Yo también he sido estudiante de otros idiomas, por eso me cuesta entender la poca disciplina de los libaneses que estudian español. De Moscú guardo un recuerdo imborrable de Galina. En algunos días en los que el frío resultaba insoportable, yo era la única que encontraba motivos para salir de la cama. Galina, la camarada profesora, era una, en apariencia dulce abuelita rusa, próxima a los 70 años. Llevaba siempre el pelo canoso recogido en un moño que enmarcaba un rostro arrugado y lleno de fuerza. Poseía dos únicas camisas de color pastel que alternaba los jueves y los viernes con un raído pantalón negro. Sus duras botas habían resistido muchos inviernos.
A las 9 de la mañana ya me estaba esperando con las ventanas abiertas de par en par y un magnetófono más viejo que ella. En ocasiones tomaba notas con la bufanda y los guantes puestos, sin atreverme a pedirle que cerrara la pesada ventana. Ella insistía en que era necesario respirar aire fresco en la contaminada capital. Afuera se vislumbraba un blanco que nublaba la vista.
Sin lugar a dudas, Galina es la peor y más anárquica profesora que he tenido en mi vida, pero de la misma manera, la más querida. Nunca se tomó la molestia de enseñarme ni los conceptos más elementales de la gramática rusa. Y a mí, con el paso del tiempo, tampoco me importaba lo más mínimo. Solo quería verla a ella. Hablaba de lo que le daba la gana: de las setas, de los campesinos, de los bosques rusos, de las propiedades curativas del yogur, de lo bárbaros que eran en Chechenia, de su vida pasada como cantante de ópera, ponía videos de un dibujo animado en forma de papagayo repelente, dibujaba la Unión Soviética en la pizarra ajena a todo cambio político y me leía poemas de Pushkin que nunca llegué a comprender. Por aquel entonces yo solo sabía saludar en ruso y decir “Rusia, ay mi madrecita Rusia”.
Cuando Galina decidió empezar con las lecciones de música, la espantada del resto de la clase fue general. Del trío inicial que constituíamos su alumnado, pase a convertirme en eterna cantante solista. La rusa enchufaba el magnetófono entre resoplidos, y ponía un cassette con los grandes éxitos del folklore cosaco. Me pasaba la letra de su canción favorita, una tragedia en la que la rubia cachonda eslava era secuestrada por el hombretón peludo y fiero del Cáucaso y luego se veía ahogada sin piedad en las turbulentas aguas del Volga. Ella alzaba el tono y cantaba con su portentosa voz. Yo disfrutaba como en mi primera visita al Teatro Bolshoi escuchándola.
El terror sobrevino cuando decidió que debía acompañarla. Sin discusión posible. Me subió a la tarima y puso la cinta. Paralizada por el susto no logré articular palabra pero la entendí por primera vez:
-¿De qué tiene usted miedo?
De todo, respondí yo con un hilillo de voz.
-Cante, suéltese…
-No puedo, no conozco las palabras.
Ella me miró con desaprobación.
-No necesita las palabras para nada, solo soltarse y sentir la música.
Le hice caso. Le hice caso cada día que pasé en Rusia.
Estropeaba la canción con la mejor de las intenciones y ella me observaba desde una podrida silla sin fuelle. Cuando mi terrible recital terminaba, la buscaba con la mirada. Galina navegaba por otro mundo con los ojos regados por una lágrima.