La carta llegó hace dos días. Supe que era usted quien la enviaba en el momento en que la vi. Mi nombre, escrito en tinta azul con su inconfundible caligrafía, me devolvió durante unos breves instantes al rumor de las aulas, a los pupitres desgastados y a las pizarras de tiza. Y durante unos segundos pude verle sobre el estrado, sonriendo cálidamente a unos alumnos distraídos, con las gafas colgadas al cuello y la pluma en el bolsillo izquierdo de una de sus camisas de manga corta.
El sobre me sorprendió; hacía tiempo que no hablábamos. Cuando me marché de la universidad prometimos mantener correspondencia, y durante unos años lo cumplimos. ¡Qué fácil era hacer promesas entonces! Todo era más sencillo en aquella lluviosa ciudad del norte, donde la vida no era más que un gran teatro en el que unos jóvenes soñábamos con cambiar el mundo. Pero al salir de allí la realidad nos estaba esperando: las largas noches de trabajo, las facturas, la dificultad de llegar a fin de mes, las hipotecas. Descubrimos que el mundo no era tan fácil de cambiar y que se nos iban acabando las ganas de seguir intentándolo. Entonces dejé de escribirle con tanta frecuencia. Sus cartas, sin embargo, seguían llegando cada semana. Intentó cumplir su promesa hasta el final. Fui yo quien la incumplió. Todavía no me he perdonado que la distancia y mi nueva vida nos separase, convertirme en una de esas personas que tanto odiaba, que corren de un lado a otro, siempre llegan tarde y nunca tienen tiempo. Pero tiene que saber que nunca le olvidé. Que guardé todas sus cartas.
Usted me hizo el mayor regalo que se le puede hacer a alguien: me enseñó a amar la vida. A rodearla de cultura y de sueños. A comprender que la calma llega cuando debe y que no entiende de prisas y, sobre todo, que la batalla más importante es la que uno tiene consigo mismo. Y yo, sin embargo, le fallé. No estuve a la altura de sus enseñanzas. Pero, aun así, en la carta que me envió no había rencor ni reproches, solo cariño y una sutil despedida. Cuando la escribió, usted ya sabía que se moría y, sin embargo, no me lo dijo. No me dio la oportunidad de despedirme, de poner por última vez su dirección en un sobre. No pude agradecerle haber dado tanto y pedido tan poco, decirle que usted fue siempre profesor y amigo.
Cuando terminé de leer su carta, recordé la primera vez que llamé a la puerta de su despacho. Me sorprendió ver que de todas las que había en aquel pasillo tan largo, solo la suya estaba abierta. Con el tiempo comprendí que la mantenía de esa manera para que todo el que lo necesitase se sintiera invitado a pasar. Por eso sé que donde quiera que esté habrá siempre una puerta abierta.