En 1901, el sociólogo y criminalista Constancio Bernaldo de Quirós (Madrid, 1873 – Ciudad de México, 1959) y el farmacéutico, antropólogo social y escritor José María Llanas Aguilaniedo (Fonz, Huesca, 1875-Huesca, 1921) publicaron el libro La mala vida en Madrid. Estudio psico-sociológico con dibujos y fotograbados del natural, traducido poco después al alemán con prólogo de Cesare Lambroso. El primero “fue uno de los discípulos más apreciados de Francisco Giner de los Ríos” y el segundo colaboró, entre otros medios, “en los Anales del Laboratorio de Criminología (1900) y en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza (1902-1903)”[1].
Aún todavía hoy estremece la lectura de este libro, un crudo retrato o compendio taxonómico de lo que los autores califican como “la mala vida en Madrid”, producto, como señala Javier Rioyo, “de un trabajo de campo, de un estudio de la vida de los barrios, de las vidas marginales, de los mundos reales de las clases populares, de esos españoles que habitaban en los suburbios de la historia, en los márgenes de la realidad”[2] de nuestra ciudad.
El libro es un entramado de observaciones y conclusiones derivadas del análisis de la realidad más degradada de la ciudad, sobre la delincuencia, la prostitución, la mendicidad, el alcoholismo o las desviaciones sexuales, acompañado de abundantes datos y citas comparativas de numerosos estudiosos científicos del momento tanto españoles como extranjeros, así como de escritores. Entre estos últimos sobresale Pío Baroja del que se destaca su artículo ‘Patología del golfo’. También se cita a Concepción Arenal a propósito de la mendicidad urbana.
En el apartado VI, ‘La mala vida en Madrid’ inserto en el primer capítulo dedicado a ‘Las gentes del mal vivir’, los autores aportan datos y observaciones muy pertinentes sobre los suburbios, los barrios bajos y el centro de Madrid. Al hablar del plano de la ciudad advierten en él la tajante división “entre la ciudad y los suburbios” cuyo límite son las rondas que se extienden del Sudoeste al Sudeste: las de Segovia, de Toledo, de Embajadores, de Valencia, de Atocha, de Vallecas y de Vicálvaro. “Ese límite –comentan– “corresponde, con bastante exactitud, a la división entre la ciudad y los suburbios, y en él se localiza una zona de vida inferior a la del centro, en la cual aparecen, acá y allá, ciertas manchas, más o menos obscuras, de lo que nosotros llamamos mala vida”. Del primer núcleo “en el que el proceso de urbanización ha quedado paralizado aquí muchos años hace” destacan “una superficie embarrancada, donde están enclavadas, de un lado, las Peñuelas, de otro, los pequeños caseríos de Casa del cabrero y Casa blanca y el barrio de Las Injurias. A aquel barranco, con casas “irregularmente dispuestas (…) le cruza un arroyo fétido” y una antigua alcantarilla, “semejante a la espina dorsal de algún animal sucio que estuviera tendido entre ruinas, escombros y basuras”. El hacinamiento, los vertederos “de materias fecales al aire libre”, las inundaciones y los riesgos de epidemias configuraban aquel “barrio” formado por una parte mínima de “vecindad de bien, dedicada a trabajos humildes” –uno de estos fue la confección de “juguetes ingeniosos y baratos” que se vendían en la Puerta del Sol– y el resto de la población compuesto por “cuatro clases de gentes, pajilleras, randas, mangantes y lañadores”. Al atardecer –relatan los autores– “comienza el éxodo de la mala vida hacia Madrid y “a altas horas de la noche reina el silencio de aquellos lugares solitarios, en torno de los cuales ronda la Guardia civil”.
Los barrios bajos, en los distritos de Hospital, La Latina y la Inclusa “considerados demográficamente y socialmente acusan la misma inferioridad en el promedio de la urbanización y la cultura madrileña”. Aquí vive –según el Censo de 31 de diciembre de 1899– “cerca de dos quintas partes de la población de Madrid (152.124 habitantes), amontonados la gran mayoría en las llamadas casas de vecindad. “Esta vecindad constituye la mejor muestra de lo que puede llamarse el pueblo de Madrid, en el sentido de clase popular y elemento etnográfico más típico”. Los cuartos de aquellas casas de vecindad –las populares corralas– “constan generalmente de una sala con ventanas al corredor, una cocina y dos alcobas obscuras, todo menguado y de una pequeñez que espanta; en cada uno de ellos vive una familia numerosa a veces, quien, para poder pagar el cuarto, subalquila frecuentemente a uno o más individuos una pieza entera, o un rincón, o una parte del lecho. El aire y la luz les faltan; en cambio el retrete, común a los vecinos del corredor, les saturan de emanaciones pestilentes; el contagio de todas las enfermedades infecciosas les acecha y hace presa en ellos inevitablemente, dados su descuido, pobreza e ignorancia”.
En este miserable entorno localizan los autores a uno de los tipos más singulares de aquel Madrid, el chulo madrileño que caracterizan como “tipo afeminado, en general”. Promiscuidad y alcoholismo son dos de las lacras sociales más comunes en estos barrios. Destacan la abundancia de mancebías “de rojo farol en la fachada” y las casas de dormir, por las calles de Embajadores y Mesón de Paredes, “refugio de la multitud sin domicilio que recorre la población, famélica y harapienta: alcohólicos tambaleantes, mendigos, ciegos con su perro, jornaleros sin trabajo, criadas de servir desocupadas, randas y golfos, y la multitud de tipos abominables o inofensivos hermanados en la desgracia (…) lo infinito de la miseria humana (…) la masa hedionda de carne sucia y enferma”. Citan una de esas casa, en la antigua calle de la Comadre, entonces del Amparo, con el estrambótico nombre de “la piltra del tío Largo o posada de la soga”, porque los que se refugiaban allí dormían con la cabeza apoyada en una cuerda que “desempeñaba oficios de despertador, porque cuando el Tío Largo veía avanzada la mañana sin que sus huéspedes dieran señal de retirarse (…) descolgaba un cabo de la soga, dando en tierra con los durmientes”.
