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Sociedad del espectáculoArteGeorges de La Tour, un poco de materia puesta a arder

Georges de La Tour, un poco de materia puesta a arder

¿De qué, silencio, eres tú silencio?

Fina García Marruz

 

Todo en la estética y, al parecer, en la biografía –tan desconocida– de Georges de La Tour está marcado por el fuego. Hijo de un panadero, bien pronto pudo asombrarse –ya lo sugirió Pascal Quignard– de las capacidades transformantes y lumínicas de las llamas, y de sus calores o resplandores. De carácter ígneo y enérgico él mismo –fue denunciado por sus vecinos en alguna ocasión debido a su destemplanza–, parece sentir en una primera etapa de su carrera una evidente fascinación por la violencia y las sordideces del mundo, luego atemperada y acaso purgada por la espiritualidad penitente de las escenas de noches solitarias al hilo de una candela. Su vida en Lorena está marcada por las guerras, las continuas devastaciones, los incendios. De hecho, parece probado que los saqueos y los fuegos en Lunéville –la ciudad donde el pintor vivía– destruyeron buena parte de sus cuadros, de los cuales se conservan apenas unos cuarenta. De ahí la pertinencia –tal vez demasiado clara– con que condensa su poética el propio Quignard: a su juicio, toda su obra se resuelve en la empresa de “confrontar al hombre consigo mismo con ayuda de una llama”.

 

En todo caso, es cierto que en esa primera etapa, como ha apuntado Alain Cavalier en un estupendo documental sobre el pintor, Georges de La Tour pareciera comportarse como un ávido reportero. Un cronista cruel del engaño, la mezquindad, la traición. Eso está claro: su mirada, penetrante, está volcada en lo que, en expresión del espíritu coetáneo de Port Royal, consideraremos el uso criminal del mundo. Cuadros de ciegos y pordioseros, gente desfavorecida de la fortuna, comedores menesterosos de guisantes que preludian alguna escena conocida de Van Gogh. Están solos, en un interior casi mineralizado; separados de toda luz de la naturaleza y proyectados sobre un deprimido fondo gris de aires velazqueños. Son éstas escenas turbias, de violencia callejera entre mendigos o músicos ciegos (tal vez fingidos, eso es lo que trata de comprobar uno de los protagonistas de la riña pintada en El hombre del limón). Situaciones, en fin, de hambre y miseria, engaños de trileros y cortesanas, lágrimas y perplejidades de san Pedro tras renegar del Cristo. Tal vez la secuencia –existen dos versiones– con que culmina esta etapa sea Le tricheur (El tramposo del as de tréboles): se trata de un relato sobre el estupefaciente juego, y sobre el despliegue de señas o mímicas que su acción –innoble– siempre despliega. Las manos, los gestos y las miradas se muestran allí extremadamente tensos. Medidos, casi geometrizados. Comprobamos además un interés especial del pintor por los ojos, no sólo por las miradas. Esos ojos crudamente materiales en los que también se ha fijado Alain Cavalier, que sobresalen con su obscena blancura como huevos o proyectiles ópticos desvelando involuntariamente una malévola intencionalidad. Por veces, esos juegos, las inclinaciones de las manos y las declinaciones de las miradas, recuerdan –como en La Buenaventura– a una famosísima secuencia del Pickpocket, de Robert Bresson. Son los gestos que tejen la trama –y la trampa– con que se anuda la corrupción del mundo. O, tal vez, el mundo a secas.

 

Lo que en estos cuadros se ofrece finalmente a nuestros ojos avisados es una superposición de planos de visión en un dominio de realidad que no es estable, por más preciso que sea. Incluso, el exceso de precisión y de luz fría: de realidad, en suma, hace de estas escenas de La Tour algo improbable, teatral: casi afectado, envarado. Como si el pintor estuviese condenando, al modo de un Pascal o de un preceptor de Port Royal des Champs, el carácter nefando del esplendor teatralizado –y por tanto culpable, sospechoso: un montaje en toda regla– de la propia producción de realidad.

 

La pintura de la segunda época de La Tour funciona, desde esta perspectiva, como un alegato del fuego, de la llama, de la bujía oscilante que niega toda estática, toda mecánica, en favor de un resplandor o una combustión, una visión energética. El artefacto, el mecanismo montado con la realidad o al menos con su presencia, se disuelve en la noche que una llama críticamente acompaña y acaso purga. Recordemos, en este punto, la mejor definición de la pintura barroca, dada por un espíritu del tiempo, precisamente: un poco de materia puesta a arder (Shakespeare).

