- La tierra de Tintín, corresponsal por el mundo[1]
El planeta Tintín está expuesto, contado y retratado en veinticuatro historietas –más una inacabada–, publicadas originalmente en francés y traducidas a cuarenta y tres lenguas más, algunas tan localizadas como el islandés y otras tan amplias como el castellano[2]. He oído decir a algún tintinólogo que, entre idiomas, dialectos y hablas locales diversas, las versiones de este cómic en diferentes modalidades lingüísticas llegarían a ser, hoy día, incluyendo recientemente a la fabla y al castúo, hasta ciento veintiuna. Así, su difusión ha sido y es extraordinaria, repitiéndose constantemente sus ediciones en los idiomas de mayor número de hablantes y, ocasionalmente, en alguno más. Ese planeta, imaginario pero con fundamento real, pertenece lógicamente a cómo se encontraba nuestra Tierra –en lo físico, en lo político, en lo social, en lo cultural, en lo técnico– en el tiempo de su publicación: es ya historia. Pero la universalidad de fondo de los cuentos hace imperecederos a personajes, lugares, situaciones y aventuras. Hay fantasías sin edad. Tintín es un arquetipo que, como los demás, tiene un tiempo y lo rebasa. ¿Qué sería el mundo sin Tintín? Lo mismo desde un punto de vista práctico, pero también, al menos en su imagen, algo más prosaico y en penumbra: por eso tiene millones de lectores entusiastas.
Escribía con razón Malraux[3] que los museos privan a la obra de arte de la función con que ésta se hizo cuando fue creada, de su papel de imagen de cosas, de seres y de lugares, de su vinculación con el entorno para el que estaba destinada. El museo, añadía, separa la obra artística del mundo y la acerca a sus similares. No quisiéramos llevar aquí a Tintín únicamente a un museo de los cómics más o menos sacralizados, separándolo de su función y medio natural. No buscamos verlo sólo como una historieta entre las historietas, sino mantenerlo como aventura entre las selvas y los precipicios. Pero algo del sentido de agrupación entre semejantes, propio del buen fin de todo museo y más al contemplar una obra terminada en su momento, será inevitable y así habremos de combinar ambos aspectos (imagen de lo vivo y obra en sus cánones) en las páginas que siguen.
Las viñetas de Tintín aparecen calificándolo desde su principio en 1929 como “reportero del Petit Vingtième”, suplemento semanal del diario belga Le Vingtième Siècle. En 1930 se editaron ya sus aventuras “en el país de los soviets” en forma de álbum. Luego crecieron en número, pues los episodios de Tintín se sucedieron durante más de cincuenta años hasta casi el fallecimiento de su autor, Hergé, en 1983, y extendieron sus escenarios y países como claves sustanciales de cada aventura. Sólo los dibujos de las cubiertas del conjunto de la obra tintinesca (catorce de los veinticinco álbumes de modo explícito y a toda plana) muestran ya como reclamo la sabana africana, las praderas de Norteamérica, los ríos de Sudamérica, la costa de Escocia, el desierto, el océano, el fondo marino, la luna, el Himalaya, entre otros parajes naturales y culturales más o menos exóticos. Allí, en el interior de esos álbumes de la serie, parecen esperarnos todas las zonas terrestres, la cálida, las templadas y las frías, con sus juegos de agua, calor y luz que despliegan la diversidad de las plantas, y también los mares, los glaciares, toda clase de cursos de agua, torrentes, arroyos y ríos, las faunas, los pueblos, los labrantíos, las ciudades y las redes de rutas que unen los lugares por el conjunto de la esfera. Un planeta. Una geografía. Más exactamente, una “geografía universal” o “imago mundi”, como se titulaban los clásicos tratados en varios volúmenes. Y ciertamente, es una imagen, dado que está dibujada.
