(Carrión de los Condes, Palencia, misionero. Murió en Madrid el 18 de octubre a los 83 años). El misionero padre blanco Germán Arconada del Valle se disponía a volver a Burundi, cuando la muerte le sorprendió el pasado 18 de octubre, después de un mes de tratamiento en un hospital de Madrid. Se encontraba en España de vacaciones, pero la pandemia, que nos asola de manera implacable desde hace varios meses, le obligó a alargarlas inopinadamente. Fue ella la que frustró su retorno al país que amaba y en el que ejerció su apostolado durante más de 50 años. Es bueno señalar, por su significado simbólico, que la muerte de Germán coincidió con el Domund, día especialmente dedicado a colectas y oraciones por las misiones. Germán tenía 83 años. No consiguió colmar su deseo de morir entre aquellos por quienes había consagrado su vida. Frente a su foto, de hace ya varios años, me fijo en su pelo blanco y en los numerosos y profundos surcos que cruzan su frente, el bosquejo de la sonrisa que dibuja la comisura de sus labios y su mirada inquieta. Se trata de un rostro cansado, acaso más bien torturado, que nos habla de sufrimientos, de bondad que apacigua los ánimos, de firme decisión de realizar sus objetivos y deseo de despertar en los demás una sed de infinito, en búsqueda de una pleni- tud que conduce a un más allá del bienestar cotidiano. Germán lleva marcadas en su rostro las trazas fundamentales de su vida: bondad samaritana con los heridos del camino y oferta de reconciliación para sus hermanas y hermanos burundeses. Resumo el largo re- corrido de la vida misionera de mi compañero y amigo Germán. Nació en Carrión de los Condes (Palencia) el 5 de mayo de 1937. Su vocación misionera se despertó en el ambiente del seminario diocesano de Palencia, adecuada cuna de muchos misioneros y misioneras. Al término de sus estudios de Filosofía, pidió ingresar en la Sociedad de los Misioneros de África (Padres Blancos). Con ellos, en Bélgica, terminó su preparación al sacerdocio. Fue ordenado sacerdote en 1963, a sus 26 años. Al año siguiente, fue enviado a Burundi, en la región de los Grandes Lagos. Este escueto curriculum vitae esconde episodios gozosos y dolorosos. Burundi era un país pobre y apacible cuando Germán llegó a él por primera vez, pero pronto se convirtió en una región difícil y complicada. Pude cerciorarme de ello personalmente, durante una visita que hice al país en febrero del 2007. Burundi, que ya en mayo de 1972 había vivido unas horrorosas matanzas de origen étnico, que se saldaron con miles de víctimas, se recuperaba de otra guerra civil, de más de trece años de duración, con cerca de 300.000 muertos. En 2007, estaba todavía vigente el toque de queda. El viacrucis más doloroso que tuvo que soportar Germán en su vida misionera provenía de una realidad histórica secular del país: las diferencias raciales. Burundi, a pesar de la decisiva opción de sus habitantes para abrazar el cristianismo, tiene enormes dificultades para superar las divisiones étnicas entre hutus y tutsis, así como el ostracismo al que ambas etnias tienen sometidos a los pigmeos, considerados como una raza inferior. Esas diferencias étnicas, y las polarizaciones culturales, humanas y políticas que de ellas se derivan, obligan a difíciles equilibrios de conciencia en el servicio pastoral. El mismo mandamiento del amor, el deber samaritano hacia el semejante necesitado, está expuesto en Burundi a interpretaciones sesgadas y manipulaciones políticas. Es difícil salir indemne de las guerras étnicas y partisanas. Lo fue para Germán en el ejercicio de su apostolado. Pero su larga permanencia en el país muestra que fue el hermano de todos, un hombre de paz y de reconciliación, un lazo de unión entre etnias y personas. Fue, testigo, como él decía, de “escenas horribles e insoportables”, pero también de admirables historias de ternura y de perdón entre hutus y tutsis. También los pigmeos batua fueron objeto de su interés. Uno de los recuerdos más agradables de mi corta estancia en Burundi fue la visita que hicimos juntos, un domingo por la tarde, al padre blanco