 

Hay una secuencia característica de la segunda etapa del pintor. En medio de una sombría estancia una mano cubriendo en parte la fuente de luz (San José carpintero, La Magdalena penitente ante el espejo), o totalmente (El recién nacido, La aparición del ángel a san José). La sangre y la carne aparecen entonces como en transparencia. Algunos dirían que nos hallamos en la contienda escolar entre la luz y las sombras, a lo Gerard van Honthorst, por ejemplo. Pero aquí no vemos ya siquiera una voluntad tenebrista o caravaggista, donde la luz combatiría con lo sombrío para sobrevivir, sino más bien una luz que se funde con las sombras para transfigurar la realidad entera. Sucede algo parecido con las pieles extremadamente pálidas de los personajes de algunas pinturas, que se recortan casi como alucinaciones sobre un fondo oscuro y tenebroso. Pero esas pequeñas manos, especialmente, haciendo pantalla, se vuelven translúcidas. Como algo que se despojase radicalmente del espesor o la carga de su propia materialidad. Son el centro mismo de la combustión que inundará toda la escena.

 

Así pues, y en muy diversos sentidos, esta pintura parte de la sombra para alcanzar la luz, como ejemplifica, precisamente, la alegoresis de María Magdalena, la postración de Job y los retratos de ciegos. Con La Tour nos hallamos en lo más profundo de la iluminación o la revelación. Desde la oscuridad y la pasividad de la meditación en relación con el engaño solar de las formas de la realidad. De manera que ese viaje pictórico no es otro que el de la transparencia. La transparencia misma y sola de la luz, abriéndose paso –abriendo su paso– en el corazón de la noche.

 

Por lo demás, todo indica que el retiro de las Magdalenas nocturnas y pensativas de La Tour no sólo contrasta sino que incluso transforma o redime, por su ensimismada penitencia, el mundo diurno de los adornos, las perlas y los oros manifiestos de las adivinas y cortesanas anteriores. De hecho, la versión más ascética de María Magdalena, aquélla en que la vemos acariciando la calavera sobre unas rotundas rodillas, nos presenta un vaso con óleo (¿óleo martirial?) que alimenta una llama. Pero ese vaso contiene también agua, como evidente símbolo virginal, el de la transparencia inmaculada. La escena relata, por tanto, una suerte de redención en la serenidad acendrada de la noche, la mujer y la vela. E incluso estamos inclinados a pensar que, como sugiere José Jiménez Lozano, esa calavera específica sobre las rodillas no nos conduce desde luego a ningún pensamiento tenebroso: “tal como es tocada, podría ser un pomo de perfumes o un espejo”. Por cierto que, tanto en este cuadro como en el de las otras dos Magdalenas ante el espejo, confirmamos la importancia que el pintor concede a otros sentidos, más allá de la visión. Al tacto, por ejemplo, con esos dedos que rozan o acarician levemente la calavera, como si tratasen “de reconocer a tientas el relieve de la muerte” (Quignard), la “forma dura” de que habló René Char, a propósito, precisamente, de La Madeleine à la veilleuse. No por casualidad es el cráneo el que en la Magdalena penitente (la Magdalena Wrighstman) oculta casi totalmente la fuente de luz, generando una escena de realidad traspasada por su propio límite existencial.

 

El tacto, en La Tour, parece dramatizar la operación de la facultad imaginante, que aspira a lo ilimitado, o a lo absoluto; tocando, efectivamente, en los contornos de la calavera su propia limitación, su límite. Siente, en el tacto, su impotencia, si queremos, pero al tiempo su gozoso estar al límite. Tiene el sentimiento de su sublime tensión o su esfuerzo. A través del tacto se siente en la emoción de ser un sujeto al borde de sí mismo; en vísperas, como quien dice, del absoluto. En el instante o en la palpitación de su suspenso. Emoción ciertamente ambigua donde se confunden el placer y la pena, la complacencia y la insatisfacción permanentes. Lo más patético de un corazón palpitante y de una vida volcada o asomada a su interrupción. Es la caña que piensa, de Pascal –recordemos el pensamiento 265: “No es en el espacio donde debo buscar mi dignidad, sino en el orden de mi pensamiento. No tendré más poseyendo tierras. Por el espacio el universo me abarca y me absorbe como un punto; por el pensamiento, soy yo quien lo abarca”.