Señala con acierto Michel Baudson[4] que “Tintín es un héroe con cultura. Le gusta la aventura, pero con la condición que no se refiera solamente a lo que él conoce, sino sobre todo a las culturas de aquellos que encuentra. […] Tintín representa menos que lo que descubre […] se enriquece incesantemente de las diferentes culturas de los mundos que atraviesa”. De todos modos, pese a tanto cosmopolitismo, a España sólo concedió Hergé una viñeta efímera en la primera versión en blanco y negro de Tintín en el Congo (1930-1931) –suprimida en la edición siguiente (1946), ya coloreada, tal vez, según Michael Farr, por ahorro de lecciones de geografía[5] (y de páginas)–, cuando, al seguir sus personajes las tradicionales rutas marítimas de Europa a África, su barco pasa por las islas Canarias, viéndose desde él la silueta del Teide. “Mira, Milú –dice Tintín–, es Tenerife, la mayor de las islas Canarias. Como sin duda sabes, las islas Canarias están situadas al noroeste del Sáhara. Allí está el puerto: es Santa Cruz”. Fue célebre a lo largo de siglos la vista del Teide desde el mar, repetidamente mencionada por los viajeros al Archipiélago y por los que allí hacían escala rumbo a África y a América. Tintín estaba, pues, en aquella viñeta, cumpliendo un rito cultural consagrado, de Humboldt a Darwin, pasando por Paganel. Otra corrección, pero de significado distinto, consiste en una visible suavización del espíritu colonialista en el cambio de cierta viñeta en la cual pasa Tintín de explicar patrióticamente a los nativos la geografía de Bélgica a darles una neutral clase de aritmética[6].
Tal vez para compensar ausencias, hace no mucho salió en la prensa andaluza la referencia a unas ilustraciones de unos dibujantes (I. Blanco y E. Jiménez) que habían situado en la fuerte canícula veraniega de las calles de Sevilla en 2019 a Tintín y Haddock extenuados, tal como aparecían por el desierto en El cangrejo de las pinzas de oro. Ciertamente, las ilustraciones, sueltas, variadas y con distintos personajes, estaban hechas con la calidad propia del estilo hergeniano de representación del paisaje urbano, nítido, luminoso, colorista, por lo que podría parecer que correspondían a un imaginario episodio tintinesco de visita por España. Hay también una serie de falsas portadas de supuestas aventuras de Tintín en el más puro estilo Hergé, con alusiones directas a paisajes y asuntos locales de Santander, con dibujos de edificios simbólicos como el palacio de la Magdalena o en relación con su club de fútbol o con una carrera ciclista o con el parque zoológico de Cabárceno o el faro de Mouro, que circulan por Whats App. En fin, habilidad e ingenio no faltan.
En nuestras bibliotecas también hay un famoso libro de humor de 1911 que trata de unos periodistas muy conocidos del diario ABC y de la revista Blanco y Negro –el escritor Juan Pérez Zúñiga y el dibujante Joaquín Xaudaró–, que simulan emprender desde Madrid un disparatado viaje exótico por el mundo en busca de un extraño ser, el Trifinus melancolicus[7], que resulta ser un percebe, obra que podría emparentarse con muchos otros parecidos temas desenfadados, entre ellos los tebeos de los más bien gamberros Pieds Nickelés franceses en los primeros años veinte del siglo pasado, verdaderos y divertidos golfos de viaje. Claro está, poco o nada tienen que ver unos y otros, de todos modos, en temple y sentido, con las aventuras con Tintín. Sin embargo, un experto geógrafo, Jean-Yves Puyo, ha detectado que el episodio tintinesco L’Oreille casée (1935) se inspiró en aventuras anteriores de Les Pieds Nikelés en Mexique, mostrando las comparaciones pertinentes[8]. Xaudaró, que ya solía incluir un perrito en sus viñetas de ABC, participó en la prensa diaria con sus dibujos de humor, como otros dibujantes muy celebrados en la etapa del siglo XX anterior de la guerra, por ejemplo K-Hito o Bagaría[9].
Por meras coincidencias, debo anotar además la publicación por episodios de página entera para la sección infantil (muy infantil) del semanario español Estampa, entre 1928 y 1936, y en 16 álbumes, entre 1932 y 1936, de ‘Las aventuras maravillosas de Pipo y Pipa’, del conocido dibujante Salvador Bartolocci. Trataban de un niño en situaciones y lugares fantásticos (“en el país de los fantoches”, “entre los salvajes”, “en la isla embrujada”, etcétera), tocado con un gorro de papel y una espada de madera, y de su perrita, ésta de dibujo singular tirando a cubista. La pareja de niño aventurero y fiel can, más sus viajes y peripecias, constituyen exclusivamente esa mera coincidencia a la que me referí. Tuvieron mucha fama hasta los años cuarenta del siglo pasado: recuerdo que, por entonces, erigieron sus estatuas pintadas con colores sobre una columna en el Parque de Poniente de Valladolid, lo que les otorgaba a mis ojos prácticamente el rango de padres de la patria. En 1936 hubo una película de animación con estos personajes.