ugandés Elías Mwebembezi, apóstol de los pigmeos. Germán destinaba muchas de las ayudas que recibía a la promoción social de los pigmeos. Me agradó mucho el interés que tenía Germán para que conociese también el trabajo de su compañero ugandés. Hermosa solidaridad de un hombre que necesitaba ayudas para sus propios proyectos. Germán se interesaba por muchas cosas: la promoción del clero local, la alfabetización de adultos, la construcción de escuelas y lugares de culto, la prensa parroquial, etcétera, pero, sobre todo, la ayuda a los más pobres. Ellos eran sus privilegiados; ellos eran los que estaban en el centro de su vida. No tenía ninguna dificultad para identificarlos. Los tenía siempre cerca, en su despacho parroquial y en la calle. Germán decía a menudo: “Si nos despegamos de los pobres, dejamos de lado el Evangelio”. Su última realización se concretaba en el desarrollo de un proyecto agrícola adaptado al contexto particular de Burundi, un país montañoso y pobre, de alta densidad demográfica, incapaz de alimentar a su cada vez más extensa población. Su compasión samaritana le incitaba a buscar soluciones más estructurales que la pura solución caritativa a situaciones individuales. En Burundi, la agricultura es todavía muy tradicional. Además, el crecimiento de la población hace que la parcelación de los terrenos destinados al cultivo vaya reduciéndose cada vez más. Para poner remedio a dicha situación, inició un proyecto de construcción de algunos invernaderos con materiales locales muy baratos. Ello provocó en otros agricultores el deseo de hacer algo parecido. Alentado por los buenos resultados iniciales, Germán pedía ayuda para mejorar y modernizar el proyecto. A comienzos del año 2014, Germán fue destinado a España. No por ello disminuyó su impulso misionero. Él era conocido en muchas vicarías de Madrid. Consideraba su misión como la de un constructor de solidaridades entre la Iglesia de Burundi y la de España. Un hermoso eco de su actividad misionera aquí fue el testimonio del P. José María Calderón, trasladando su pésame a los Misioneros de África: “Me he enterado hace un rato de la muerte del P. Arconada… ¡Lo siento mucho! Y me uno a vuestro dolor y oración. Os digo en serio que Germán fue un referente para mí. Cada encuentro, cada vez que venía a verme, primero como delegado de Misiones de Madrid, ahora como director nacional de las OMP, era un regalo. Me ayudaban mucho sus reflexiones; aprendía de su experiencia”. Para nuestro compañero Germán lo importante de la misión tenía un hondo contenido espiritual. Así lo decía en 2009: “En nuestro mundo tan secularizado, fácilmente medimos al misionero por la cantidad de obras de promoción social que ha podido realizar en un país lejano. Debo confesar que, durante mucho tiempo, me pareció que las obras de promoción eran lo más importante de mi vida. Pero un día, a primeros de noviembre de 1993, Dios me tiró del caballo. Estaba con mi amigo Yayo junto al puente del río Ruvironza. Eran los primeros días de la guerra étnica. De pronto, entre las aguas turbias, vimos un cadáver mutilado que bajaba por el río. Al poco tiempo otro cadáver también mutilado era arrastrado… La imagen se me quedó grabada como una pregunta acuciante: tantas vidas sesgadas por los odios, tantas escuelas y dispensarios destruidos, ¿qué hemos hecho para que esto suceda? La respuesta me fue llegando como una convicción: lo más importante es favorecer la conciencia de fraternidad. La construcción de escuelas y dispensarios solo es evangelizadora si nace de esta fraternidad que brota de la fe en Jesucristo, que nos une a todos, africanos y europeos, en un testimonio de amor”. La misión concebida como la realización de un sueño: la fraternidad universal. Una recomendación que concuerda con el mensaje tan hermoso del papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti. Y, si ser misionero consiste en ser testigos del amor universal de Dios, Germán Arconada del Valle, mi amigo y compañero, lo ha sido en su vida, hasta la muerte. Descanse en paz. Agustín Arteche. Gracias a la revista Misioneros.