Estas gentes, de las afueras y los barrios bajos, “penetra en Madrid y llega hasta el mismo centro. “Localizada en círculos más o menos definidos y homogéneos, la mala vida –concluyen los autores– afluye a la ciudad –expresiva nomenclatura que hace equivalente los términos de ciudad y centro– y se fija en los lugares más adecuados a sus prácticas parasitarias. Las plazas, los mercados, las estaciones, los lugares donde late más acelerado el pulso de la vida, son los preferidos al efecto. Tres lugares picarescos tiene el Madrid moderno muy caracterizados. Aludimos a la Puerta del Sol, la plaza Mayor y la calle de Sevilla”.
Un aspecto importante del libro reside en el aporte de imágenes: dibujos anónimos –de tatuajes y grafitis carcelarios y una curiosa Composición de un delincuente y tres dibujos del natural de Ricardo Baroja– y fotograbados. Las fotografías son mayoritariamente de individuos, en plano frontal hierático propias de las fichas policiales, tanto de hombres como de mujeres, seleccionadas a título de “ejemplo” personalizado de las lacras que se estudian, acompañadas de sugestivas leyendas y comentarios que imagino impactarían en el ánimo de los lectores: ‘Joven invertido, sirviente de mancebía’, ‘Capitán de los golfos’, ‘Troglodita’, ‘Meretrix-Potatrix’, ‘Alcoholista profesional’, ‘Homicida’, ‘Descuidero’, ‘Prostituta delincuente’, ‘Timador’, ‘Ginecomasta’, ‘Uranista’, ‘Rufián homicida’, etcétera. Las restantes fotografías, que para nosotros tienen sin duda un gran valor documental topográfico, pese a la mala calidad de su reproducción, son meramente descriptivas: ‘Vista general de Las Injurias’, ‘Casa de recogimiento en Las Injurias’, ‘Casa de vecindad’, ‘Mancebías en los barrios bajos’ o ‘Palacio de crista’ (que reproduce “la figura rufianesca” de un chulo a la puerta de una “especie de posada truhanesca, situada en la Montaña del Príncipe Pío, así llamada por el mercurial trofeo orlado de espejuelos que adorna su fachada”. Cuestión aparte son los dibujos de Ricardo Baroja que llevan por título: Taberna de mala vida, Interior de mancebía y Depósito municipal de mendigos, firmados con su característico monograma. Pío Caro Baroja en su libro Imagen y derrotero de Ricardo Baroja señala que en “este mismo año de 1901 ilustra también la obrita de C. Bernaldo de Quirós y J. M. Llanes Aguilaviedo [sic], titulada La mala vida en Madrid, obra muy difícil de encontrar y que en tiempos estaba prohibida su lectura en las bibliotecas públicas a los estudiantes”[3]. En el colofón de La mala vida en Madrid… se indica que “son reproducciones de dibujos del natural de D. R. Baroja”.
En estos dibujos, Ricardo Baroja “retrata” lugares, situaciones y personajes semejantes a los que venía ocupándose en sus aguafuertes desde que se instaló en Madrid en 1896. Pío Caro Baroja también ha recordado cómo todo ese mundo de seres populares, paisajes tristes, posadas con arrieros, seres trashumantes, gañanes, mendigos, chulonas verbeneras aparecen en sus aguafuertes “a la vez casi que en las novelas de su hermano Pío, a comienzos de siglo, de 1901 a 1906”[4]. De igual manera, su hermano Pío Baroja en ese tiempo recorría aquel Madrid suburbial: “patios de vecinos, hospitales, lupanares, tabernuchas (…) su deambular frenético lo lleva a las cuevas de la Montaña del Príncipe Pío, donde viven aquellos que prensa y escritores llaman ‘trogloditas’ (…) más allá de Cuatro Caminos (…) lugar endiablado y, según la policía, refugio de anarquistas, fugitivos y hampones (…). El otro lado del río le embelesa, hacia la zona de las Delicias, en ese Sur más duro y pobre que se torna –como escribe– ‘feo, trágico, siniestro, maloliente, como una alcantarilla negra que arrastra detritos de fetos y gatos muertos’ (…) y más allá, hacia el sur, las Peñuelas, otra ciudadela aparte. A partir de aquí comienza el escalafón más bajo de entre la pobretería: las Cambroneras y las Injurias, a ambos lados de la Glorieta del Puente de Toledo, formadas por casetas de cartón y maderas podridas donde viven hacinados cientos de indigentes sin futuro alguno (…) expertos en la búsqueda de basuras y en la lucha por la vida”[5]. Con razón, Servando Rocha comenta que “sus itinerarios son caóticos y caprichosos” y le define, a Pío Baroja, como “buen psicogeógrafo”, término que también podría aplicarse a los autores del libro La mala vida en Madrid…
De entre los tipos y las fotografías incluidas en este libro nos interesa destacar la del ‘Alcoholista profesional’. Sobre este personaje, al cual nos vamos a referir a continuación, escribieron también Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888–Buenos Aires, 1963) y el pintor José Gutiérrez Solana (Madrid, 1886–1945). Como ya hemos apuntado, el capítulo I del libro es una especie de taxonomía de las gentes del mal vivir contemplada bajo el apelativo genérico de golfos que englobaba, según los autores, tres categorías: a) los abandonados (niños); b) los inadaptables por causas de educación, por atavismo (regresión psicológica) o por estados patológicos y degenerativos; c) los caídos (los que ocuparon un puesto en la sociedad, del cual cayeron –aquí distinguen el golfo aristocrático, el golfo burgués, el literato y el artista, es decir, buena parte de los que denominamos bohemia, y también los inútiles y los inutilizados “los que en la lucha por la existencia quedaron vencidos y fracasados”). Entre estos últimos apuntan ambos autores “el alcoholismo desempeña un papel muy importante en la formación de esta clase de golfos.” El personaje del cual tratan Quirós y Aguilaniedo no es otro que un muy jaleado y célebre alcohólico conocido en las calles de Madrid por su apodo, Garibaldi.