Hay un curioso libro de Luc Révillon[10] en el que simula haber encontrado en un anticuario el “carnet” de viaje original de un reportero del suplemento juvenil de Le Vingtième Siècle, que estaría a las órdenes de Hergé, durante los años 1929-1939. El personaje ficticio evoca al joven danés Palle Huld y su vuelta al mundo en 44 días, libro publicado en 1928, que podría haber sido la inspiración de Tintín, pero claramente se trata del mismo Tintín lanzado a todos los puntos cardinales y enviando crónicas a su autor que se plasmarían en historietas. Con este juego, Révillon recrea y documenta el mundo tintinesco de aquellas fechas en viajes, lugares, mapas, libros, situaciones históricas, ambientes, aventuras, exploraciones, sucesos, políticas, países, gentes diversas y personajes inspiradores. Entre éstos, el inventor y submarinista Auguste Piccard[11] transformado en Tornasol o los policías casi gemelos de sombrero hongo extraídos en realidad de la foto de la detención del anarquista Cottin y convertidos en Hernández y Fernández (aunque un lector castizo los podría tomar también como recuperación de la pareja de guindillas de una conocida zarzuela) o el general yugoslavo Jivkovitch, modelo indudable del rey de Syldavia[12]. Pero lo más fundamental que reafirma esta obra es que Tintín está hecho de sus viajes. Tintín es sus viajes. Y, por tanto, pura geografía. Incluso, cuando aparecen países de nombre inventado, responden –con la imprecisión necesaria a un cómic– a regiones ubicables en el mapa o más o menos identificables. Es muy significativo que, cuando en 1976 Hergé proyectaba un nuevo álbum (el del inconcluso Arte-Alfa), escribiera: “Tengo una idea, o, mejor aún, como siempre, tengo un lugar”[13].
- Fórcola, Tintín y yo
Así que Fórcola, sabiendo que pertenezco –hasta ahora de forma pasiva– a los infinitos tintinófilos del universo entre los que también él se encuentra de modo destacado, no me dejó otra opción, después de mis perspectivas vernianas, que la de escribir unas páginas sobre Tintín y la geografía. Lo acogí con placer, acotándolo a los paisajes, como algo no sólo simpático sino leal a ciertos principios, y con discreción, pues no me considero tintinólogo sino un aficionado más a las historietas de Hergé. Nuevamente he optado aquí por el ensayo, tal vez como única respuesta posible en mi caso a su tentación, y excepcionalmente por la brevedad. El interés centrado en los paisajes se debe, por un lado, a que es un asunto esencialmente geográfico, en el que, por tanto, me atrevo a decir algo; y, por otro, a que los paisajes como expresión gráfica, como escenarios de las historias y como logros artísticos del dibujante concentran, sintetizan y manifiestan esas geografías de modo particularmente directo, preciso y silenciosamente elocuente.
Ya son varios, pues, los libros forcolianos que he abordado recientemente y que podría agrupar como “conversaciones con mi editor”. Todos ellos han sido divertidos y siempre geográficos, más geográficos de lo que acaso a algún censor de la ciencia pudiera parecer. Además, hay en Tintín, en su aventura asociada a la geografía, a su modo, la resurrección de un fondo verniano indudable, lo que da directa continuidad a nuestras entretenidas lecturas y divagaciones. En la reunión de ambos casos he navegado por asuntos risueños. Probablemente cumplo aquí también con un deber de gratitud hacia Tintín y hacia Fórcola. No obstante, en Cannery Row advertía John Steinbeck a los coleccionistas de animales marinos que hay algunos que son tan delicados que se rompen con sólo tocarlos; únicamente se les puede recoger enteros con cierta habilidad para meterlos luego en una botella llena de agua de mar. Es lo mismo, concluía, que hay que intentar al escribir sobre ciertos temas que pueden ser frágiles si los sacas de su medio. Haremos lo que podamos en este intento.
