He caminado hasta el convento de Belvís para escribir. La subida es una geometría sin mucho en común con la de Pablo, donde hoy hiberna el blanco y negro y corretea la armonía y el orden. Dos cuestas de piedra grisácea, musgo y farolas verdes de cristales rotos comparten como siamesas un parque. Al alcanzar la cima de clausura dominica —dicen que también de milagros centenarios—, se otean (¡oh!) tejados, cupulinos como el del Panteón de (algunos) Gallegos Ilustres y casi en línea recta la Berenguela y las torres del Obradoiro. Ciento ochenta y tres palabras dan para muchas letras. José Luis Martín Descalzo, por ejemplo, podía emplearlas para un brevísimo capítulo de «Un periodista en el Concilio». En el recién publicado «Invitación al hombre», veintitrés poetas las utilizan para escribir contra la droga. «Muere pronto un poema, / pero el hombre se esfuma / antes: siglos, milenios», arranca Antonio Sánchez Zamarreño. Ha comenzado a caer agua de la fuente que está a mi espalda. Se detiene de nuevo. Ahora prueben a observar la fotografía en distintas posiciones. ¿Pero de qué estábamos hablando?