¿Qué dicen exactamente de él?
Después de referirse a algunos alcoholistas populares y a su gusto por provocar “a diario grandes escándalos callejeros, cantando, alborotando y haciendo, en una palabra, la delicia de la banda de curiosos que les sigue como a animal raro y burlesco”, se centran en su figura, cuya fotografía aparece en la página 100.
“La fig. 9ª representa –escriben– a uno de ellos, Garibaldi, tan conocido del público madrileño. Hay gran diferencia entre verle en la calle, libre, feliz, independiente, adornado con su tricornio, casaca y falsas condecoraciones, dando vivas a la República, tuteando a Prim y a otros generales de su tiempo, tratando de Excelencia a todo aquel que le invita a una copa, recorriendo ufano las principales arterias de la villa, al frente del inevitable batallón de chiquillos, y verle en la cárcel, donde le hemos estudiado nosotros, perdidos sus bélicos arreos, mustio el semblante, la actitud humilde, substituido el tricornio por un gran gorro verde con arabescos.
Garibaldi tiene ahora cincuenta y ocho años; está bastante bien conservado, es bajo de cuerpo, y marcialmente plantado. Su madre fue cantinera en el penal de Tarragona; su padre, portero de una Casa de Socorro, murió de un ataque de alcoholismo, fin que también tuvo un hermano de su padre. Ya su abuelo había sido aficionado al vino, como lo es uno de los hijos de Garibaldi, adolescente todavía, ligeramente giboso, popular también y dado a todo género de vicios, que el público curioso y maleante le paga.
Fue cubero de oficio hasta que pudo convencerse de las ventajas que ofrecía hacerse el loco popular, y convertirse en parásito consecuente de sus numerosos conocidos; comenzó desde muy niño a beber, instigado por su padre que se complacía en ello; por los tiempos que trabajaba, le fue inferida una herida en la región pectoral derecha y otra en la nariz por un su oficial, en ocasión en que ambos estaban ebrios; la cuestión fue provocada por el oficial, que no pudo ver con calma en la cocina el magnífico y abundante puchero del maestro, comparado con el menguado que él podía arrimar al fuego, con tres pesetas de jornal.
Garibaldi es “microcéfalo, fisonomía simpática, ojos empequeñecidos por la ligera elevación del párpado inferior, carácter que ya da Sikorski en sus alcoholistas, acné rosáceo marcada, surcos naso-labiales hundidos inferiormente, temblor de la lengua algunas veces, sed y hambre crónicas. Odia el aguardiente, por el cual se perece su mujer, más adelantada que él en la intoxicación. Bebe solo vino, y actualmente delira a veces. Se embriaga a diario, y según le da el vino, va desde la calle a la cárcel o a su casa”[6].
Junto a este “retrato” que sin duda es objetivamente clínico, Ramón Gómez de la Serna y José Gutiérrez Solana nos legaron una semblanza y una crónica del personaje desde sus respectivas ópticas subjetivas y literarias. También Camilo José Cela, en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua, que versó sobre la obra literaria de Solana, se refirió a él. Pero empecemos por Ramón.
En el artículo ‘Variaciones. Garibaldi’, publicado en el periódico vespertino La Tribuna el 7 de enero de 1920, núm. 2.939, ilustrado con dos fotografías –una de Garibaldi solo sin pie y otra “‘Garibaldi’ y su distinguida esposa”–, Ramón escribe: “Garibaldi fue para mí desde pequeño algo así como un general que no había sido sanguinario. Sus cruces se las había ganado noche a noche donde se premian las grandes cogorzas, y esas batallas que los borrachos sostienen a través de toda la ciudad de Norte a Sur, con faroles, golfos y transeúntes que no saben apreciar que el borracho está borracho y contienden con él como con un matón”[7].
Pero antes de seguir con la semblanza ramoniana y desbrozar algunos de sus aspectos relevantes, recurramos al socorrido flashback. El recuerdo “fue para mí desde pequeño” y nos lleva a la revista escolar, El Postal. Revista defensora de los derechos estudiantiles que, por estos mismos años de la publicación de La mala vida en Madrid (1901), un adolescente Ramón confeccionaba a mano en el colegio de los Escolapios de y en ella hizo un estupendo dibujo de este personaje, Garibaldi, muy popular en el Madrid de entonces. Dentro de los numerosos temas madrileños que Ramón trató en aquella revista escolar, los tipos marginales estuvieron magníficamente representados por esta figura.
El dibujo del joven Ramón presenta similitudes con el anónimo “retrato fotográfico” (a lo Eugène Atget) que incluyó en el artículo de La Tribuna. Para empezar la cabeza con sombrero está en ambos en la misma posición, girada hacia la izquierda (de su plano), mirando fuera del encuadre. El sombrero de picos es idéntico y se aprecia igualmente la banda que cruza su pecho y las numerosas medallas que cuelgan de la chaqueta, indumentaria que caracterizó y singularizó a este personaje del lumpen madrileño.
¿Por qué un dibujo realizado en 1901 o 1902, años que abarcan la publicación de El Postal, coincide con una fotografía publicada –mejor habría que decir reutilizada– por Ramón en 1920? La explicación más plausible reside en que Ramón solía guardar recortes de periódicos y revistas como si se tratase de un archivo gráfico que fue reuniendo a lo largo de su vida y utilizaba aquellas imágenes acopiadas, bien para ilustrar artículos suyos, bien para pegarlas con sindetikon y puntas de clavo en las paredes, biombos y muebles de sus sucesivos y eutrapélicos despachos[8].