Además, Fórcola editó en 2011 un estudio de Fernando Castillo al que es imprescindible remitir al lector desde ahora mismo para que encuentre todos los cimientos, muros, torres y ornatos que requiere cualquier empresa o divagación tintinesca[14]. Más recientemente, Castillo ha escrito que Tintín podría ser considerado “el heredero de Ulises”, con una “temprana poética del desierto, de la montaña, de la selva, de Oriente y del mar. […] Hay también en las historias una poética de la geografía […] y una poética de la naturaleza”, seguidas de otras, de la metrópoli, de la arqueología, de la ciencia, de la mecánica, de la antropología, de la conspiración y, sobre todo, de la épica[15].
Aquí nos basta con la poética de la geografía, pero Castillo nos introduce en numerosas cuestiones que la sustentan. Por ejemplo, los valores de Tintín, su estilo, sus antecedentes, la diferenciación entre su fase “primitiva”, en dibujo, en tema y en argumento, que va de 1929 a 1934, y su etapa de madurez a partir de El loto azul (1936) o sus influencias, situaciones, entorno histórico, ideologías y público. Tintín arranca como reportero desparpajado en busca de la actualidad, metido en líos políticos por Rusia entre perversos comunistas y sigue por el Congo como un “boy scout” de excursión –dice Castillo– entre inocentes nativos, en sus dos primeros y más ideológicos volúmenes que, a la vez, son los más infantiles. De la sordidez, el complot y del primitivismo salta luego Tintín a la nueva tierra, Norteamérica, donde conviven las metrópolis del mundo moderno y, contrastadamente, el legendario Oeste, con un evidente acercamiento a los escenarios difundidos por el cine.
Suceden luego viajes al Oriente, en sentido lato y literario. Y aquí, en Los cigarros del Faraón, se produce para Castillo la madurez tintinesca, con la entrada de complejidad en las historias. Además, en esta nueva fase de episodios tintinianos aparecerán acompañantes del protagonista tan sustanciales como Haddock o Hernández y Fernández y luego las demás figuras del formidable elenco. Primero el motor es la fascinación por momias, pirámides y faraones, y ya Asia. La siguiente aventura se desplaza a China (el viajero, más humanizado, no tiene discontinuidad como tal y su implicación en los acontecimientos geopolíticos se hace directa), con un avance notable en la documentación previa y en el realismo de los objetos que caracterizan la obra posterior de Hergé. Tintín sigue saltando por el mapa: reaparece en una América del Sur siempre revuelta para pasar a ambientes policíacos en Gran Bretaña sin perder contacto con el entorno histórico, conexión que adquiere mayor contenido en su siguiente aventura por el tenso centro de Europa de aquellos años (1938, El cetro de Ottokar). Aquí, como en Sudamérica, Hergé se inventa países aproximadamente reconocibles o decantados de mezclas a grandes rasgos identificables, cuyas situaciones delicadas prebélicas en las que se mezcla Tintín no son nada ajenas a la realidad.
De ahí, con la más que seria interrupción de la Segunda Guerra Mundial en esa historia, pasará el reportero a un nuevo lugar conflictivo, el Oriente Medio. No obstante, Castillo señala que, en el decenio de los cuarenta, Hergé optó por argumentos más imaginarios y literarios, quizá más vernianos. El vernismo de conjunto de Hergé me parece interesante y también indudable, fuera voluntario o involuntario, pues no pertenece a las teorías sino a los hechos. Por un lado, se constata en el afán de sumar una especie de geografía universal en el conjunto de su obra, episodio a episodio, mediante viajes o asuntos dispersos por la Tierra y bien asentados en su marco geográfico concreto, paisaje a paisaje (montañas, islas, mares, bosques, ríos, desiertos, ciudades, etcétera); en segundo lugar por el talante explícitamente dotado de gracia del tono de la obra en ambos –cada cual a su manera–, por la palpable semejanza de temas en ciertos episodios concretos, como el viaje a la Luna; y también por su público preferente y especialmente por el protagonista juvenil, uno entre varios destacados de las novelas de aventuras, incluidas las de Verne. Verniano Hergé, pues, en estos aspectos y en más de un sentido, aunque, claro está, de otro modo y es posible que hasta sin quererlo. Hay una anécdota concreta en La oreja rota, que es sin duda verniana, aparecida en César Cascabel (parte II, cap. VII)[16], en la que un cautivo ventrílocuo usa sus habilidades para aparentar que un ídolo da órdenes a sus primitivos captores para que éstos le liberen. Parece que Verne la tomó a su vez de una obra etnológica. Otra cuestión es si en Hergé se mantuvo la voluntad didáctica de la geografía que fue explícita en Verne; puede que no, al menos de la misma manera, pero, aparte de los personajes, de la acción y de los marcos de las aventuras y sus contextos, los dibujos tintinescos son un muestrario selectivo y directo de paisajes, ilustraciones geográficas, en general realistas, que muestran e introducen al lector-observador-viajero en los escenarios sin necesidad de descripciones. No obstante, escribe Pierre Assouline que Hergé, “a los trece años, tiene suficiente sentido crítico para rechazar Veinte mil leguas de viaje submarino que juzga inverosímil […] Esta experiencia decepcionante le impedirá ir más lejos en la obra de Jules Verne”[17]. “Malgré lui”, por tanto.