 

Es así que el sentido del tacto manifiesta en La Tour el límite de las palabras y de la imagen, y el sentimiento de una impotencia que, descargando de todo poder de apropiación al sujeto mismo, siente su pérdida y, por consiguiente, un sentir que ya no es tal, sino más bien un estar expuesto. Luego, para volverse el objeto de esta exposición, el individuo habrá de buscar su retiro, o su alejamiento del mundo. En el apartamiento de la noche retirada, el cuerpo se abrirá al goce de ser expuesto, o ser ofrecido al contacto con la aparición. En un sentido bastante próximo a esto, el sonido emerge, en otras ocasiones, como problemática sugerencia de la escena. Es el caso del intérprete ciego, El músico de zanfoña, un cuadro de una crueldad insuperable. En él nos vemos enfrentados a la presencia de un hombre que no (nos) puede ver, pero que expresa con el rostro descompuesto, atribulado, su queja o su dolor. Lo expresa también con la música, pero nosotros no lo oímos.

 

Tal resistencia o persistencia –más que juego– de la luz bien podría estar sujeta a una lectura heideggeriana. La luz así configurada dispondría la brillante aparición del ser, su desvelamiento esencial, en el modo mismo del transparecer por sobre el velo turbio de la materialidad. Dice Heidegger, “la brillante aparición dispuesta en la obra es lo bello. La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento”. Como en el filósofo, en el pintor el motivo de la luz y del claro es decisivo por sí mismo. Pero lo es aún más el modo tortuoso o tenso: tan presionado o endurecido en el que este motivo le restituye al aparecer toda su espesura y tensión, que es la misma que la del phainesthai griego: brillar y resplandecer, mostrarse con resplandor. Aparecer, pues, como frente a todo pronóstico, en el momento crítico de la noche oscura, de la máxima cerrazón o tenebrosidad. Brillante aparición en medio del silencio postrero. Pues el silencio de La Tour, como ha escrito Pascal Quignard, “es el último silencio”. Él ha puesto toda su destreza pictórica al servicio de la pasión de ese silencio, de la misma forma que Pascal, por ejemplo, centró su escritura en la procura del absoluto. Ambos trataron de alumbrar una luz en la oscura o turbia escena del mundo.

 

Con La Tour, la noche más profunda siempre nos envuelve en su misterio indesvelable. Pero él consigue hacer del misterio la cosa más íntima, incluso la más doméstica. El Cristo niño que acompaña e ilumina el trabajo de su padre tiene, por ejemplo, las uñas sucias, como también sucede en la Magdalena penitente o de Terff –el propio resplandor lo enfatiza, en ambos casos–. Del mismo modo que la llama transfigura un rostro o un cuerpo, la espiritualidad mudará el alma, quien hará incluso de pantalla para elevar o intensificar el resplandor, la luminiscencia. Igual que hace la belleza misma, no tanto velo ni desvelamiento de la apariencia sino, según apuntó con lucidez Benjamin, el objeto en su velo; cuando el velo no es otra cosa que la carne encendida. Pero hasta esa belleza desea ser traspasada, y entonces la carne quizás pide –como el pastor de Garcilaso en su Égloga I– que se apresure el tiempo en que ese “velo rompa del cuerpo” para verse libre. Velo de luz que prende, y hasta abrasa. Es eso lo que provoca los continuos trances, los éxtasis, las visiones de párpados cerrados. La Tour es el pintor de estos estados, sin duda. Su pintura dramatiza tales gestos en suspenso, casi incomprensibles en su oscuridad y reverberación lumínica. La tendencia de la perspectiva a capturar los cuerpos desde abajo los dota, además, de una dimensión como de ídolos. Tomados en su rigidez, en la absorción máxima de un sujeto al margen de su circunstancia, se muestran como figuras imponentes, sumergidas en la profunda oscuridad, al modo extático de una alucinación. Cuerpos esclarecidos, al calor de la llama, transfigurados bajo la luz del fuego; que no es otra cosa que el ejemplo de una forma desprendiéndose eternamente. Forma que se forma sin sosiego más allá de sí. Sobreviniendo en un puro sin fin. Una entera palpitación que todo lo abrasa, toca y quema.