Entre el dibujo y esta fotografía cierto es también que se aprecian algunas diferencias de composición como, por ejemplo, en el primero, las piernas están algo más separadas y curvadas y el brazo izquierdo está extendido como si el mendigo Garibaldi señalara algo, aunque la mano está cerrada como en algunas figuras de Goya. En el dibujo, la figura ocupa un espacio abstracto (un fondo vacío) mientras que en la fotografía se ve junto al personaje un perro y, al fondo, un burro y unas escaleras exteriores de una casa, que me lleva a pensar que podría ser el patio de una corrala, todo ello bajo una atmósfera que recuerda las vistas de los barrios humildes de París del mencionado Atget.
También la postura de las piernas del dibujo ramoniano recuerda la de algunos personajes de los aguafuertes del maestro aragonés, otro experto en fijar sobre el papel o los frescos la imagen de individuos pertenecientes a los estratos más bajos del pueblo madrileño de su época[9]. Ciertas figuras goyescas bien pudieron ser otra fuente de inspiración para la composición del dibujo de Ramón, además de la fotografía en cuestión. Sobre esta “apropiación” goyesca conviene recordar que con motivo del Centenario de la muerte del pintor aragonés, Ramón publicó en La Gaceta Literaria un artículo en el que recordaba sus visitas de “chico” –entiéndase de colegial o primera adolescencia– a los sótanos del Museo del Prado donde no solo miraba los aguafuertes de Goya sino que copiaba algunos de ellos: “Un día, un señor extranjero –escribe– al verme tan atento frente a aquel multiespejo en que afeitarse de tontería, y notando que yo copiaba algo de aquello que veía, con deseo de comenzar la primera plana de borrones rebeldes, me dijo: —Hace mal en copiar a Goya, pues Goya es un mal dibujante. Yo miré a aquel mentor entrometido en aquel colegio sin mentores, en que se estudiaba y se hacía novillos al mismo tiempo, y, mucho después que hubiese desaparecido, se repuso en mi corazón la contestación. Yo no aprendía dibujo en aquel copiar los geniales garrapatos de Goya, sino que aprendía a disquisicionar en los sueños y recoger el espontáneo sarcasmo que merece la vida”[10].
Es muy interesante recoger aquí esta cita que hace Ramón de los aguafuertes goyescos por dos motivos. Primero, porque Ramón es consciente de que no puede aprender a dibujar imitando los diseños del pintor aragonés –aunque podría decirse “copia que algo queda”– y, segundo, por la terminología que emplea al referirse a ellos como “geniales garrapatos”. Quizá en la conciencia de Ramón, primero juvenil y después en la madurez, Baldomero “el Cubero” que así se llamaba y apodaba también Garibaldi era un garabato social digno de ser considerado literariamente. Se podría establecer también un parangón con los bufones velazqueños y otras tipologías de personajillos, a los que Moreno Villa dedicaría años después el libro, Locos, enanos, negros y niños palaciegos: gente de placer que tuvieron los Austrias en la corte española desde 1563 a 1700 (1939), solo que para 1901 el espacio por el que transitaban estas figuras no era el restringido espacio cortesano de los palacios, sino la ciudad toda.
Sin duda este Garibaldi de El Postal forma parte principal de la extensa galería de personajes raros y atrabiliarios que tanto fascinaron luego a Ramón y que formaron parte de su literatura periodística y algunos, en carne y hueso, de su tertulia del Café de Pombo, cuya curiosidad sobre ellos ya se despertó, como vemos, en la adolescencia[11]. Abundando en esto cabe recordar que Ramón recoge en su libro La sagrada cripta de Pombo (1924) una frase del periodista Roberto Castrovido acerca del personaje que nos ocupa relacionada con los banquetes: “Castrovido, con su romántica elocuencia, escribió entonces: ‘La disputa es vieja. Contra los banquetes se han disparado sátiras, se han dibujado caricaturas y se ha pretendido matarlos por el ridículo, ofreciéndoselos a una loca, cantatriz callejera, Madama Pimentón, y al pícaro alcoholizado Garibaldi’”[12]. El Garibaldi dibujado por el joven Ramón en El Postal es un dibujo realizado a pluma, pincel, tinta china y aguadas de color fucsia, negro y amarillo y es, sin duda también, uno de los mejores dibujos de cuantos hizo para su revista escolar[13].
Pero volvamos al artículo de Ramón en La Tribuna, publicado el 7 de enero de 1920. Tras ese primer recuerdo y fijación del personaje deambulando por Madrid, el retrato literario ramoniano discurre en un doble registro, tan habitual en sus semblanzas de personajes, que combina la prosopografía y la etopeya, planos entreverados con algunas imágenes sobresalientes. Tanto el artículo de Ramón como el de José Gutiérrez Solana incluido en su libro Madrid callejero (1923) son necrológicas –iba a decir encubiertas– que resaltan, como de pasada, algunos aspectos del personaje, pero sin allegar datos muy objetivos pues se trata de caracterizar a un personaje popular y atrabiliario, ambas inscritas en aquella amplia corriente de tono costumbrista que inauguró Mesonero Romanos con Tipos y caracteres.
Como él mismo indica en el artículo dedicado a Garabildi, el propósito de Ramón es “fijar su tipo y su carácter, que también puntuaron la vida de la calle madrileña durante muchos años”[14]. Un propósito, pues, de corte costumbrista, grato y fácil de comprender, sin duda, por lector del periódico. En el aspecto externo, Ramón destaca algunos rasgos físicos de aquel: “su gran cara de portero, más que nada de portero mayor de ministerio echado a la calle porque tuvo con el ministro el más terrible descaro”; “con el surco de la boca hundido, con sus bigotes retorcidos y japoneses, con su cabeza pequeña y sus ojos turbios” y vestido con “el sombrero de tres picos” y “los pantalones caídos, porque vencía el sostén de los tirantes la mucha calderilla que llevaba en sus bolsillos, iba por las calles como el candidato que recorre el distrito y que copea y se copea en todos los pueblecitos”.
