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Generación Z en México: lo que no y lo que nunca

 

 

 

El nombre de generación Z, pensado para cierto grupo de autores mexicanos, no tiene nada que ver con el narcotráfico. Es un juego más que una marca y tiene que ver con los zombis: con la figura del zombi, o tal vez con su espíritu.

 

La explicación se divide en dos partes (y tiene un epílogo completado en 2013):

 

 

1. Melancólica

 

Hace falta todavía contar una historia de los escritores, y en especial los narradores, de mi edad: los que se acercaban a los treinta años cuando comenzó el siglo. Hace unos años hubo cierta polémica alrededor de nosotros; no se enteró casi nadie más allá de los propios colegas, como suele suceder en México, pero la discusión giró alrededor de algunos libros de entonces, su mérito o su falta de mérito, lo poco que se parecían a una obra maestra como las de las grandes figuras, y lo que esto implicaba para la generación. Este término se volvió mala palabra. Muchas personas hablaban de la generación sólo para recalcar que no estaban en la generación y casi nadie fue más allá de parecidas observaciones enojadas o despectivas: nadie se refirió jamás, por ejemplo, a La idea de las generaciones, aquel ensayo famoso de Ortega y Gasset sobre el asunto. La invitación a vernos como el periódico de ayer o los coches del año pasado fue la crisis de los cuarenta que nos regalaron, sobre todo, amigos y conocidos de edad ligeramente menor.

 

Hubo, sin embargo, una afirmación  interesante que se repitió varias veces. La gente de la generación, se decía, no tiene una propuesta común. Los textos que han publicado no comparten una poética. Todos están, en fin, dispersos: desunidos cuando, supuestamente, los de otras generaciones habrían escrito de modo más concertado y esto habría sido mejor. La idea ya se había usado para hablar de autores apenas un poco mayores –nacidos en la segunda mitad de los años sesenta– en el prólogo de la antología Dispersión multitudinaria, compilada por Roberto Max y Leonardo Da Jandra y publicada en 1997; diez años después la imagen de la generación dispersa se repitió en muchas ocasiones y se volvió popular.

 

La imagen, por otro lado, es falsa.

 

En los mismos años noventa hubo una tendencia que siguieron muchos narradores principiantes de la generación: una más popular que cualquier otra de su momento. Los libros que le sirven ahora de testimonio comenzaron a aparecer precisamente alrededor de 1997: eran novelas y colecciones de cuentos publicados por personas nacidas en los primeros años de los setenta o un poco antes; en general apenas había quien rebasara la treintena. Casi todos esos libros fueron publicados por editoriales independientes, casi subterráneas, o bien por el estado; sólo unos pocos aparecieron en los catálogos de empresas como Planeta, Plaza y Janés, Océano u otras. En su momento, los lectores simplemente no percibimos que todos compartían varios rasgos comunes: narradores pasivos y contemplativos, tramas casi desprovistas de acontecimientos –aunque algunas de sus premisas iniciales fueran estrambóticas o escandalosas–, un ambiente urbano y contemporáneo visto de manera no desapasionada pero sí distante y, sobre todo, una sensación de desencanto: profunda melancolía que desembocaba en amargura, en efusiones sentimentales o en observaciones cínicas sobre una realidad hostil.

 

Este grupo de textos afines apareció, simplemente, sin que mediara ningún plan ni manifiesto. Algunos tendían a lo experimental, otros se centraban en la exploración de personajes, otros en tramas entendidas de manera más convencional, pero los temas centrales eran siempre dos: el tiempo y la memoria, y todas las historias desembocaban en la misma idea de un daño o una pérdida: en angustia ante el existir en un mundo donde ya nada es posible y sólo se puede repasar lo que fue, lo ya irremediable, lo que no y lo que nunca.

 

Abundaban ejemplos de la voz narrativa que no podía comenzar a contar su historia, de modo análogo al del narrador de El libro vacío, de Josefina Vicens; había personajes vueltos caricatura en bares (con ecos de John Fante o de Charles Bukowski) o dedicados a repetir la misma serie de consideraciones sobre la desesperación o el abandono; había también tramas que optaban por la violencia o la sordidez constantes, o bien que reducían al mínimo su propio peso al contarse como largos pasajes retrospectivos que después eran cuestionados o matizados por sus propios narradores. Tal vez sin que sus autores los hubiesen leído, muchos recordaban también a libros como Los largos días, de Joaquín Armando Chacón, o Ahora que me acuerdo, de Agustín Ramos, que intentaron articular la decepción de quienes habían vivido las luchas políticas de los años sesenta tras la masacre de Tlatelolco en 1968 y el comienzo de la “guerra sucia” mexicana en los años setenta. No todos escribíamos este tipo de narraciones, y más de uno entre quienes escribíamos algo distinto las miraba con desconfianza, pero éramos —evidente, visiblemente— una minoría.