 

Las pinturas de La Tour muestran imágenes que manifiestan una extrema severidad y contención en materia de arte, como querían también los espíritus de Port Royal. Los cuerpos están sin duda sometidos a una grandísima tensión. Seguramente la tensión espiritual de su tiempo, que es no sólo el del ascetismo de Port Royal, sino también el de Pascal y el jansenismo, el de los tombeau de Monsieur de Sainte-Colombe o Marin Marais y el de los oficios de tinieblas o las lamentaciones de Couperin o de Charpentier. Pero una tensión que, a la vez, es la de su ánimo singular, totalmente volcado hacia el claro, el resplandor, la apertura de luz. Entregado a esa mínima venida o elevación de la transparencia formante que se anhela como lugar señero del sentido, en la medida en que el fuego o el esclarecimiento es lo que da forma y figura, en realidad lo que sostiene la posibilidad de la brillante aparición. Aunque aquí –bien lo muestra la resignación pasiva de la Magdalena o del santo Job– el sentido amenaza con ser una transparencia infinita, cual una quemazón sin término. Como si comprobásemos –con ellos– que en este advenimiento lo que más bien se da es un retiro infinito del sentido; un retiro, sin embargo, por el cual le está dado existir, quizás, a cada existencia singular, igual que una llama vive y crece por el aire que quema y en donde ella misma se eleva siempre hacia la altura.

 

De manera que nada se puede decidir de antemano en relación con este ejercicio –que ha de ser infinito– de apropiación de un sentido; ahí donde se trata del movimiento de un pensamiento y de los gestos –en buena medida secretos y desconocidos hasta para uno mismo– de su decisión; en el medio y medio de un esplendor enigmático. Por ello mismo, el pensamiento en su decisión no es el que emprende fundar el ser y fundarse él mismo con ello, sino más bien y solamente la decisión que aventura –en que se aventura– y que afirma la existencia sobre su propia ausencia de fondo. Las cavilaciones de la Magdalena penitente, o la postración de Job, la humillación de san Alejo dentro de su propia casa o el éxtasis de San Francisco, la escena de El recién nacido lo que nos muestran es ese instante en el que uno se decide en la angustia de existir como a fondo perdido. Una decisión, sin embargo, o un estar decidido que no son, no pueden ser, atributos ni acciones del sujeto existente, sino eso en lo cual, para empezar, la existencia se hace existencia, esto es: se abre a su ser propio. Esta relación también determina a su receptor a mantenerse abierto –en la demora, en el demorarse– a su apertura. La apertura no es ninguna cosa, desde luego. Ella es el estar-abierto del ser, o, aún más: su estar suspenso, a venir. En un silencio de espíritu que corta todo movimiento. Pues en el suspenso, por definición, la decisión escapa, no tiene lugar, no puede nunca tener lugar. De hecho, la actividad y la autoridad que la decisión implica están en íntima composición con la pasividad y con el abandono de la apertura. Es por eso también que en las pinturas de La Tour la referencia bíblica, cuando existe, queda, asimismo, difuminada, casi suspendida, en favor de una escena como de nuda existencia común, impersonal, universal, como sucede gloriosamente en El recién nacido.

 

Y por ello, también esta tensión es antes que nada sueño y fiebre como de un vivir desviviéndose, extracorporal, extramundano. Confirmamos, aquí, algo ya muy sabido: que el discurso barroco se vuelve a menudo un testimonio del des-borde. ¿No es acaso la fiebre un arder del cuerpo o hasta del alma? Pero el sueño principal entre todos los cuerpos de La Tour ha de ser tal vez el de la renuncia. Renuncia a uno mismo, claro. Renuncia al uso delicioso y criminal del mundo, que, como apuntamos, decían en Port Royal. Sin duda un sueño que exige grandes esfuerzos, como el de san Alejo: era hijo del hombre más rico de Roma. La misma noche de bodas, Alejo abandonó su casa y entregó a su mujer un anillo de oro y el cinturón que él llevaba, pidiéndole que los guardara. Se embarcó y llegó hasta Edesa, donde repartió toda su ropa y, desnudo, se puso a mendigar bajo el pórtico de la iglesia de Santa María. Al cabo de diecisiete años abandonó el lugar y se dirigió de vuelta al palacio de su padre, en Roma. Nadie lo reconoció. Su padre le dio limosna. Durante otros diecisiete años vivió como mendigo y desconocido en casa de sus padres. Se alimentaba con las sobras de las comidas. Vivía bajo la escalera. Al sentir que se acercaba la hora de su muerte, pidió un cálamo para relatar su vida. En ese momento, los emperadores Arcadio y Honorio fueron advertidos, en sueños, de que un hombre santo se hallaba en ese trance y en ese lugar. Enviaron a sus gentes para interrogar a los criados del palacio. Por eliminación, llegaron a la conclusión de que sólo podía tratarse del mendigo que yacía bajo la escalera. Lo que Georges de La Tour nos pinta es el momento en que un paje, con la antorcha en la mano, se inclina sobre el santo, que ya está poseído por la rigidez de la muerte. Sostiene entre las manos el papel con el relato de su vida.