Y entreverado con estos rasgos –Ramón salta sin solución de continuidad de unos a otros– los que definen su carácter y costumbres. El primero de ellos es un cierto optimismo. “Siempre era el hombre alegre que va a la gran recepción…” y “Siempre iba a marchas forzadas hacia sitios en que tenía que hacer la caridad de su optimismo”. Quizá Ramón veía también en este personaje algo quijotesco: “Siempre parecía –escribe– batallador al que le acaban de matar el caballo; pero por eso no pierde el entusiasmo, sino que grita para ensordecer a todos: “¡Arriba caballo moro!”. No podía faltar igualmente una alusión al contexto, al Madrid de aquellos años veinte configurado ya por las masas que Ortega diseccionó. “Tan caudillo valiente era, que consiguió lo más difícil de todo lo que se puede conseguir, y es que la multitud le seguía siempre jaleándole y dándole vivas (…) En medio de todo, y aún con su gran asiduidad en la exhibición, la multitud le respetaba”. A la manera, diríamos, de un demagogo sui géneris. Esto se aprecia en la fotografía que le hizo Pepe Campúa (José Demaría Vázquez) donde se le ve mirando hacia arriba, cargado de medallas y con un bastón, rodeado por ese epítome de anónimos ciudadanos, compuesto de hombres y mujeres jóvenes y niños, algunos con pinta de golfos[15].
Garibaldi –concluye Ramón– “Tenía bastante idea de la vida y de la realidad; conocía sus itinerarios, sabía en qué momento convenía el grito subversivo, y conocía los figones en que el guiso llena y pertrecha al estómago y al alma”. Sobre el deambular cotidiano del Garibaldi alcohólico (no olvidemos este aspecto de su personalidad), Ramón le ve “pasando por verdaderos precipicios y siendo agredido por las esquinas”; alejándose por las afueras con un tal Ontiveros: “Era amigo de Ontiveros, y se perdían juntos y del bracete en los caminos de las afueras en que se pierden los borrachos. Los faroles de pies de palo, los faroles como zancos de esos andurriales, les miraban asombrados”. A modo de despedida del personaje Ramón lamenta, no sin cierta retórica, no haberse podido despedir de él: “¡Qué lástima no habernos podido despedir de él (…) Si aquí, como debía, hubiese la gran ‘Morgue’ que hay en París y hasta en Lisboa, allí había podido estar expuesto el ilustre finado (…)”, frase que podríamos entender como un epitafio. Un retrato, por tanto, “verídico” y “verosímil” frente a otros artículos que se debieron de publicar en la prensa tras su muerte y que Ramón los rechaza por cursis o sentimentales: “¡Hoy ya, después de leer los comentarios más cursis o sentimentales, que no se referían a su verdadera personalidad de viejo caudillo y viejo tamborilero y pregonero de pueblo”, ha querido fijar su tipo y su carácter.
El artículo, ‘Garibaldi y su mujer’, del pintor y escritor José Gutiérrez Solana incluido en su Madrid callejero (1923), dedicado “al gran artista vasco Ignacio Zuloaga” tiene otra tonalidad[16]. No hace falta que entremos, aunque bien quisiéramos, en consideraciones en torno a la amistad y admiración mutua que se profesaron Ramón y Solana. Ramón desde muy temprano –su Pombo de 1918– valoró la faceta como escritor de Gutiérrez Solana y se refirió a este aspecto en múltiples ocasiones en diversos artículos que acabarían por desembocar, en 1944, en una excelente biografía sobre el pintor, calificada por Juan Antonio Gaya Nuño como “seguramente la monografía más feliz de Ramón”[17] y aquel le homenajearía con el cuadro La tertulia del Café de Pombo (1920), el documento gráfico más importante sobre la tertulia pombiana y un documento excepcional sobre el Madrid del primer tercio del siglo XX que ha trascendido con el tiempo el ámbito circunscrito exclusivamente al Café.
Antes de adentrarnos en el artículo de Solana, quiero recordar unas palabras de Camilo José Cela que valoró la prosa solanesca de la siguiente manera: “Solana fue un clásico en cuanto no admitió desmelenamientos de ninguna suerte de romanticismos, en cuanto procuró reflejar lo que veía con la mayor precisión y la más exacta objetividad posibles” y “no admite las idealizaciones y piensa que los ojos sirven para ver y no para adornar la imagen que se mira”[18].
El artículo de Solana también empieza con una referencia a la topografía y sociología urbana madrileñas: “Al doblar la esquina de la calle de la Montera, para entrar en la Puerta del Sol, detiene nuestros pasos una ruidosa manifestación de chicos, entre los que hay mezcladas algunas personas mayores, que siguen con atención la curiosa escena”. Del grupo de chicos y golfos (que es como Solana los caracteriza) nos cuenta el pintor “se ha destacado una enérgica y diminuta figura de un hombre de edad avanzada, recubierto por un levitón negro y un viejo sombrero de picos galoneado, con unas plumas negras, parecido al que llevan los ministros en los días de recepción, o al de los porteros del Banco de España y Ministerios. (…) Luego, apartando con el bastón a los golfos más inmediatos (…) y desabrochándose rápidamente los botones del levitón, ha descubierto, mostrando orgulloso el pecho, que lleva lleno de condecoraciones (…)”.