Volviendo a la inteligente y completa reconstrucción de la historia de Tintín por Castillo, este escritor indica –sólo en lo que afecta a nuestra perspectiva, pues su aportación en casi cuatrocientas páginas es mucho más nutrida– cómo la acción pasa en los cuarenta al norte de África, con la aparición de Haddock en las historias tintinianas, lo que es un acontecimiento nada desdeñable. La fantasía se apodera luego del asunto ártico de La estrella misteriosa, que incluía como expedicionario un profesor de la universidad de Salamanca –fama merecida del consagrado centro académico español– al que puso Hergé el divertido nombre de Porfirio Bolero y Calamares. Aunque alguien le ha encontrado un parecido físico con Unamuno, lo que haría más expresiva la mención, realmente no tiene nada que ver con la aguileña faz de nuestro rector; acaso –puestos a hacer comparaciones– podría tener un aire más barojiano, pero tampoco, y además ya nada lo enlazaría con la universidad salmantina. En mi opinión, a quien se parece, más o menos, el profesor Bolero es a Cánovas: tal vez vio Hergé un retrato del presidente español y de ahí sacó su personaje. El prestigio científico de los meteoritos y sus impactos, sobre el que ya Verne hizo algún comentario crítico y hasta una novela, y que ha sido creciente, es captado aquí con una estupenda fábula.
Los siguientes episodios, por los mares y el Perú, abundantes en exteriores, brillantes como aventuras, con nuevos viajes, geografías y culturas que sumar, pertenecen para Castillo a una literatura de evasión, bastante explicable en las circunstancias de la Bélgica ocupada. Pero varios de aquellos asuntos atascados se prolongarán y resolverán en la inmediata posguerra al poder reanudar entonces su autor, con mejores medios, nuevos bríos y algún túnel en el ánimo, las historietas interrumpidas. Retornan así las “cuestiones de actualidad”, los éxitos y la labor del dibujante solitario se convierte en un taller, como el de los maestros de la pintura o, a otra escala y funcionamiento, el de Disney.
Tintín culmina su carrera como viajero hacia la Luna desde una Tierra dividida en antagonismos políticos (dicotomía de gusto bien verniano, ahora en referencia actualista a la Guerra Fría,) y, tras El asunto Tornasol (1956), se inicia otra fase que Castillo califica de más intimista y coral, tanto si los héroes se retiran a Moulinsart o cuando se exponen a todos los vientos del Himalaya. Afloran en la cordillera más los sentimientos, la amistad en la naturaleza, sin perder el sentido esencial del humor (Tintín en el Tíbet), o la acción en lo remoto de islas, volcanes y selvas (Vuelo 714 para Sidney) y, en contraste, se torna doméstica la aventura en Las joyas de la Castafiore. Y, así, con ritmo ahora lento en la producción de Hergé, sale en 1976 el último álbum terminado de Tintín, vuelto a Sudamérica, donde se reencuentran tensiones sin resolver, viejos personajes, nuevas guerrillas, ciudades de vanguardia y se proyectan los intereses de los ejes políticos y económicos mundiales. Sólo queda ya para Tintín la edición póstuma, en 1986, de la historieta inacabada y en buena medida nada más que esbozada del Arte-Alfa, sin entrar en los falsos e imitaciones.
En suma, como hay continuidad en ciertas tramas y referencias y como tienen significados de distinta actualidad en los temas y en el autor, para entender bien las sucesivas aventuras de Tintín, sus personajes, su estilo y sus planteamientos, habría que leer o releer los episodios por el orden cronológico en que fueron elaborados y editados. Castillo, al exponer los aspectos políticos, sociales, culturales y personales de cada aventura nos convence de esta necesidad, aunque se resistan a ello nuestras lecturas iniciales que fueron forzosamente alborotadas[18].