 

En todo caso, es esta operación y aire del sueño lo que permite ver la escena de la vida  propia y más íntima con la extrañeza de una revelación o una visión, también con una admirable relucencia y dulzura. Como el brillo lejano de un espejo en la oscuridad, que proyecta al cabo una calavera. Y entonces el yo, en lugar de mirarse o reflejarse en él, busca perderse, hundirse, enterrarse. Notemos, por cierto, la predilección de este pintor por las formas redondas y lisas (cráneos, rodillas, frentes) sobre todo en sus nocturnos (las rodillas, ya comentadas, de Magdalena son duras y brillantes como las de Job). Los rostros ovales de las cortesanas y criadas. Las formas redondas y rellenas: pechos, mejillas, perlas, turbantes. Y puede que, en alguna relación con eso, tengamos también el tranquilo cuidar o reposar de sí en lo más íntimo o corporal (Mujer espulgándose), la práctica paciente de la lectura y de los registros, more cartesiano, en unos papeles cuidadosamente doblados (San Jerónimo leyendo una carta): distribuido su espacio con riguroso primor: con pascaliano espíritu de geometría. Fidelidad geométrica a lo real, como en la silla de La mujer espulgándose –rojo sobre rojo: el rojo encendido es, sin duda, el color de Georges de La Tour–; o como en los pliegues rígidos del vestido encarnado de la mujer sosteniendo al recién nacido, o el rojo tieso, a veces plano, del vestido de la mujer de Job. ¿Será que el desasosiego o la fiebre de lo real sólo se aplacan o se dulcifican con la claridad geométrica?

 

Si, para Descartes, los sentidos nos ofrecen un mundo basculante, fluctuante o flotante, entonces es que los sentidos son líquidos, mientras la mente, que es capaz de trazar formas fijas y estables, es sólida. La mente es mente de los sólidos, los sentidos son sentidos de los líquidos. Pero los sentidos pertenecen al cuerpo, mientras que la mente es del alma. Se establece aquí una oposición crucial para la historia del espíritu y del cuerpo en Occidente. El trabajo de la razón cartesiana es un trabajo de exclusión de lo líquido, de lo informe e indecidible, de lo dudoso; por tanto: del cuerpo. Excluido todo esto, lo sólido del mundo, el mundo como sólido, entrará por el ejercicio mental. Frente a lo discontinuo del mundo empírico, la función de la geometría, como apéndice de la razón, es ser capaz de trazar volúmenes fijos, sólidos y estables, transparentes a la intelección como un diamante: como un prisma, como una esfera de cristal. Sólo se considerará lo que existe como liso, lo que es casi idealmente uniforme y unido. Y aquí entra la fascinación por los espejos y por los instrumentos ópticos. De ahí que, en el mundo cartesiano que Occidente hereda como poder, lo claro se asocie con lo perfilado, con lo determinado o distinto. De ahí también que se equipare el lenguaje de la luz con el lenguaje de los bordes. Toda la óptica cartesiana es un problema de bordes, de definir y precisar limites pulcros y fijos. Spinoza, luego, realiza el gesto cartesiano por excelencia: pulir cristales de gafas, borrar los bordes fluctuantes, obtener bordes lisos para un instrumento de tecnología sensorial que perfecciona, justamente, los errores de los sentidos. La vista es aquí el modelo de la mente. Todo lo rugoso o rasgado o fractal habrá de desaparecer en lo liso. Todo ha de ser sólido. Sólido de bordes perfectos, claro, distinto, riguroso. El modelo ahora es el cristal, o el espejo. El cristal es lo que muestra claramente sus límites, él es el ideal metafórico del conocimiento. Ideal además por su equilibrio, por su casi eterna estabilidad. Por su frialdad, una vez que ha superado precisamente la prueba del fuego.