Esta escena e imagen de Solana es prácticamente intercambiable con la fotografía de Campúa a la que ya hemos aludido. Allí está Garibaldi flanqueado por dos golfos que miran fijamente a la cámara y a sus espaldas el restante acompañamiento. Quizá ya nadie mira así, con ese descaro, al objetivo fotográfico. Es probable que aquel tipo de mirada encierre algún misterio inconsciente. Solana recoge el timbre de voz de Garibaldi, “voz estentórea y cascada, un poco de borracho” y los gritos que profiere en aquel corrillo: “¡Viva la República! ¡Viva Garibaldi! ¡Abajo los carcas!”. Es difícil determinar con exactitud la fecha de esta escena narrada por Solana. En la fotografía de Campúa, a diferencia de la que publica Ramón, se le ve a Garibaldi ya un hombre envejecido. Bernaldo de Quirós en La mala vida en Madrid nos dice que “Garibaldi tiene ahora [en 1901] cincuenta y ocho años”, por tanto, habría nacido en 1843, de ahí que el “¡Viva la República!” se refiera a la Primera República, proclamada el 11 de febrero de 1873. Este hecho histórico debió ser imborrable para él porque lo repetía constantemente con otras consignas. Tanto esta escena relatada por Solana como la fotografía de Campúa habría que situarla cercana a 1919, fecha en la que Garibaldi murió con setenta y seis años, como apunta Eduardo Valero García.
Solana le tilda de “gran hombre legendario, tan popular en Madrid”. Se fija en su estatura, “a pesar de ser tan chico” y comenta que a veces algunos guardias que le tienen tirria “le han llevado a pasar [a la prevención, se entiende, puesto de policía] una quincena entre gentuza, como randas y timadores”. De la calle de la Montera Garibaldi se encamina a una taberna sita en la plaza del Conde de Toreno, cuya parroquia la forman aguadores gallegos, gente pobre y mozos de cuerda. Allí, Garibaldi “ha sido obsequiado con algunas copas mientras ha pronunciado una elocuente y vibrante arenga, llena de ideas demoledoras y exaltado patriotismo”. Al salir de la taberna completamente borracho, Solana, a modo de testigo ocular, confiesa: “hemos contemplado a este anciano, enteco y amojamado, con su chaleco, en el que lleva cosidas muchas cruces, como esos santeros de los pueblos, con medallas y escapularios; su sombrero de ministro con plumas negras de pavo; bastón de mando; con las piernas abiertas –como le dibujó el joven Ramón– y renqueando como esos ministros llenos de reuma y enfermedades del hígado y del riñón”. El itinerario mañanero de Garibaldi parece terminar aquí.
Solana aporta nuevos datos sobre la vida de Garibaldi. “Vive –nos dice– con su mujer, en el barrio de las Cambroneras, cerca del puente de Toledo y en las márgenes del río Manzanares. (…). En un gran caserón donde viven más de doscientos vecinos tiene su morada el popular Garibaldi, conocido aquí por Baldomero el Cubero, por haber ejercido hace años este oficio, hoy abandonado”. En el citado libro de La mala vida en Madrid este “barrio” aparecía citado por Bernaldo Quirós en el contexto dedicado a examinar la clase de los golfos y, en especial, la de los golfos vagabundos también llamados andarríos, categoría que englobaba a “quinquilleros, trajineros, lañadores, recoveros, chalanes, santeros, copleros, narradores de milagros, de crímenes, saludadores (curanderos por medio de oraciones, exorcismos y filtros”, en definitiva –como escriben Quirós y Llanas– “una riquísima variedad de la truhanería andante”. También constatan estos autores que “las especies del género andarríos son raras en la ciudad, y solo se las encuentra en la zona suburbana (en los barrios de las Injurias y las Cambroneras, en el paseo de las Acacias y en el de las Yeserías”[19]. Pedro de Répide, en su célebre callejero madrileño, gran parte de él publicado en forma de artículos en los años veinte, señala que el nombre de esta calle “obedece a la multitud de cambroneras [un arbusto de la familia de las solanáceas] que se criaban en ese terreo, donde fueron construyéndose las casas humildes, viviendas especialmente de gitanos, que forman un pequeño núcleo poblado, cuya fama es pintoresca”, lugar considerado “remotísimo y de acceso tan extraño como peligroso”[20].
Tras este excurso, volvamos al Madrid callejero de Solana. Tras lo apuntado, desciende a continuación a algo tan concreto como es el describir la habitación donde vive Garibaldi con su mujer: “su habitación se reduce a una cama de matrimonio y dos o tres sillas, el fogón y una gran bota de vino, colgada de una alcayata de la pared; así como su guardarropa, donde hay casacas viejas, como de portero (…) y sus zapatos de playa, con que sale a la calle los días de gala, en que se pone las cruces”. Mirada esta, la de Solana, muy plástica y de profesional habituado a pensar en composiciones para sus cuadros y seleccionar detalles. Continúa refiriéndose al caserón donde también “viven muchos gitanos, y los corrales están llenos de burros (…) En el patio, en revuelta confusión, los chicos se revuelcan en el suelo, medio desnudos, entre gallinas, perros y borricos llenos de largas guedejas con pelotillas de basura”. Sino tan abultados, estos últimos detalles se observan en la fotografía con que Ramón ilustró su artículo, donde, junto a Garibaldi, se ve un burro y un perro. Además de gitanos, Solana, certifica que viven allí también traperos, algunos barquilleros y algunos de “esos hombres-anuncios que se ven por las calles, viejos, con gabanes destrozados y recosidos (…) con las facciones de caricatura por el peso de los años”. Concluye Solana su artículo con una referencia a las andanzas conjuntas de Garibaldi y su mujer, a sus discusiones y “visitas” a la “sala de borrachos de la perrera”, a la viudez reciente del personaje, y a su muerte que “al poco tiempo [entendemos que después de ser testigo de aquellos momentos garibaldinos], llevó a presencia del dios Baco a Garibaldi, el que, con los agarrotados dedos, no se desprendió ni un solo momento de la bota, su amiga inseparable, que tan buenos ratos le hizo pasar en la vida y a la que en parte debió la popularidad de su nombre”.
Como colofón a este recorrido en tres planos, de esta singular figura que fue Garibaldi, recurro a unas palabras de Camilo José Cela de su discurso de ingreso en la Real Academia y a su contestación por Gregorio Marañón. Cela advierte, no sin razón, que “en ‘Garibaldi y su mujer’ (…) el escritor [Solana] nos fija la menuda y viva historia del arroyo, la crónica sin gloria –aunque con pena– de la plaza pública”. Sin embargo, yo no comparto una de las cualidades que subraya de su prosa, la ternura, que también observa Marañón, y que en la cita que he escogido se plasma en el “aunque con pena”. Más interesante me parece, sin embargo, el término que aplica este último a la prosa del pintor en su contestación al discurso de Cela. Y ese concepto no es otro que el de sinestrismo, “o sea la incapacidad de ver, en el panorama del mundo, todo aquello que no fuera ‘infeliz, funesto o aciago’”. Marañón opone este término al de tremendismo –de actualidad en aquel momento del discurso– que interpreta como “un gesto artificioso, superficial y casi siempre insincero, hecho de deliberada batahola para impresionar a los demás”, y veía en el sinestrismo solanesco una “actitud anacrónica”. O, en palabras de Ramón Gómez de la Serna, “diversión y crimen”. Andrés Trapiello subraya que “Solana escribía por lo mismo que pintaba, pintaba de la misma manera que escribía, ni mejor ni peor, y escribía ni peor ni mejor que pintaba. No por prurito artístico ni por entretenerse, desde luego, sino como asedio de esa realidad que tan insatisfecho dice dejarle casi siempre y a la que se entrega obsesivamente”[21]. José-Carlos Mainer ha subrayado “el estilo seco y directo [de Solana] siempre contado en presente, [que] no quiere recrearse en la perpetuación de la sensación, en la suspensión del tiempo, sino proporcionarnos mejor la inminencia directa del horror, por el que somos a la vez subyugados y espantados”[22].
Hemos intentado fijar por un momento sobre la pantalla tres visiones sobre tan atrabiliario personaje como fue Garibaldi: un “alcohólista profesional” para Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo; un personaje fantasmático para Ramón Gómez de la Serna y “un gran hombre legendario y popular” para José Gutiérrez Solana. Este incompleto esbozo biográfico que agradaría, creo, a los interesados por la microhistoria, puede facilitarnos la entrada en un segmento de aquella sociedad madrileña entre 1901 y 1920 y en unas formas “científicas” y “literarias” de entender y plasmar algunos de sus rasgos humanos y existenciales: desde la objetividad de los datos y su análisis [Quirós y Llanas] a la implementación literaria y poética [Ramón y el Solana escritor].
Una biografía nunca está completa. Quizá el lector interesado pueda completar este retrato si se siente con ánimos de bucear en ese pozo insondable que es la hemeroteca y encontrar aquellos otros “comentarios más cursis o sentimentales o simbolizadores” a los que se refirió Ramón en su singular crónica. Por el momento la figura y el rostro de Garibaldi han quedado fijados también en la iconografía que hemos recogido: en el dibujo de Ramón para su revista escolar, El Postal; la fotografía “clínica”, incluida por Quirós y Llanas en su libro La mala vida en Madrid, las dos fotografías con las que Ramón ilustró su artículo en La Tribuna, una de Garibaldi solo y otra con su mujer, y por último la de Campúa rodeado por un público –entre ellos varios golfos– que le jaleaba en sus andanzas por las calles madrileñas, de un Madrid con rasgos preindustriales y rurales todavía bien visibles, debatiéndose entre la miseria y la transformación hacia la urbanidad moderna[23].
Notas:
[1] Datos tomados del Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, de los artículos de Alberto Javier Ribes Leiva y Antonio González Bueno, respectivamente.
[2] Javier Rioyo. ‘De la mala vida a la vida ejemplar’. En Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo. La mala vida en Madrid. Estudio psico-sociológico con dibujos y fotograbados del natural. Con un prólogo de Javier Rioyo y un epílogo de Eduardo Arroyo. Madrid, Asociación de Libreros de Lance de Madrid, 2010, pgs. VI-X. Cito siempre por esta edición.
[3] Pío Caro Baroja. Imagen y derrotero de Ricardo Baroja. Bilbao, Museo de Bellas Artes de Bilbao, 1987, pg. 31. En este año –señala Pío Caro– Ricardo debutaba como “ilustrador de escritos o narraciones en la revista Madrid, faceta menor de su arte –según él– que nunca abandonará hasta el final de sus días (…) y muestra de ese interés que sentía por la actualidad, por el reportaje gráfico”.
[4] Pío Caro Baroja. “Introducción”. En Ricardo Baroja. Gente del 98. Arte, cine y ametralladora. Edición de Pío Baroja. Madrid, Catedra, 1989, pg. 15.
[5] Servando Rocha. ‘Prólogo. Pío Baroja y el fin del mundo’. En Pío Baroja. Las calles siniestras. Antología del eterno paseante. [s.l], Editorial La Felguera, 2019, pgs. 29-30.
[6] Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo. La mala vida en Madrid. Estudio psico-sociológico con dibujos y fotograbados del natural. Con un prólogo de Javier Rioyo y un epílogo de Eduardo Arroyo. Madrid, Asociación de Libreros de Lance de Madrid, 2010, (pgs. 104-105).
[7] Este artículo está recogido en Ramón Gómez de la Serna. Retratos, Semblanzas y Caricaturas variadas. La Tribuna, 1912-1922. Edición, trascripción y estudio preliminar de Eduardo Alaminos López. Madrid, Ediciones Ulises, 2021, pgs. 169-172.