 

Pienso ahora que este grupo no llamó la atención como podría haberlo hecho por dos razones. Por un lado, los textos eran parte del espíritu de la época. El fin de siglo, con sus asociaciones apocalípticas, se había puesto de moda gracias a los medios y se explotaba en ellos de muchas formas; a la vez, tras la caída del Muro de Berlín y de la mayoría de los regímenes comunistas en los tempranos noventa, otra noción popular era la del fin de la historia, a partir del libro del politólogo estadounidense Francis Fukuyama, muy discutido en ese tiempo aunque casi nadie lo hubiera leído. La burguesía más o menos ilustrada a la que pertenecía el grueso de los escritores que éramos jóvenes entonces se había quedado sin asidero ideológico, o por lo menos sin sustento para una serie de ideas frívolas y optimistas sobre el futuro que habían sido parte de nuestra educación sentimental y de la cultura popular desde nuestra infancia. Habíamos heredado estas ideas de la contracultura de los años sesenta y habíamos reflexionado tan poco sobre ellas como sobre el libro de Fukuyama o las profecías de Nostradamus.

 

Además, seguíamos resintiendo el golpe de la crisis económica y política de finales de 1994: a pesar del entusiasmo que todavía provocaba el movimiento del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) en Chiapas, el ánimo general se encontraba en un estado semejante al descrito por Generación X, de Douglas Coupland, aquel libro ya olvidado pero que tanto influyó, también, en el imaginario de la época. Las promesas del futuro habían resultado ser mentiras; nuestras posibilidades de desarrollo no eran mayores sino menores que las que habían tenido nuestros padres; habíamos llegado tarde a la historia que podíamos comprender y lo que se vislumbraba no era claro ni reconfortante.

 

La narrativa del tiempo y la memoria documenta, siempre, sufrimientos y pareceres individuales alrededor de esta visión de lo incierto y de la desorientación de un momento en el que –de modo muy semejante a como sucedió en Europa en el periodo entre las dos guerras mundiales– los valores y el pensamiento tradicionales estaban en crisis. El cinismo del temprano siglo XXI tiene su precursor en la perplejidad y el desconsuelo de muchas historias de este momento, cuyos personajes ensayan con frecuencia, mediante prueba y error, formas de articular su pasado (aunque sea para descubrir que es irrecuperable) o de resignarse y soportar su presente.

 

Por otra parte, las historias de ese momento y ese ánimo apenas dejaron huella. La causa fue, sobre todo, que la mayoría de los textos apenas se difundieron. Durante los noventa hubo un gran auge de la publicación no comercial de escritores jóvenes, al amparo de proyectos independientes o contraculturales o de iniciativas del estado como el Conaculta, pero el aumento en la publicación no estuvo acompañado por nuevas formas de distribución que le permitieran llegar más allá de unos pocos lectores: todo esto ocurrió justamente antes de que las tecnologías de internet se volvieran populares y modificaran por completo, como lo han hecho, las alternativas de la edición independiente en el país. Para ser precisos, de hecho, la mayoría de los textos del tiempo y la memoria no aparecieron siquiera en libros, sino en revistas: publicaciones de tirada diminuta, casi invariablemente de corta vida, con nombres como Ostraco, Pedimos la palabra o Cuadernos del canguro bolsón, o bien en colecciones de plaquettes. Y los libros tenían, en general, los mismos problemas que estas publicaciones. Aunque en algunas hemerotecas se pueden encontrar ejemplares de revistas y plaquettes y también documentos acerca de la recepción y crítica de muchos libros –reseñas, noticias de presentaciones, etcétera– lo cierto es que casi todos los tirajes quedaron sin leerse más allá del círculo muy reducido de los conocidos de sus autores y el medio literario en el que se desenvolvieran. De esta manera se encontró mi generación con el problema de la ausencia de grandes masas de lectores, que es de todo occidente desde comienzos del siglo XX pero más agudo en un país como México, con el sistema educativo en crisis perpetua que tenemos.