 

Sin embargo, no es la geometría cartesiana –esta geometría al servicio de la razón– lo que apreciamos en la pintura de Georges de La Tour. Sería más bien una geometría al servicio del ensueño. Geometría lírica, bien extraña a Descartes. Lejos de introducir la claridad en la realidad, la vuelve enigmática. Especialmente en la etapa nocturna, el espacio se ha vuelto abigarrado, cromático, difuminado, confuso y manchado por refulgencias de oro o de carmín. El elemento principal del espacio no es ahora la unidad inmutable, sino la multiplicidad o la sinuosidad evanescente, fugitiva. Entonces, algo se eleva de ese fondo de tinieblas como a golpes de resplandor. De repente, una luz, como un pálpito de fuego en un abismo de silencio. Pues el fuego, o el agua: ¿es uno? Fuego o agua no son otra cosa que variabilidad. Variedad infinita en lo local, plenitud loca de matices y emergencias, abigarramiento indecidible del color. ¿Cuál es el fondo nocturno de los cuadros de La Tour: un ocre, un oro pálido, un rojo pardo, negro incluso? Todo se difumina en medio de una gradación de tonos marrones, dorados o rojizos, indiscernibles. ¿Cuál es el color del fuego? Un anaranjado, diríamos, si queremos simplificar, pero más bien habría que empezar a asumir su carácter compuesto. Naranja doblemente amarillo y rojo, incluso por momentos o lugares blanco, y por otros negro. En el fuego todo se bifurca. Todo él es, como el agua, oscilación. Todo son fronteras borrosas, hasta la catástrofe con la que el fuego mismo finalmente amenaza. Pero, a su vez, agua y fuego, todo lo impulsan. Todo lo envuelven y dinamizan. Por medio del fuego o del agua, las cosas se ponen fuera de sí, y fuera de foco. Lo real se muestra como movido en la sobreimpresión, en el espejeo, el temblor: el resplandor. Allí, el mundo sólido, y sórdido, ha final y gloriosamente ardido en el fluido de luz, el hilo puro de luz que lo hace elevarse en infinitos colores. Que lo transforma y lo desfigura, o lo transfigura.

 

¿Será, en definitiva, el fuego, la luz de la llama, la figura originaria de la aparición misma, o incluso de la figuración? Todo parece indicar que la extremada belleza de las noches de Georges de La Tour radica en que allí se ofrece la pura presentación de una presentación, el resplandor de una aparición. Una presentación al borde del límite mismo de la figura, de su contorno; que tiene lugar, por tanto, en el límite de la presencia, en su eterna palpitación, incluso tan sólo su pálpito, su infinita pulsación finita. Ni siquiera en la exhibición de un objeto presentado, y desde luego no en la presunción de un sujeto receptor, sino tan sólo en el tener lugar de la presencia misma. Su resplandor. Hablamos de una presentación que lo transforma todo, comenzando por las materialidades más sórdidas del mundo, sobre las que ella, efectivamente, ha de proyectarse. Disipándolas, desprendiéndolas de sí, desbordándolas. Poniéndolas en el límite, o al límite, de su imaginación y su desfallecer, de su figura y su desvanecimiento. Y esta transformación no cesa de estar en obra hasta nosotros. Es a esta operación de movimiento, nunca de estado, a la que sirve de continuo como imagen la acción del fuego. Se requiere el tiempo y la disposición de verla venir, y de venir uno a ella, si es posible; tal es lo que cavila por nosotros María Magdalena.

 

 

“¿No es pecado mortal tomar la carne para ocultarse de la luz? Espantosa idea. Antes la lepra.

Necesito que Dios me tome por la fuerza, porque si ahora la muerte, suprimiendo la pantalla de la carne, me pusiera cara a cara delante de él, yo desaparecería”

Simone Weil, La gravedad y la gracia

 

Coda

 

Como es sabido, cuando Pascal murió se le encontró cosido al traje un papel con un texto, conocido como el Memorial, donde se narraba una experiencia de abandono y desconcierto interior sufrida en la noche del 23 de noviembre de 1654. Ese texto comenzaba con una sola palabra, exenta: Fuego. Con este mismo término se designaba en Port Royal el conocimiento de amor a Dios.

 

 

 

 

Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro; Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo; La inflexión posmoderna. Márgenes de la modernidad; Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, y Las horas bellas. Escritos sobre cine. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, PessoanasJustino, o los infortunios de la virtudLos dibujos de Victor Hugo. Fijar los vértigos y Ludwig Wittgenstein en su cabaña. El engaño y el estilo

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