[8] Eduardo Alaminos López. Los despachos de Ramón Gómez de la Serna. Un museo portátil “monstruoso”. Madrid, Ayuntamiento de Madrid / Museo de Arte Contemporáneo de Conde Duque, 2014.
[9] Véanse ciertas figuras de las series de Los Caprichos o Los Disparates o algunas figuras en la bóveda de los frescos de la ermita de San Antonio de la Florida.
[10] Gómez de la Serna, Ramón. ‘El primer humorista español’. La Gaceta Literaria, 1 de julio de 1927, núm. 13, pg. 1. El artículo está ilustrado con el aguafuerte de Goya, ¿De qué mal morirá? Museo del Prado, Madrid G. 2128. Debajo de la imagen se ha puesto CAPRICHO y omitido la leyenda
[11] Véanse a título de ejemplo los artículos ‘Juan de Nogales’ (23 de marzo de 1920); ‘Aureliano Rodríguez Gallardo, El médico loco’ (24 de julio de 1920) en el periódico La Tribuna. Recogidos en Ramón Gómez de la Serna. Retratos, Semblanzas y Caricaturas variadas. La Tribuna, 1912-1922. Edición, trascripción y estudio preliminar de Eduardo Alaminos López. Madrid, Ediciones Ulises, 2021. Y ‘Siluetas. Tipos raros de Pombo’ (16 de febrero de 1935); ‘Cosas de Pombo. Nuevos Lunáticos’ (13 de junio de 1936) en la revista Estampa. Recogidos en Ramón Gómez de la Serna. Color de diciembre y otras cosas. Colaboraciones en el diario Ahora y en la revista Estampa, 1935-1936. Edición y estudio preliminar de Ricardo Fernández Romero. Sevilla, Renacimiento, 2018.
[12] Cito por Ramón Gómez de la Serna. La sagrada cripta de Pombo. Tomo II, aunque independiente del I, pudiendo leerse el II sin contar con el I. Madrid, Trieste, 1986, pg. pg. 394.
[13] Además de esta referencia plástica, en las páginas de El Postal encontramos otra en la que se asocia la figura del conde de Romanones con este personaje, en el contexto de los temas relativos a la enseñanza a base de textitos que oscilan entre la crítica, con acento satírico, y la mera información. La figura de Álvaro Figueroa y Torres, conde de Romanones, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes con Sagasta, durante los años 1901-1902, fue objeto de dardos e invectivas personales, incluida la cojera que padecía, motivo por el que era caricaturizado en la prensa de la época. Un condiscípulo de Ramón, un tal M. Cantalejo firma el texto ‘Contra el cojo’ en el que podemos leer: “Protesto sí señor contra tanta majadería. Como se le ha metido a V. en la cabeza Sr. Conde de Romanones ¿a quién se le ocurre mudar todos los años dos o tres veces los planes de enseñanza? Y sobre todo tan egoísta con los libros. Eso no debe hacerse y llegará un momento en que alcemos la voz y corra V. peligro de quedarse cojo de la otra pata. Yo lo que creo estudiaba V. [es] lo que ha estudiado Garibaldi”. Se refiere, sin duda, al mendigo madrileño muy popular entonces. La comparación con el político es sin duda ejemplo del tono satírico que mantuvo en ciertos momentos El Postal.
[14] Como ha recordado Julio Caro Baroja “las costumbres han preocupado a los hombres desde tres puntos de vista fundamentales y desde muy antiguo: a los moralistas, a los poetas y literatos y a los que las estudian de un modo objetivo” y que “el tipo definido psicológicamente se relaciona con el carácter”. Julio Caro Baroja. ‘Costumbres y tipos’. En La Edad de plata de la cultura española (1898-1936). Volumen I. Identidad. Pensamiento y Vida. Hispanidad. Historia de España Menéndez Pidal, tomo XXXIX. Madrid, Espasa Calpe, 1998, pg. 495 y 498. En este texto Julio Caro también cita el libro de La mala vida en Madrid a propósito de los golfos errabundos y criminales.
[15] Fotografía publicada por Eduardo Valero García. Historia Urbana de Madrid. Fototeca HUM. El borracho Garibaldi. 2015. Garibaldi apunta Valero García falleció la víspera de Nochebuena de 1919. Tenía 76 años.
[16] Cito por la edición José Gutiérrez-Solana. Madrid callejero. Madrid, Trieste, 1984.
[17] Juan Antonio Gaya Nuño. Historia de la crítica de arte en España. Madrid, Ibérico Europea de Ediciones, 1975, pg. 288.
[18] Camilo José Cela. La obra literaria de Solana. Discurso leído ante la Real Academia Española el día 26 de mayo de 1957 en su recepción pública… y contestación del Excmo. Sr. Don Gregorio Marañón. Madrid, Papeles de Son Armadans, MCMLVII, pgs. 26. Cela extracta parte de lo dicho por Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo sobre Garibaldi.
[19] Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo. La mala vida en Madrid. Estudio psico-sociológico con dibujos y fotograbados del natural. Con un prólogo de Javier Rioyo y un epílogo de Eduardo Arroyo. Madrid, Asociación de Libreros de Lance de Madrid, 2010, pgs. 29-30.
[20] Pedro de Répide. Las calles de Madrid. Compilación, revisión, prólogo y notas de Federico Romero. Epílogo de Alfonso de la Sera. Ilustraciones de Esplandiu. Madrid, Afrodisio Aguado, 1981, pg. 104.
[21] Andrés Trapiello. ‘La luz sin problemas (Solana escritor). En el catálogo de la exposición José Gutiérrez Solana. Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2004, pg. 226.
[22] José-Carlos Mainer. Historia de la literatura española. 6. Modernidad y nacionalismo, 1930-1939. Barcelona, Crítica, 2010, pg. 389.
[23] A modo de posdata. Creo recordar que la figura de Garibaldi también aparece en la película de Edgar Neville, Mi calle, en una escena en la que se le ve saliendo de una taberna.