«Borrar la cuadrícula sobre la que los demás escribían.» (del post anterior)
Un tren, otro y Gaia esperando en la estación.
Un camino, otro y su casa. Una casa de la campiña italiana. Dos pisos de pared vertical interrumpida por ventanas salpicadas, y tejas coronándolo todo. Un huerto, un jardín, campo alrededor.
Es verano, los padres no están, se fueron de vacaciones. Ella también es estudiante tardía, pero no porque empezó a trabajar antes de estudiar sino porque tuvo la lucidez de querer probar la vida antes. Estamos por cumplir los treinta.
Lijamos muebles en traje de baño y les inyectamos productos en los agujeros. Uno para matar termitas, el otro para tapar el hueco. Son cientos en cada mueble. Requiere concentración y precisión. Gaia es restauradora en el depósito del fondo de su casa. Yo la ayudo. Hablamos poco. El silencio es interrumpido por algún auto que pasa, despacio, o el canto barroco de una alondra. El silencio es tal solo si se observa de lejos. Porque de cerca, es el sonido de la jeringa llenándose, del líquido saliendo despacio y colmando el túnel, de una lija que pasa con suavidad.
El silencio siempre está lleno de vida si no nos ponemos superficiales, pienso mientras siento en mi mano la herida que voy haciendo a este armario al pasar la lija sobre él. Quizás no quería desprenderse de lo viejo; quizás no quería quedarse desnudo. Y yo lo obligo, le quito su libertad de mueble abandonado y olvidado, lo obligo a volver a la vida.
¿Comemos algo?
La voz de Gaia rompe el silencio lleno de vida, y todos los pequeños sonidos vuelven a su lugar de ruidos imperceptibles, de motas de polvo en el viento. Pero es bueno escucharla, la voz. Porque es aguda sin ser chillona y es clara sin ser fuerte. Es una voz que arrulla.
Certo.
Cortamos radicchio, lechuga y rúcula que sacamos del huerto, descalzas, en traje de baño, mientras bailamos con la música que llena la cocina. Ahora todo es sonidos y las sutilezas son las de los aromas. Cebolla que se empieza a quemar, apio hirviendo en el agua, jamón crudo en un plato sobre la mesa. Risotto alle zucchine. Insalatta col prosciuto. Y, por supuesto, prosecco.
Mia Martini se desgarra en el parlante y nosotras con ella, mientras cocinamos, mientras brindamos, mientras cantamos tapando su voz, mientras reímos. La vida, este ir y venir del silencio al sonido, y viceversa.
Sacamos dos reposeras afuera. Comimos demasiado. Las burbujas se nos trepan. Nos quitamos la parte de arriba del traje de baño y nos tiramos en los asientos, con las copas al alcance de la mano y la música sonando desde adentro.
Pasan autos y miran. Pasa el vecino en bicicleta y mira. Pero nosotras no estamos ahí, en ellos. Estamos en ese sopor del sol que entibia y no lastima.
Delante de mí, el camino y, más allá, una plantación amarilla de maíz hasta donde alcanza la vista.
¿Por qué no te quedás más?, me pregunta Gaia.
Pasaron los dos días y tengo que volver a la bicicleta ruinosa, a la biblioteca, a los borrachos del bar…
Pronto? Pronto, sono Ana Laura… Sí, annalaura. Non vengo domani. Rinuncio.
Renuncio. Eso le digo a la dueña del bar. Renuncio al olor a cerveza, a todas las variaciones de su “si el cliente quiere conversar, tienes que conversar y sonreír, no importa lo borracho que esté”. Renuncio al dolor de espalda y a las mañanas mal dormidas. A las cenas a las seis de la madrugada y a su cara de burguesa. Renuncio a sonreír a lo que no quiero sonreír.
Pero no le digo todo esto. Solo le digo rinuncio porque esa palabra contiene todos los sonidos sutiles de las demás.
Rinuncio.
Elijo este rincón de la vida, este lugar en el que se toman los muebles viejos y se los trae a la vida otra vez. Elijo perderme en la geografía del silencio.