Hace pocos días un veterano de la aviación española, antes del inesperado giro que tomó el pasado jueves la catástrofe de Germanwings, sugería que los últimos accidentes aéreos obedecían con frecuencia a una misma tipología: la velocidad de crucero del aparato, el abandono del control manual de la aeronave a la dotación tecnológica, y un cambio brusco en las condiciones externas que hace imposible que los pilotos puedan ser capaces de recuperar el control de la aeronave. Este mismo experto reconocía también que la capacidad de control manual de la actual generación de pilotos es preocupantemente baja, fenómeno que nos resulta familiar.
En efecto, tal desactivación de potencias intuitivas y manuales es más que probable si la juzgamos por la evolución diaria de nuestro entorno humano. Sin embargo, el desesperado Warum? (¿Por qué?) en Halten de los compañeros de los dieciséis escolares muertos ha tenido una respuesta provisional que es peor que todas las preguntas que puedan quedar en el aire. En contra de la hipótesis de aquel inteligente y honesto artículo, puede resultar que la causa de esas ciento cincuenta muertes sea muy distinta, una irrupción brusca de lo que un día se llamó factor humano. Una decisión humana que podría ser lentamente sopesada, como lo indicaría que la respiración del copiloto Andreas Lubitz apenas cambie mientras dirige el A320 contra el macizo de los Alpes que conocía bien. Es lo que habría provocado esta tragedia que ha dejado a varias naciones en suspenso.
Si hay que emplear tantos condicionales en lo que rodea a este siniestro es porque continúan en el aire demasiadas incógnitas y porque, sencillamente, la era de la información es la era de una incertidumbre escandalosamente alta. Además, aparte de la complejidad intrínseca del suceso, son tales las presiones de todo tipo (también por parte del impresionismo informativo) que no es de descartar que esta triste historia vuelva a dar otro giro espectacular en pocos días.
Hasta hoy casi todo en este suceso (más de lo que sospechamos) son habladurías, guiadas por una mezcla de angustia, estrés y morbo impúdico. En unos días, antes de que todo se olvide, caerá sobre nosotros una catarata todavía mayor. Y en medio de todo esto no es descartable que la fiscalía de Marsella tenga que desdecirse en pocos días. Tampoco es relevante que una supuesta ex novia de Andreas, aunque debe haber ahora mil candidatas, haya declarado que él pronunció esta frase: “Todo el mundo sabrá mi nombre y lo recordarán”. Cualquiera puede decirlo, sin que después pase nada relevante.
Mientras tanto, hay demasiadas anomalías en esta tragedia que, según declara la propia Angela Merkel tras el informe de la fiscalía de Marsella, cobró “una dimensión totalmente inconcebible”. Aparentemente, la personalidad de Andreas Lubitz es ajena a otros personajes tristemente famosos. “Una persona muy agradable, divertida y educada»”, dice el director del aeroclub en el que Andreas se formó. Un joven, además, sin conocidas implicaciones religiosas o políticas que pudieran llevar a sospechar de una motivación terrorista en su presunto acto. Un joven amable de clase media que siempre soñó con volar: “Era majísimo, con muchos amigos, totalmente, normal”. Etcétera.
Todo los que le conocían están de acuerdo en que el deseo de Lubitz siempre fue volar. Cuando no volaba, comenta un joven vecino del barrio elegante de Montabaur donde él vivía con sus padres, siempre estaba corriendo, buscando mantenerse en forma. Su propio pueblo, antaño un rincón apacible de Renania-Palatinado, es hoy conocido en Alemania por la estación de los rápidos trenes intercity. Pero entonces se desliza una primera pregunta: ¿Tanta velocidad no desactiva nuestra capacidad de pararnos a hablar, a escuchar, a atendernos mutuamente? Cuando el filósofo Byung-Chul Han habla de la depresión larvada que se extiende tras la multiplicación vertiginosa de nuestra superficie social, desgraciadamente, seguirá estando mucho tiempo de actualidad. Es posible que, mucho antes del choque brutal en las cercanías de Seyne-les-Alpes, se haya producido un choque silencioso en la cabeza y el alma de Lubitz, un drama vital (fracasos sentimentales, soledad, melancolía, tristeza) para el cual casi ningún técnico actual está hoy personalmente preparado.