 

Hay que agregar, por supuesto, que la calidad de lo publicado era irregular, como cabía esperar, y en general no muy elevada. De los libros, quedan pocos siquiera con algún interés histórico y sólo un puñado de ellos merece releerse y reconsiderarse; entre esos pocos textos rescatables estarían Marcos’ fashion (1997), de Edgardo Bermejo –cuyo subtítulo podría haber sido un lema: “de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo”–; Tránsito obligatorio (1995), de Alejandra Bernal; Los extraditables (1999), de Marcela Rodríguez Loreto, y los que me parecen los tres mejores de todo ese movimiento virtual, descentrado pero no inexistente: No volverán los trenes (1998), de Andrés Acosta; La risa de las azucenas (1997), de Socorro Venegas, e Y por qué no tenemos otro perro (1997), de José Ramón Ruisánchez.

 

Un resumen de la narrativa de mi generación hecho en ese momento y centrado en los textos del tiempo y la memoria, como si éstos fueran todo lo que hubiésemos podido producir, sería injusto, evidentemente, pero no es posible negar que, a pesar de muchos momentos estimables e incluso brillantes, ninguno de estos libros podría considerarse la mejor obra de sus autores ni un libro central de la narrativa mexicana.

 

En los primeros años del siglo XXI, la narrativa del tiempo y la memoria desapareció.

 

Ahora da la impresión de que ocurrió de la noche a la mañana: el grupo del tiempo y la memoria, que no había terminado de destacarse ni ofrecido una obra maestra, dejó de representar una tendencia mayoritaria porque la mayoría de sus autores, simplemente, dejó de escribir. Ésta, y no las que le han colgado luego, es la derrota de la narrativa de mi generación: todas se desgastan, por supuesto, y en ese desgaste todas demuestran la necesidad de la persistencia (la verdad de la imagen de la escritura literaria como una carrera de resistencia), pero lo sucedido fue el equivalente de una extinción en masa: probablemente el fin de miles de carreras y proyectos. ¿Qué produjo el desencanto de tantas personas? Además de las razones individuales de cada autor, que rara vez podrán determinarse, los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI fueron de pasmo y desconcierto general: a las convulsiones locales se agregaron cambios violentos en el mundo entero que no sólo fueron profundos sino que llegaron muy rápidamente, uno tras otro, durante años. El presente comenzó a cambiar muy velozmente cuando –pienso– todavía no nos acostumbrábamos como generación a las circunstancias que parecían habernos tocado a comienzos de los años noventa, o peor todavía: cuando muchos escritores ya habían fijado sus temas y sus obsesiones. Éstas se volvieron obsoletas: la reflexión sobre el tiempo y la memoria dejó de tener sentido antes de que hubiese podido dar sus mejores frutos. A todo lo que ya se había vivido se agregó la popularización del uso de internet (que ahora parece un cambio mucho más profundo que los otros), el surgimiento del nuevo orden mundial y, en México, el paso a una nueva etapa de nuestra lentísima transición democrática, que no sólo no se aceleró sino que ha terminado por desembocar, como sabemos, en un gravísimo deterioro del tejido social. El sentido de nuestra época –de lo que podría haber sido nuestra época– cambió rápidamente y varias veces antes de que pudiéramos terminar de asirlo. Ya he mencionado la sensación de llegar tarde a la que se refieren muchos textos del tiempo y la memoria: en los noventas debo haber leído al menos una docena de veces, en cuentos y novelas, la frase “la fiesta comenzó sin nosotros” u otras muy parecidas, y es muy triste constatar que los autores se referían a la vida de sus padres o sus hermanos mayores: los grandes acontecimientos de los años sesenta y de sus primeros años de infancia, y no a lo que pasaba realmente entonces, ante sus narices. Llegaron tarde –llegamos tarde– dos veces.

 

No es imposible que en el futuro se pueda escribir todavía un testimonio de esto: un relato de este vértigo, estas incertidumbres, esta ceguera y esta frustración, capaz de poner en perspectiva el trabajo de tantas personas y lo que vivieron. De momento ese texto no existe. En eso, por lo demás, la época se parece a otras. No hay todavía una novela definitiva sobre los movimientos sociales de 68, por ejemplo, ni sobre las transformaciones de los años ochenta, de las que los terremotos de 1985 podrían ser, aún, una metáfora poderosa.

