Los grandes nudos de la modernidad siempre han tenido un cabo atado en Ginebra. Aunque su celebridad admite lecturas menos exquisitas. Basta saber de ladrones para haber oído hablar de Ginebra. Ginebra no es sólo el nombre que tenía Ava Gardner cuando Lanzarote se enamoró de ella para luego descubrir que estaba casada con el Rey Arturo. Ni tampoco el líquido que se mezcla con tónica y, a veces, con tanta delicadeza que el alcoholismo adquiere apariencia de ciencia universitaria, arte clásico, extremo del refinamiento o penúltimo arcano de la felicidad. Ginebra es también una ciudad antiquísima que asoma al terminar el Lago Leman, en uno de los primeros valles de los Alpes. Montañas que invitan a imaginar a Aníbal cruzándolas con elefantes o a judíos huyendo de la colaboración de Vichy.
La propia Ginebra se levantó en una pequeña montaña: la Vielle Ville, como llaman al casco histórico. El barrio donde nació Rousseau, murió Borges y que acogió a principios del siglo XVI la reunión del Consejo General de la República que decretó la Reforma y “abolió” la misa. La catedral de Saint Pierre, tocaya irónica de la célebre basílica romana y los apellidos de siempre en los buzones, son testigos de un tiempo que acabó. La colección de minifaldas y cervezas en las tardes estivales demuestran que la ciudad de Calvino hace mucho que mató al padre. Tanto que Calvinus es hoy nombre de una bière local, con la doble herejía de los grados y el latín. Aunque al subir a la ciudad vieja por la parroquia de la Madeleine, además de recorrer una calle dedicada al infierno y otra al purgatorio, se descubre un restaurante que presume en sus muros de no servir alcohol. Pese a la secularización formal de la república, a principios del siglo XIX, aún persisten rastros de la Reforma que confirió a esta pequeña ciudad una identidad única y crucial para la historia occidental.
Durante más de doscientos años Ginebra, la más perenne y hermética resistencia a la fe católica, era imaginada como el paraíso terrenal o como algo parecido a Mordor. En esta posmodernidad líquida se suele ignorar en qué bando colocarse. Quizá mirar la Roma barroca, con sus curvas desmayadas, y el gris de los templos ginebrinos no baste. Ante imparcialidad tan inatacable, puede asumirse la posición de un buen crítico y advertir que, si Ginebra está hoy llena de bancos, Roma sigue repleta de sagrarios.
Se dice que para residir en la Vielle Ville hay que presentar curriculum y árbol genealógico, pero algunas residencias universitarias amplían las posibilidades de habitar barrio tan decisivo. Una de ellas, reservada a mujeres, está en la misma plaza de la catedral y sus estudiantes pasan cada día ante el modesto edificio donde predicaba Calvino. L’Auditoire albergaba además a las comunidades de refugiados extranjeros así que quizá allí se acometió la traducción que alumbró la Bible of Geneva, aquella que viajó en el Mayflower y consultaba Shakespeare. No muy lejos, en l’Académie, los pastores, determinantes en Escocia u Holanda, eran formados en la fe reformada. La austeridad y monocromía general habla de esa “religión pura” que los ciudadanos de la república practicaban en una comunidad de vigilantes vigilados. