Aunque parezca paradójico, existe algo que podemos calificar como la sana malevolencia. Uno de los mejores ejemplos que se me ocurre fue incluido por Borges y Bioy Casares en su antología Cuentos breves y extraordinarios, y esos dos grandísimos farsantes se lo atribuyeron a un tal John Wisdom bajo el título De la moderación en los milagros: «Parece que Bertrand Russell recordaba siempre la anécdota de Anatole France en Lourdes; al ver en la gruta amontonadas muletas y anteojos, France preguntó: –“¿Cómo? ¿y no hay piernas artificiales?»»
Como dije, me parece uno de los mejores ejemplos de aquello que podemos calificar como la sana malevolencia. Piénsenlo bien, y creo que me darán la razón, aunque –desde luego– para ello deben cohonestar la aparente paradoja. Con la cual me volví a tropezar una vez más al leer en su día las memorias, Vivir para contarla, de un escritor colombiano merecidamente famoso que se llama García Márquez (no sé si les suena el nombre). Y por cierto que el título es bastante parecido a Vivir para contarlo, la primera gran antología de un poeta andaluz muy vinculado a Colombia: José Manuel Caballero Bonald. Pero esa es otra historia, como diría Rudyard Kipling.
En el capítulo final de dichas memorias, Gabo recuerda su visita secreta al secretario general del Partido Comunista colombiano, Gilberto Vieira, encontrándose éste en la clandestinidad durante la dictadura de Rojas Pinilla, y describe en detalle cómo llegó hasta su escondrijo:
«Era un apartamento con una sala pequeña atiborrada de libros políticos y literarios, y dos dormitorios en un sexto piso de escaleras empinadas y sombrías adonde se llegaba sin aliento, no sólo por la altura sino por la conciencia de estar entrando en uno de los misterios mejor guardados del país. Vieira vivía con su esposa, Cecilia, y con una hija recién nacida. Como la esposa no estaba en casa, él mantenía al alcance de su mano la cuna de la niña, y la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación».
¡Tate!, exclamé, como haría Don Quijote en circunstancias homologables. Porque resulta que yo conozco a esa niña que lloraba en el domicilio clandestino de Gilberto Vieira. Naturalmente se trata de su hija Constanza, con quien he compartido varios años de tareas profesionales en la redacción latinoamericana de la emisora exterior de Alemania, la Radio Deutsche Welle.
Y aquí volvemos de nuevo a lo de la sana malevolencia. Una persona que conoce mucho a Constanza, comentándome ese pasaje que acabo de citarles, me dijo en un e-mail: «Ella sigue tal como la describe Gabriel García Márquez en sus memorias, llorando en la cuna, mientras Gilberto la mecía en un refugio clandestino de los tiempos de la ilegalidad». De este modo, sanamente malévolo, esa persona tal vez se refería al compromiso decidido que Constanza mantiene con la causa de la paz, lo cual, en el caso de Colombia, parecería que es como para estar llorando sin remisión. ¿O acaso sólo quiso sugerirme que sigue siendo una niña?…
Por mi parte no vacilé en responderle ipso fuckto a mi corresponsal argumentándole que no se había dado cuenta de la verdadera dimensión de aquello que dice Gabo. Y lo que Gabo dice es, expresis verbis, lo siguiente: «[Vieira] la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación».
¿Se dan cuenta de lo que realmente sucedió en ese encuentro clandestino de Gilberto Vieira y Gabriel García Márquez? Si ustedes no, yo sí. Al secretario general del Partido Comunista colombiano le había nacido una hija periodista, una criatura que a sus pocos meses, y aún en la cuna, seguía apasionada la plática entre nada menos que un futuro Premio Nobel de Literatura, y un político por aquel entonces el más perseguido en toda Colombia (y que era nada menos que su propio padre).
¿Qué periodista nato y clarividente, y les doy mi palabra de que Constanza Vieira sí que lo es, no se hubiese echado a llorar al oír que esos dos interlocutores hacían pausas muy largas en la conversación? «Ay carajo, sigan hablando, no se detengan, quiero seguir sabiendo, qué delicia la conversación de ustedes, este es mi primer reportaje estrella, qué pena que aún no sé escribir, pero no dejen de hablar, por dios, no me frustren mi primer reportaje»: eso es lo que gritaba Constanza Vieira y lo que Gabriel García Márquez, todavía no ducho en lenguajes infantiles, tradujo como desgañitarse de llanto.
¡Pobre Constanza, cuantísima incomprensión!