 

Entretanto la impresión que queda es, desde luego, de vacío. El que una población viva tiempos interesantes no quiere decir que deba o pueda estar a la altura de sus circunstancias. La narrativa del tiempo y la memoria seguirá siendo invisible. La palabra generación seguirá,  al menos por un tiempo, cargada de esas connotaciones desagradables.

 

 

2. Zombi

 

Para precisar o matizar lo anterior, hay que agregar lo siguiente: no todos en la generación hemos muerto, ni de veras ni para la literatura. No todos escribimos entonces, ni ahora, de esos temas dolorosos y melancólicos. Y la perplejidad, la desorientación y la frustración no sólo fueron experiencias de escritores. Y además están los zombis.

 

Lo primero: todos los mexicanos que hoy están alrededor de los cuarenta tuvieron, en general, el mismo problema y cometieron las mismas faltas que los escritores del tiempo y la memoria. Ésta es la generación, no literaria sino de verdad, que se ha ensimismado en contemplar y sacarle brillo a su pasado; ésta es la generación que ha perpetuado la sumisión a la televisión y su realidad fabricada; ésta es la generación que, tras haberse criado en la suposición de que era progresista, de que defendía las mejores causas de la historia nacional y del mundo, optó en cuanto le fue posible por un conservadurismo gritón, ignorante, mucho peor que el de los abuelos contra los que había luchado la contracultura de los años sesenta. Ningún fracaso literario podría ser mayor que éste; de hecho, alguien debería contar y dar sentido a ese fracaso, más que al otro.

 

Segundo: al contrario de la mayoría de sus compañeros de ruta, los autores del tiempo y la memoria que publicaron en los noventa y mencioné por nombre anteriormente han seguido escribiendo, y por lo menos dos libros recientes de ellos: Nada cruel (2008), de José Ramón Ruisánchez, y La noche será negra y blanca (2009), de Socorro Venegas, son obras muy superiores a su trabajo temprano pero que continúan el desarrollo de los temas del tiempo y la memoria: que los tratan con mayor sutileza. Venegas y Ruisánchez (junto con unos pocos más) están alcanzando el periodo de su madurez creativa y, con él, el de sus mejores obras; si en ellos el tema que podría haber sido de mi generación entera da fruto, su edad no tendrá importancia alguna. Ni siquiera importará la historia de cómo llegaron a esos temas o cómo se mantuvieron en ellos. Tal vez, incluso, podría suceder que esos escritores de mi edad, u otros con intereses semejantes y que también hayan resistido hasta ahora, pudieran hacer el ajuste de cuentas del que hablé, el que verdaderamente hace falta realizar, y que sería, muy en la gran tradición del realismo mexicano, de todo el país.

 

(Entretanto, la generación no alcanzó, y ya no va alcanzar, el éxito precoz, pero en esto no se encuentra tan sola: no tuvimos a un verdadero niño prodigio de la novela pero tampoco lo tendrán los nacidos en 1980 ni, para el caso, los nacidos en 1990: ya debería estar aquí, ya debería vender millones de ejemplares, y lo que abunda, en cambio, son promesas de veintitantos, de treinta. No había nada de malo en todo hace diez años y no hay nada de malo ahora. La juventud como mercancía y valor es una imposición absurda).

 

Tercero: al mismo tiempo que el gran grupo de los narradores del tiempo y la memoria hubo otros, de aproximadamente la misma edad, que publicamos textos sobre otros temas. Hubo quien no se dedicó a su propia biografía e interioridad; hubo quien se orientó aún más hacia la actualidad y de pronto terminó saltando al periodismo o a la crónica; hubo quienes, por otra parte, buscábamos deliberadamente oponernos a la gran tradición del realismo mexicano, que nos parecía anquilosada y sujeta a los peores modos de pensar del sistema político y de la cultura que vivió –vive todavía– subordinada a él. Y, por supuesto, hay narradores de mi generación que comenzaron su carrera después de los treinta o bien empezaron a hacerse notar después de 2000. Una historia de lo hecho por los escritores del modelo 1970-1980, sin importar lo que quiera decirse de ellos, no podría omitir a Yuri Herrera, Antonio Ortuño o Heriberto Yépez, por ejemplo.

 

Y están los zombis. Éste no es fenómeno nuevo, pero sí el más extraño de los que han sucedido en estos años entre los narradores de mi generación.

