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AcordeónFútbol, terapia en África

Fútbol, terapia en África

 

Que en África se aprovecha todo, espacios incluidos, hasta extremos inimaginables es algo que ya conocía, pero cuando el domingo 21 de marzo, en Goma (República Democrática del Congo, RDC), me encontré con siete partidos de fútbol disputándose a la vez en el mismo terreno de juego no salí de mi asombro. Bienvenidos a la liga infantil Don Bosco, que desde 1981 se organiza en esta ciudad, la principal del este del país centroafricano.

       El impulso de este peculiar torneo deportivo es el misionero salesiano Honorato Alonso. A sus 60 años, este religioso Salesiano burgalés, con dos décadas largas de trabajo a sus espaldas, sigue dedicándose a los jóvenes más desfavorecidos de este rincón de la RDC que, desde 1996, ha conocido una sucesión interminable de conflictos. Derrochando una mezcla de energía imparable y la serenidad de quien sabe capear muchos temporales, cada día sigue una rutina que empieza de madrugada corrigiendo exámenes. Desde las siete de la mañana imparte clases de electricidad en el Instituto Técnico Industrial de Goma (ITIG) y por las tardes coordina las actividades deportivas que se desarrollan en este centro salesiano. Allí acuden cientos de niños y jóvenes de las barriadas cercanas. El amplio recinto se anima con decenas de partidos de fútbol, baloncesto y voleibol que se celebran al mismo tiempo.

       El momento estelar de la semana es la liga infantil, en la que participan 80 equipos: “Cada equipo tiene que jugar siete partidos para clasificarse. Tenemos formaciones de cuarta a primera división, con chicos desde los nueve hasta los 14 años”, explica el hermano Honorato. “De este modo tienen una manera constructiva de pasar el tiempo y aprender valores que van ligados al deporte, de lo contrario la vida aquí les ofrece muy pocas alternativas”.

       Iniciativas como la liga Don Bosco no suelen aparecer en las secciones de deportes de los grandes diarios ni de las cadenas de televisión, preocupadas por informarnos de todos los detalles sobre la última lesión de Kaká, los millones que ha costado fichar a Cristiano Ronaldo o los exabruptos de Mourinho. Pero hay otro deporte que, aunque no sea noticia, no es menos importante: el que millones de chicos y chicas juegan con pasión en lugares del mundo donde la pobreza hace estragos y la violencia y la enfermedad amenazan con dejarles fuera del partido de la vida. En este otro terreno de juego, misioneros, cooperantes y voluntarios locales promueven campeonatos y organizan equipos para ofrecer una vida más sana a quienes carecen de casi todo.

       Este religioso entiende mucho de esto: “Si estos chicos no estuvieran aquí por las tardes, muchos de ellos pasarían el tiempo con pandillas que les iniciarían en la delincuencia y el alcoholismo”. Mientras explica esto, Honorato no pierde de vista su cronómetro y cuando llegan las cuatro de la tarde pita el final del primer tiempo. Después de diez minutos de descanso empieza la segunda parte. De nuevo el inmenso campo de fútbol es un hervidero de ruidosos chiquillos que corren detrás de balones mientras sus compañeros les animan con entusiasmo.

       Varios metros detrás de una de las porterías se encuentra el contingente indio de las fuerzas de paz de Naciones Unidas (conocidas como MONUC, con 17.000 efectivos, la mayor que existe en estos momentos en todo el mundo). En el otro extremo del campo, tras cruzar una carretera, se alzan las fortificaciones con alambradas del cuartel de los soldados uruguayos. Miro a ambos cuarteles y pienso que en mi vida he visto un partido de fútbol protegido con tanta seguridad. Lo más irónico de todo esto es que todos estos niños siguen viviendo en riesgo constante de ser sometidos a toda clase de abusos. Muchos de ellos ni siquiera tienen medios para ir a la escuela y se ganan la vida como pueden empujando carretillas, picando piedras o vendiendo chucherías en cualquier esquina de la ruidosa y caótica ciudad de Goma.

       Dan las cinco de la tarde y el se empieza a poner el sol. El hermano Honorato pita el final del partido. Los casi 200 jugadores saltan y gritan. Cada equipo corea su nombre: King Sport, Toronto, Nyaragongo, Lion King, Real Madrid, Masembe, Darfur, Monaco, Barcelona… Los jóvenes, sudorosos y polvorientos, regresan a casa donde contarán a sus padres y vecinos las incidencias del partido. Por su imaginación también pasa ser grandes estrellas de fútbol, pero a ninguno de ellos pensará en contratos millonarios. Se contentarían con poder ir a la escuela y vivir en paz.

