Los he tenido históricos, de tal calibre que harían palidecer a un eunuco. En una ocasión estuve a punto de llamar a la Televisión de Galicia para que viniese a grabar aquello porque se estaba achicando tanto que pensé que me iba a brotar de allí una vagina como una flor secreta. Mi relación con los gatillazos fue debida a una época de malas noches y peores mañanas, cuando entraba en los afterjaus para arramblar con todo lo que respirase y luego no sabía qué hacer con aquella procesión de espíritus en la cama; a veces, de puro aburrimiento, me ponía a jugar al tetris con ellos mientras los observaba distante desde una silla preguntándome en silencio si ésa era la vida que yo quería, y respondiéndome eufórico que sí mientras abría otra cerveza. La mayoría de las veces fallaba con mujeres espléndidas pues independientemente del alcohol a mí me saturaba la presión al punto de obturárseme las venas, y carraspeaba entre sábanas mientras me levantaba para ir al baño con cualquier excusa peregrina –defecar, por ejemplo-, y al cerrar la puerta comenzaba un soliloquio tremendo, digno del mejor Shakespeare. Con una chica de Bellas Artes con la que salí dos semanas llegué a derramar lágrimas amargas, pues acabó dejándome por su novio, que lo tenía en A Coruña, porque si el chico se enteraba de que le estaba poniendo los cuernos con un impotente habría una orgía de sangre. Fue, ya digo, a una edad inconcreta que coincidió en una etapa de inseguridades y miedos, casi frustrante; combinaba actuaciones antológicas –una vez una chica se paró en medio del polvo y rompió a aplaudir- con hoscos fracasos –otra también aplaudió, pero para meter prisa. Lo normal era que en esos casos yo me levantase atribulado encendiendo un cigarro entre mis dedos temblorosos mientras escuchaba a mi espalda el rosario de exculpaciones, tipo “un mal día lo tiene cualquiera” y, cuando la cosa ya era brava, “un mal año lo tenemos todos”.
-Ven aquí y habla conmigo, ¿te preocupa algo?
Yo las halagaba incómodo diciéndoles que eran chicas que encerraban mucho misterio, impenetrables. Pese a todo, los peores momentos los viví con alguno de los gays que acababan en las redes de mis noches más pasadas. Al ser yo heterosexual se sobreentendía que en aquel día festivo ejercería la parte activa, pero al llegar a la cama me ponía a pensar en las consecuencias que tendría un gatillazo en semejantes circunstancias, y cuanto más rezaba para que se me levantase, más consciente era de que, si aquello no remontaba, me iban a acabar crujiendo pero bien. Todo esto me ha servido para aprender que en el sexo hay mucho de psicología y se requiere disciplina mental, especialmente cuando uno se enfrenta a situaciones sensibles, como irse a la cama con mujeres casadas. Con una, por ejemplo, tuve yo cuatro gatillazos seguidos tan brutales que la pobre me dijo un día que no quedaba más remedio que divorciarnos.