 

La mayoría lleva tiempo extinta, pero quienes hemos seguido después de los noventa hemos tenido que recurrir a una de dos estrategias: no morirnos, resistir, o bien morirnos: dejar de existir como los escritores que éramos y volver como otros después de un periodo de silencio. El descalabro del fin de siglo afectó a todos, pero no destruyó a quienes tuvieron la terquedad suficiente para continuar a pesar del quiebre de sus intereses y de su ambiente, sin otra protección que su trabajo, o bien fueron capaces de encontrar otro sitio desde el que escribir: otros temas, otros enfoques, otra relación con su propia voz y con el mundo.

 

Los casos más emblemáticos que conozco ocurrieron en la periferia de la narrativa del tiempo y la memoria. Menciono dos que he visto de cerca. Uno es el de Pepe Rojo, narrador que se dio a conocer como escritor de ciencia ficción y que en su momento animó varios de los mejores proyectos de revistas y fanzines especializados en subgéneros que se han visto en México. Luego de Punto cero, un cuento publicado en plaquette en 2000, Rojo hizo una larga pausa y volvió a publicar en solitario hasta 2009, cuando lanzó un libro de título revelador, Interrupciones, cuyos textos híbridos y experimentales siguen muy lejos de la normalidad literaria nacional, pero resultan todavía más extraños, y más reconocibles como parte de un proyecto sumamente personal, porque ya no utilizan abiertamente las claves de la ciencia ficción ni de ningún otro subgénero: la etiqueta que Rojo utiliza es realismo mediático mash-up y su trabajo de escritura se complementa con obras multimedia, intervenciones, proyectos editoriales y otros  trabajos con una lista de influencias que va de Alan Moore, Kurt Vonnegut y Chuck Palahniuk a Jacques Lacan y Paul Virilio.

 

A un lado de Pepe Rojo en la escena subterránea –lo que nunca se terminó de llamar indie ni alternativo entre nosotros, y tal vez para mejor– estaba Bernardo Fernández Bef, quien hizo una transición semejante pero en dirección opuesta: de la ciencia ficción a la narrativa policiaca, que es un subgénero mucho más popular y más rígidamente estructurado en México, pero sobre de los márgenes al centro. Actualmente, y a partir de la aparición de su primera novela policiaca, Tiempo de alacranes (2005), Bef es uno de los autores más conocidos de la generación, y también de los más leídos, pues se ha inclinado por profesionalizar su trabajo para insertarlo en el mercado editorial mexicano, volverlo una presencia reconocible y encontrar desde allí oportunidades en el exterior. Sin dejar de lado los temas que le interesan, los ha tratado, sin culpa ni justificaciones, en novelas que pretenden sobre todo entretener y encontrar un público más allá de sus propios colegas. Y ha tenido éxito.

 

Rojo y Bef tuvieron la fortuna de haber sufrido la catástrofe del cambio de siglo de manera distinta que el grueso de la generación. Ninguno escribía, como ya he dicho, directamente sobre el tiempo y la memoria, y en cambio fueron parte de un breve movimiento ascendente de ciencia ficción, fantasía y otros subgéneros mexicanos que había comenzado en los ochenta y en los noventa se confundía con propuestas exóticas como las novelas cosmopolitas del grupo del Crack. Pero ese movimiento se enfrentó con las mismas dificultades hacia el final del siglo y fracasó también: hacia 2000 era claro que el cosmopolitismo se había transfigurado en una búsqueda deliberada de integración en el mercado globalizado de la lengua española, que desde entonces está dominado por las editoriales de la propia España y los agentes literarios, y los subgéneros mexicanos no pudieron dar ese salto: las grandes ventas de autores como J. K. Rowling, Stephen King o Stephenie Meyer demuestran que hay mucho interés en el país por libros semejantes, pero también que al lector mexicano no le interesa de dónde provienen y leerá lo que tenga a su alcance y se promueva mejor. De todas formas, pues, hubo debacle, para usar esa fea palabra. De todas maneras hubo la necesidad de recuperarse de lo que habría debido ser un golpe mortal.

 

(Éste es, quizás, un modo de describir más precisamente el signo de nuestros tiempos, del que no hubiéramos podido escapar de ninguna forma: la marca de todos los que vivimos, aun sin haber escrito, en el mismo lugar y el mismo momento).

