiento un instante. Luego corriendo en coche a través de las calles de Hamburgo, desiertas en la madrugada, yo dije “la vida está hecha para soñar”, y más tarde el coche se quedó sin gasolina. Lo abandonamos y corrimos ahora a pie, mientras sus negros cabellos como la noche de Hamburgo, o de Normandía, o de Berlín (oriental por supuesto) parecían volar con el viento. En los pocos lugares abiertos que encontramos bebíamos, hablábamos y después continuábamos. De pronto me detuve en el centro de una plaza (ella también a unos centenares de metros –Dominique–) y me di cuenta que todo esto, lo que sucedía, lo que había sucedido, lo que sucedería aquella noche de Hamburgo yo lo había visto en algún libro (de los que me deja Joe, en la oficina).
Todo falso, artificial. Lo supuse, lo sabía. Se disiparon las brumas de mi cerebro y sonreí. Dije: “Adiós Dominique esto no lo debiste hacer, conozco los sucios y bajos trucos que utilizan los servicios secretos enemigos”.
Después desenfundé mi pesado Colt, reluciente en la noche y apunté con parsimonia. Allá, no lejos de mí, apoyada en una estatua (el burgomaestre Petersen von Tilgner, pude leer) ella aún sonreía. Y súbitamente algo rompió el silencio, un enorme coche negro pasó como un rayo muy cerca de mí: luego, casi al mismo tiempo, sentí como si se clavaran en mi cuerpo millones de alfileres (siempre se dice eso) y luego otra vez silencio.
Mi sangre resbalaba lentamente por el cuerpo, manchaba el pavimento, oscurecía todo. Pude ver a Dominique, que sonreía todavía apoyada en el burgomaestre, pisando el césped que le rodeaba.
Con mis últimas fuerzas levanté mi revólver y apunté (mi pulso se desvanecía ya): mis balas se estrellaron en el rostro de Petersen von Tilgner, y mientras se nublaban de sangre definitivamente mis ojos vislumbré a Dominique que se alejaba despacio, por las calles desiertas, y su cabello me pareció de otro color. Hice una mueca que no tenía parecido a una sonrisa y pensé que dentro de unos años ella envejecería y ya jamás podría volver a vivir un instante de amor.
Los héroes tardan en morir pero a mí me ha llegado a hora.
—Se llamaba Jess Crocker, todo un héroe.
No cumplí con mi deber… a lo lejos se oían las sirenas de los barcos. Esto nunca debió pasar en la noche de Hamburgo.
“Hamburgo: una de las ciudades de más vida nocturna. Al visitante se le ofrecen toda una serie de diversiones que nunca podré olvidar. Visite Hamburgo. (Comunicaciones directas con el resto del mundo). ¡Les esperamos amigo!”.
Sam Richmond, creador de Jess Crocker, nunca escribió esta historia: la escribí yo como ustedes habrán podido suponer.
Pero Sam Richmond no se quitó la vida, la vendería muy cara: cerró el cajón con la pistola dentro y después de abandonar la casa (tal y como estaba, sin llevarse nada, como si dejase un museo) con el poco dinero que tenía compró un rancho en Nevada, donde se estableció. Conoció a Virginia Spelli (de origen italiano muy dudoso) y se casó con ella. Fueron felices. Sam Richmond siempre había sido partidario del happy end.
Tierra baldía (y sin Eliot)
De niño, lo imagino o lo recuerdo, Astorga era la isla del tesoro, lo que soñábamos cuando arreciaban los días tediosos del colegio, los amaneceres con los ojos casi cerrados, apretando la mano, aterida, los libros que nunca llegaríamos a comprender; para qué servían los densos libros escolares cuando, aún felices, contábamos con cuatro bibliotecas usadas, resplandecientes, únicas y propias, donde se mezclaban viajes fantásticos, Verne o el más codiciado Salgari, con aventuras rápidas de consumir, Supermán salvando la caída de la torre de la catedral de Astorga, aquel referente nebuloso de las adolescentes películas de catástrofes; aún ahora, la cicatriz de la torre herida es espejo –ojalá– de mis propios defectos, de la devastación del tiempo, del fácil remiendo o el maquillaje forzoso, al que nos hemos ido sometiendo, para intentar engañar al vaho de los cristales, al eco de los juegos del hoy derruido –dejar que las cosas se caigan, la propia historia, parece abnegada costumbre de este territorio en penumbra que sólo acepta el brasero y los platos regionales– jardín en el que fui feliz, y reí y lloré de risa, con gente que parecía hecha para dejarse encuadrar allí, bajo las lilas, en primavera, aún, pese a los desastres, se conservaban imágenes de los habitantes de aquella casa condenada, parece, al odio y al abandono: los ancianos espíritus de los indianos –la única raza aventurera (y no conquistadora y abrasiva) que cruzó el infinito, casi por delicadeza, para tener orgullo, y bandera propia–, la que la miseria les había negado, oscuro paisanaje –la solitaria y erguida palmera de todos los jardines indianos, casi un tópico. La prueba –y la (…). Quizás torcidamente, he sido fiel a una tradición de perdedores, gente que quiso cruzar la frontera y no supo reencontrar el camino para volver a tiempo; a tiempo para salvar las últimas ruinas de la felicidad, de la risa. Aún así, en este reino de amnésicos, sé –profético que se miente a sí mismo– que habrá un día en que alguien descubrirá su estafa, la usura a la que ha sido sometido, y volverá, joseantonianamente (por desgraciada coincidencia) a reír la primavera; será la risa, siempre, la mano que rescatará la inteligencia, los jardines, el roce de la piel, la música –la canción del verano– y el áspero recordatorio de que todos hemos de volver a pisar la tierra que negamos, aquellos primeros labios que rozamos una tarde, en la muralla palpitando más que nunca el corazón, y la ciudad.
Michi Panero (Madrid, 1951-Astorga, 2004). Protagonista junto a su familia de la emblemática película El desencanto (1976), muy joven se convirtió en una presencia luminaria en la noche ilustrada madrileña. En los años 90 trabajó como columnista de televisión en los periódicos El Independiente y Diario 16 y rodó con Ricardo Franco Después de tantos años (1994).
Javier Mendoza (Madrid, 1975), responsable de la edición de Funerales vikingos / El desconcierto, que publicar Bartleby estos días, es periodista y crítico de cine, ha trabajado para medios como Ajoblanco, Cinemanía, Interviú, La Razón, Cahiers du cinema o Filmfax magazine. El desconcierto (una suerte de “memorias trucadas” de Michi Panero) es su primera obra publicada.