En medio de esta velocidad constante, late una dificultad para pararse y hacer una confesión tal vez primitiva. “Era apto al cien por cien y su actitud era impecable”. Aunque no se descubrieran muchos más datos, ya en esta frase (cien por cien, impecable) puede haber un problema. Fijémonos en la foto del perfil de Andreas en Facebook: un joven sonriendo ante un famoso puente colgante estadounidense. Cielo y agua azules, puente rojo gigantesco sobre un horizonte radiante. Todo demasiado iluminado para no encerrar potencialmente un drama, incluso una tragedia. El ansia volátil de Lubitz no deja de ser un epítome de nuestra consigna central: volar, emigrar de continuo, mantener la velocidad de crucero como mejor y casi única forma de evitar algunas preguntas que hoy tal vez resultan temibles, casi tan “inimaginables” (Merkel) como la tragedia del vuelo AU9525 de Lufthansa, entre Barcelona y Düsseldorf.
Se habla mucho del cambio climático, pero no del cambio en la temperatura psíquica que ha impuesto la aceleración que es capital en nuestro orden colectivo. Una incesante deconstrucción de todo humanismo es el reverso de nuestra aceleración media. Una masiva y automatizada velocidad de crucero que hace que, en nuestro Titanic social, sea casi inconcebible o un poco raro que alguien necesite detenerse.
¿Sabría pararse Andreas Lubitz? ¿Poseía una tecnología analógica para detenerse a escuchar, a explicarse, a reconocer sus límites?
La velocidad de recambio de todas nuestras estructuras es tal que hoy no hace falta un iceberg. Basta la punta de una aguja para que un colapso descomunal se ponga en marcha. Un simple pájaro que choque con un aparato que despega a 350 kilómetros por hora puede resultar letal. Igual que un mosquito que entre en los circuitos de un avión militar o una caricia intentada desde un tren en marcha. O una novia que te deja entre vuelo y vuelo. Así en las mentes. Es lo que podríamos llamar catástrofe en red, una versión negativa y demoníaca de nuestra obsesión por el tamaño espectacular y los efectos virales.
Con todo, el caso Lubitz dista mucho, a primera vista, de otros conocidos. No era un melancólico marginal y un “fracasado” como Richard Durn (33 años), autor del asesinato en masa de Nanterre, en el 2002. No era tampoco una fanático ideologizado, como Anders Breivik (32 años), el autor de la matanza de Noruega en el 2011. Fíjense en las edades, como si en todos estos casos estuviésemos hablando de varones a los que les cuesta dramáticamente pasar a la edad adulta según al menos nuestra media estadística. Otra pregunta al paso, aunque todos ocultemos ejemplos demasiado cercanos: ¿qué hemos hecho del mundo adulto para dejar atrás a tantos niños que no pueden ser hombres?
En Lubitz se mantiene un patrón de conducta normópata que ahora deja perplejos a sus vecinos y conocidos. Un joven en apariencia encantador, de alto nivel de vida, rodeado de un universo tan radiante, entre Arizona, Düsseldorf y Mauntbaten, que nadie podía sospechar ninguna tragedia. Igual no la hay. Joven, probablemente un poco melancólico o depresivo, viviendo con sus padres, tal vez no muy afortunado en amores… Sin embargo, ¿quién no ha pasado por algo así? Sus padres, sus amigos, su ex-novia serán acribillados a preguntas, por la policía y la prensa, mientras se sigue trabajando en las cajas negras. Tardaremos días en tener una versión fiable.