Este texto corresponde al inicio del libro Los paisajes de Tintín. Viajes, lugares dibujos, de Eduardo Martínez de Pisón, que acaba de publicar la editorial Fórcola.
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[1] Para redactar este ensayo he utilizado mis propios álbumes. Unos están en español, de la editorial Juventud, y otros en francés, de Casterman, pues los fui recopilando desde hace bastantes años según iban apareciendo en nuestras librerías. Confieso a los eruditos este humilde fondo doméstico, el de cualquier lector de Tintín, en la primera línea, aunque no creo que tal origen influya en lo acertado o no de las amables consideraciones que siguen.
[2] La historieta inacabada lleva por título Tintín y el Arte-Alfa y, en tal estado, fue publicada póstumamente. El álbum Tintín y el lago de los tiburones es una adaptación en los Estudios Hergé de una película de dibujos animados de 1972, lo que ocasiona un visible cambio de técnica artística, sobre todo en pérdida de calidad de los escenarios de fondo.
[3] Malraux, A. (1951): Les voix du silence. París, nrf.
[4] Baudson, M. (1982): El museo imaginario de Tintín. Barcelona, Juventud.
[5] Farr, M. (2001): Tintin. Le rêve et la réalité. Bruselas, Moulinsart.
[6] Peeters, B. (1990): Tintín y el mundo de Hergé. Barcelona, Juventud.
[7] Pérez Zúñiga, J. y Xaudaró, J. (1911): Viajes morrocotudos en busca del ‘Trifinus Melancolicus’. Madrid, Hijos de Miguel Hernández. Fue dedicado a Torcuato Luca de Tena, director de Blanco y Negro. Van de Madrid a Barcelona, al Sáhara, la selva virgen, de la Ceca a la Meca, montan en un tren transcaspiano, pasan por Samarkanda, suben en globo, llegan a China, les asaltan los lobos por Siberia, conviven con los esquimales en el Ártico, pasan a América por el Canadá, van a Chicago y acuden al Lejano Oeste, navegan por el Mississipi, les apresan los indios, siguen por el Yucatán y Panamá para acabar en Pernambuco y regresar a España de polizones.
[8] Puyo, J.-Y. (2018): ‘Vive le général Alcazar! C’est un lascar!’. En Arnould, P. (dir.): Les géographies de Tintin. París, CNRS.
[9] Una antología interesante se encuentra en el libro de Rebes. M. D. y García Pavón, F. (1966): España en sus humoristas. 1885-1936. Madrid, Taurus. Ver además, por ejemplo, Del Arco (1966): Antes del 36. Barcelona, AHR.
[10] Révillon, L. (2009): Diario de viaje de un reportero del ‘Petit Vingtième’. Barcelona, Juventud.
[11] Se dijo de él que, “a un siglo escaso de Julio Verne, el profesor Piccard ha llevado a la práctica lo que pudiera parecer una irrealizable aventura. En efecto, tiene el mérito de haber explorado la estratosfera hasta los 16.000 m. y el mar hasta los 3.150 m. de profundidad”. Las ascensiones las realizó entre 1931 y 1932 y el descenso, planeado desde 1945, en 1953. Ver: Piccard, A. (1956): Sobre las nubes, bajo las olas. Barcelona, Labor.
[12] Doy por supuesto que todo el mundo está familiarizado, dada su popularidad, con los personajes y episodios fabulados por Hergé, por lo que no creo necesario entrar en sus descripciones. En todo caso hay tan abundante literatura sobre ellos que remito para más detalles sobre tales asuntos a las eruditas obras que cito en estas notas y, básicamente, a los álbumes del mismo Tintín, principio y fin de todas estas páginas.
[13] Peeters, B. (1990): Op. cit.
[14] Castillo, F. (2011): Tintín-Hergé. Una vida del siglo XX. Madrid, Fórcola.
[15] Castillo, F. (abril 2019): ‘Un héroe europeo para el siglo XXI’. Revista de Occidente, nº 455.
[16] Ver en la edición de Fórcola de 2015, págs 321-335.
[17] Assouline, P. (1997): Hergé. Barcelona, Destino.
[18] Ver tal orden con los títulos en francés y español y con sus fechas originales en las páginas 359 y 360 del libro de Castillo, F. (2011): Tintín-Hergé. Op. cit.