 

Usar la palabra zombi para discutir estas cuestiones es, claro, un poco injusto: estas transformaciones no tienen necesariamente que ver con la literatura ni el cine de terror, y tampoco implican las connotaciones más negativas de la figura popular del zombi: no hay inconsciencia ni salvajismo en estos escritores. Pero otros aspectos de la imagen del zombi son pertinentes. El zombi es una criatura que vuelve de la muerte; que no debería poder moverse y de todas formas se mueve; que es y no es la persona que vivió, y por tanto inquieta y perturba a quienes lo conocieron. Podríamos llamarlos también revinientes: resucitados. Algo más que comparten con los personajes del cine, en cualquier caso, es que su voz cambia: se quiebra, deja de ser la que era, y al mismo tiempo conserva un eco de sí misma: el germen de su pasado, el alma devuelta a la fuerza al interior del cuerpo.

 

No hay una traición absoluta: los escritores zombis no niegan del todo lo que dijeron antes de la catástrofe, pero ahora lo dicen de otro modo. Cambian de género, se abren o se cierran a las influencias, modifican su postura ante el lenguaje: ante su lenguaje. No hay en ellos la misma vitalidad de la primera juventud, pero sus textos no son de pura prosodia, ni de fórmula: no están muertos, como sí lo están muchos cuentos, poemas, novelas que se escriben con todas las apariencias del vigor y el entusiasmo. Su fuerza es diferente: terca, díscola, y sus palabras son más enérgicas que las de un primerizo, y más desesperadas. En esto también se parecen a los zombis: ya no los pueden matar porque ya han muerto. Resisten y continúan.

 

Otro caso, menos cercano para mí pero que podría resultar importante, es el de Guadalupe Nettel, quien tras un libro temprano en los noventa —Juegos de artificio, 1993— reapareció hasta 2006 con El huésped, una novela de larga gestación y muy distinta de su escritura previa que le bastó para volverse también una referencia constante. Y aun antes de los que menciono se pueden encontrar numerosos casos de artistas que sobreviven a derrumbes de su entorno, así como de los que caen y no se levantan. Entre los primeros está Borges, quien tuvo una muerte simbólica en 1938, sobrevivió, y comenzó a escribir sus grandes cuentos fantásticos. Entre los segundos está Rimbaud, quien dejó de escribir en 1875 y sobrevivió como algo distinto hasta 1891. El autor-emblema de la literatura latinoamericana actual, Roberto Bolaño, es también un reviniente, y uno que hizo de su propia muerte y resurrección, transfiguradas ambas en Los detectives salvajes, uno de sus temas centrales.

 

Pero debo repetir: lo ocurrido hacia el año 2000 en México le sucedió a muchas personas a la vez, lo que resulta mucho más desolador y extraño. La generación entera se dividió en tres: la mayoría de los que murieron para siempre, los poquísimos que no murieron, y los revinientes, todavía menos, y más raros, y que siguen entre nosotros.

 

Los que he visto están escribiendo sus mejores obras ahora. Y todavía podrían llegar otros, luego de silencios más prolongados. Sus textos serán inusuales, tal vez excéntricos, tal vez más rabiosos de lo que hubieran sido, o más desolados o más enloquecidos, porque habrán sido escritos en soledad, entre grandes trabajos, después del tiempo en el que hubieran podido tener la compañía de otros colegas y otras historias. Y tal vez fracasen. Pero existirán.

 

No cuento esto porque me parezca importante, o más importante que esas obras por venir y que espero. La cuento porque puede ser útil a otros. Por ejemplo, a los escritores que vienen. No han terminado los vuelcos del mundo en su paso de la era impresa a la era digital, y nuestra propia situación es la que es. El tiempo es de miedo, de hartazgo, de resignación cínica, y quienes escribimos en México no estamos enfrentados sólo con la ausencia de lectores o el desprecio de la literatura, sino también con la idea de que ésta podría, simplemente, ser innecesaria: obsoleta en un mundo que, en realidad, ya no la necesita, porque tiene suficientes representaciones del mundo en otros artes y medios o porque se encamina a un futuro en que el lenguaje no fijará de ningún modo la experiencia humana. Cualquiera de esas dificultades podría llevar a otro desastre como el de 2000; están también las catástrofes individuales, impredecibles, y está también, desde luego, la posibilidad de la catástrofe general, no de los escritores sino de todos: esa apoteosis de la violencia de las que tanto se escribía a comienzos del siglo aunque ahora ya no nos divierta y no nos parezca una fantasía deseable. Cualquiera puede morir como escritor, en cualquier momento.