Se ocultan dolencias y bajas médicas. Vale, ¿y quién no? Aparte del problema laboral y la licencia de vuelo, ¿quién se atreve hoy a confesarse triste en un orbe aeronáutico de elite? Si un cuadro depresivo así se da en un joven granjero alemán es muy probable que la vida de pueblo, los amores, la cerveza, el tiempo y las relaciones afectivas acaben reabsorbiendo ese conflicto anímico. Pero si, en un país puntero, eres el rey de la alta velocidad, ¿cómo pararse a hacer una confesión primitiva de debilidad? Sea lo que resulte de las investigaciones, la verdad es que saber que con un simple botón puedes acabar con esta pesadilla, inexplicable y a cámara lenta, se convierte en una tentación grande. Se recordaba en estos días que ha habido bastantes casos de suicidio ampliado de similares características. Naturalmente, se tomarán medidas, pero ¿cómo cambiar el material humano con el que trabajamos, que necesariamente ha de ser flexible y adelgazado, ágil, libre de preguntas existenciales?
Es posible que un joven griego en condiciones parecidas, rodeado por un ambiente y una formación humanista, tuviese tecnologías anímicas para afrontar un drama personal creciente. Por el contrario, en la Alemania de Merkel, en la Texas de Obama, es probable que un Lubitz cualquiera ni siquiera pueda entender esta frase que en su día pronunció Marilyn: “Hasta que leía las Cartas a un joven poeta de Rilke pensé que estaba loca”.
A quien está decidido acabar con su vida, después de una larga andadura (27 años son muchos si llevas siete de pesadillas que vuelven) no tiene por qué importarle demasiado el dolor que causa, suponiendo que no sea ese un motivo más, añadido, para vengarse de un mundo que no te ha comprendido, o no te garantiza un lugar efectivo.
Es el viejo temor de un retorno freudiano de la naturaleza, en forma de tornado o de un drama psíquico para el que, en nuestro universo radiante, no tenemos ya ninguna tecnología. Antes de decidir cerrar la puerta de la cabina y pulsar el botón de bajada (todo son hipótesis), Lubitz ya había decidido romper sistemáticamente los partes de baja y las recetas de un mal que volvía, que se repetía angustiosamente en la pantalla de nuestro radar siempre encendido. Quizás, y es otra hipótesis, el macizo montañoso contra el cual decidió estrellar su aparato se le apareció de pronto como la mole que simbolizaba su propio drama personal, esa impotencia anímica para la que le faltaban palabras. De ahí que la respiración se mantuviera impasible mientras el avión avanzaba a toda velocidad hacia un choque que, en cierto modo, ya se había producido. Pero lo que sigue siendo escandaloso que, también en este punto, sea difícil distinguir la ficción de los datos contrastados.
Todo esto sin contar con otro fenómeno que pocos expertos han analizado. El escenario de conexiones virtuales en el que vivimos, igual que hace de nuestra exitosa guerra tecnológica algo parecido a un videojuego, también puede hacer de esa hipotética decisión de la mañana del 24 de marzo algo parecido a otra simulación más. Una vez perdido el suelo elemental de la gravedad, on land, para la cual este joven sonriente de clase media podría tener muy pocos instrumentos de navegación, confundir la realidad con un sueño puede ser algo más que un efecto óptico o una crisis psicótica pasajera. Puede ser un último y casi único deseo.
Se dijo hace tiempo, pero quizás nadie estaba escuchando, que el hombre desarrollado es un marginal en el mundo de los sentidos. El trato diario es el mejor test sobre la “salud mental” de una persona, se ha comentado estos días. Pero esa frase apenas tiene sentido si la ocupación anímica en las conexiones, en la empresa en que se ha convertido el Yo, implica que estamos rodeados de personas estresadas por el triunfo, con los cuales no se puede hablar de soledad, de tristeza, de fracaso, de debilidades íntimas.