       No muy lejos del este de la RDC, en el norte de Uganda, la población ha sufrido otra de las muchas guerras invisibles que se dan en África. Allí pasé 20 años, hasta 2008, y una de las experiencias que más me marcaron tuvo también una coloración deportiva. Entonces trabajaba en la comisión Justicia y Paz de la archidiócesis de Gulu. Como parte de nuestros esfuerzos de mediación entre el gobierno y la guerrilla del LRA (Ejército de Resistencia del Señor, en sus siglas en inglés), un día de octubre de 2001 tuvimos un encuentro con 12 rebeldes armados en la selva. Todos tenían menos de 20 años y habían sido secuestrados por la guerrilla años atrás y obligados a combatir como niños-soldado.

Dos días después de una negociación, no exenta de momentos tensos, los 12 aceptaron dejar las armas y acogerse a la amnistía que desde el año anterior el gobierno ofrecía a los rebeldes. Sin perder un minuto se apretujaron como pudieron en la caminoneta pick-up con la que habíamos acudido a su encuentro y les llevamos a la misión católica. Les acomodamos en uno de los dormitorios y al día siguiente Cáritas se hizo cargo de ellos. Durante dos meses estuvieron allí mientras buscábamos a sus padres y se les proporcionaba terapia psicológica para ayudarles a superar los traumas por los que habían pasado y prepararles para reintegrarles en sus comunidades de origen.

 

 

       Desde el día después de salir de la selva y dejar las armas, todas las tardes tenía lugar un interesante partido de fútbol. Los ex guerrilleros formaban un equipo, el otro estaba integrado por soldados del vecino destacamento militar. Me maravillaba ver cómo aquellos jóvenes, que hasta dos días antes habían estado disparándose a matar, en tan poco tiempo cambiaban su manera de relacionarse. Entre ellos, comenzaba a surgir una amistad. Comprendí que el deporte, y particularmente el fútbol, puede hacer que las personas se relacionen de forma cordial y se construya así la paz. Porque la paz no es la ausencia de violencia, sino una manera de relacionarse basada en el respeto mutuo, la confianza y el afecto.

       Otra experiencia parecida durante aquellos años fue en la escuela Santa Mónica, de la ciudad de Gulu. Unas religiosas ugandesas proporcionaban educación a chicas que habían pasado por la terrible experiencia de ser secuestradas por el LRA.No solo fueron obligadas a ser niñas-soldado sino también esclavas sexuales de los comandantes. Con ayuda de una ONG española, que ayudó a construir pistas deportivas, donó camisetas, balones y proporcionó dinero para pagar a un entrenador, contribuimos a que las monjas pusieran en marcha un programa deportivo. Todas las tardes, al salir de clase, las chicas corrían hacia las pistas para entrenar voleibol, netball y fútbol. Daba gusto ver ahora a aquellas muchachas divertirse. Antes cabizbajas, deprimidas y pasando el tiempo de ocio sentadas sin hacer nada.

       El misionero Chema Caballero, que ha trabajado durante muchos años en la rehabilitación de los niños-soldado en Sierra Leona, no tiene ninguna duda en afirmar que “lo más importante que enseña el deporte es saber perder”. De los años que trabajó en el centro Saint Michael de Freetown, la capital, donde estos jóvenes recibían terapia para curarlos de sus traumas, recuerda: “Allí utilizábamos el deporte como un medio para ayudar a estos chicos a descargar la agresividad que tenían acumulada después de haber pasado por una experiencia de violencia brutal en la guerrilla del RUF (Frente Revolucionario Unido, en sus siglas en inglés. Una guerrilla que utilizó el secuestro de menores como método de reclutamiento). “Jugando al fútbol aprendían el valor de trabajar en equipo, y también a ver el perder como algo normal. Hay que tener en cuenta que venían de un ambiente en el que les enseñaron que siempre había que vencer, porque perder significaba la muerte”.

       Durante los últimos años, Caballero ha volcado sus esfuerzos en proyectos educativos en Madina, la zona rural más atrasada de Sierra Leona. Allí utilizan el deporte para atraer a los jóvenes de la zona y despertarles el interés la escuela. Para él, “en el contexto de posguerra en el que estamos, el deporte nos ayuda a fomentar una cultura de paz. Tenemos equipos de ex combatientes y de personas que fueron sus víctimas, y cuando entrenan juntos poco a poco entablan una relación de amistad”. Su conclusión es clara: “El deporte tiene mucho que ofrecerles, primero porque les gusta y les divierte, y también porque es una escuela de valores y de contacto humano que crea compañerismo, amistad y reconciliación. Justo lo que la gente más necesita después de una guerra”. 

 


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