 

Pero el ejemplo de la Generación Z, al menos, sirve para recordarnos que la escritura, como pocas cosas, es capaz de volver de la muerte. La literatura resiste a veces más que nosotros mismos: sobrevive, a veces, aunque no sobrevivamos con ella. Como certidumbre o consuelo, no es poco.

 

 

3. Epílogo de 2013

 

A pesar de que sigo pensando lo mismo: que el mejor sentido del término zombi debe ser el de resucitado o reviniente, al menos a la hora de hablar de ciertos escritores mexicanos hay que rematar esta nota, desgraciadamente, pensando en la violencia. El ejemplo evidente para un escritor de mi país sería, por supuesto, la violencia criminal, que se ha silenciado en nuestros medios tras la salida del poder del presidente Felipe Calderón –quien pasará a la historia como el iniciador de una guerra desatinada y sangrienta contra los cárteles del narco mexicano que ha dejado, hasta ahora, un saldo de setenta mil muertos y miles más de desplazados– pero no ha decrecido.

 

En la literatura, las huellas más obvias de la violencia y el crimen están en la narrativa mexicana que las aborda de frente y que, al menos en los últimos años, ha dado la impresión de convertirse en el tronco principal de la literatura nacional, el movimiento que le da impulso y sentido.

 

Pero hay también otros tipos de violencia. Y varios de ellos están asociados precisamente con el vocablo zombi, que en México tiene también una acepción insultante: por no tener cerebro, zombi es el aquel no piensa, y más concretamente el adversario que no piensa: aquel que está intelectualmente tan debajo de quien habla que sólo merece desprecio. Todavía más concretamente, zombi es el adversario político, y en especial el adversario político de izquierda; la palabra es una favorita del vocabulario de la derecha mexicana desde hace años, y se le ha asestado por igual a candidatos, activistas y ciudadanos comunes. El término, tal como se ha asentado en la cultura popular, de hecho sirve bien para reunir, además de pobreza argumentativa, varios otros prejuicios de la ideología conservadora respecto de sus opositores: los zombis no piensan, los zombis son parásitos, los zombis huelen mal y avanzan en hordas, los zombis destruyen todo a su paso y, a la vez que matan, derruyen sin miramientos lo mejor de la civilización.

 

(En el establishment literario conservador, los zombis son los que se rebelan contra el carácter autoritario y vertical del canon mexicano: los bárbaros –otro término favorito– que no respetan las jerarquías establecidas ni los procedimientos tradicionales del reconocimiento).

 

La palabra zombi se escucha, pues, con frecuencia, y en medio de discusiones amargas. Es comprensible: la imagen que evoca es la de la cultura pop, en la que el zombi también es una metáfora del otro indeseable, agresor, inasimilable, inconsciente: la marabunta a la que se enfrentan unos pocos individuos todavía humanos, empobrecidos pero también purificados por del derrumbe de la civilización. (Basta ver la serie televisiva The Walking Dead para darse una idea de este trasfondo).

 

Sin embargo, la situación de un país como México es peculiar: al contrario de lo que sucede en Estados Unidos –el país de origen del zombi pop–, aquí la mayoría de la población difícilmente podría identificarse con los hermosos sobrevivientes de las historias convencionales de zombis. Al contrario, la gran masa de la población en condiciones de pobreza –48,4% del total: 56 millones de personas que deben sobrevivir con un ingreso de menos de 2 dólares diarios, según algunos conteos– es una masa de excluidos, despreciados por el discurso oficial a pesar de las constantes declaraciones de lo contrario que dan los políticos y tenidos, según el punto de vista más radical y excluyente entre las clases altas, como parásitos, peso muerto, hordas salvajes: en una palabra, zombis.

 

No hay todavía una gran obra literaria mexicana que aborde esta cuestión: que retome al zombi y la convierta en la imagen de la exclusión y el atraso que ya es en la vida real. Pero tal vez algún escritor joven, o incluso de la Generación Z, conseguirá escribirla.

 

 

 

Alberto Chimal (1970) es narrador. Sus libros más recientes son Siete (relatos) y La torre y el jardín (novela). En Twitter: @albertochimal

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