Nadie echa de menos a alguien que no es instantáneamente visible. Lo prueba el recuerdo de una joven y atractiva londinense que pudo morir accidentalmente en su casa, viendo la televisión, sin que nadie la echase en falta durante meses. Y este panorama antropológico medio, de ceguera cristalizada por la iluminación, no se puede compensar con la existencia eventual de buenos especialistas, pues al día siguiente de la consulta vuelves al infierno de la incomunicación.
Durn, Breivik, Lubitz. Puede ser importante en estos hipotéticos ejemplos, tan distintos, la posibilidad de masacrar a cualquiera, pues cualquiera es todo un signo de lo que uno ya es, el Don Nadie que representa lo que uno ha sido para la sociedad. El cualquiera que los otros son para el aislamiento mudo de uno mismo. Y no con respecto a los otros, sino primeramente con respecto a la otredad que aparece por dentro, reclamando una palabra que falta.
Nadie, cualquiera. Imagínense que un día, después de diez crisis y diez recaídas, se despiertan con el interior convertido definitivamente en pulpa. Enajenación repentina, se dirá. Trastorno de personalidad, esquizofrenia, depresión severa, enfermedad psíquica, trastorno psicótico: se hará todo lo posible para ocultar el simple hecho de que un ser humano perfectamente dueño de sus actos (en algún caso, ha sido incluso preparado para triunfar) se hace responsable de su muerte y de la muerte de decenas de personas que ni conoce. De cualquiera, un alguien que tal vez represente el cualquiera en el que, en versión siniestra, se ha convertido uno mismo, una común condición mortal que (imitando el modelo de la fluidez americana) nos hemos prohibido atender.
No hace falta ser premio Nobel en psicología para intuir que la inmersión profunda en el automatismo de las nuevas tecnologías no ha dejado de acentuar esta ceguera y sordera inducidas, este racismo sordo hacia lo raro que está inscrito en el primado mundial de la economía. El peso de lo macro nos hace incapaces para lo micro. Pero todo lo importante en las vidas es de una pequeñez prácticamente indetectable en los grandes aparatos de captura. Lo que ocurre un día cualquiera en una esquina cualquiera es imperceptible para el gran angular del espectáculo mundial. Y el problema es que hoy ese gran angular ha colonizado el sistema nervioso del individuo. Nuevas manifestaciones de esta impotencia antropológica volverán, un infierno del cual nunca hemos visto la última versión.
Hagamos lo que hagamos, vivamos como vivamos, siempre habrá en nuestro entorno personas inteligentes capaces de lo peor, al borde mismo de lo inimaginable. El caso es que además, y esto es algo que le debemos al giro social y cultural de las últimas décadas, hemos hecho todo lo posible para estresar hasta el límite al prójimo, dificultando en él toda relación con la zona de sombra, infinitamente lenta, sin la cual el hombre no es nada. Nada más que un monstruo, pues ha perdido cualquier relación con lo que hay de indelegable en la médula mortal de lo que se dice existir.
Achacar el mal a la locura es una tentación comprensible, de Casteldefels a Berlín. Ahora bien, todo lo que no sea encarar el hecho de que el reverso de nuestra exitosa movilidad, y la veloz transparencia informativa, es un pantano anímico, una feroz e inexpresable prohibición de tener alma, no hace más que preparar nuevas tragedias. Aunque no tomen casi nunca, esperemos, estas dimensiones dantescas.
Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Siguiendo una línea de sombra que va de Nietzsche a Agamben, de Baudrillard a Sokurov, escribe en distintos medios sobre filosofía, cine, política y arte contemporáneo. Entre sus libros, Votos de riqueza, Roxe de Sebes, La depresión informativa del sujeto y Sociedad y barbarie. En FronteraD ha publicado, entre otros, Certezas indias. (Epopeya de lo ordinario: ‘Boyhood’, de Richard Linklater), Marx en red. (El origen de la religión verdadera), Cuarteto neoyorquino y El cuerpo de la desintegración, y mantiene el blog Crítica y barbarie.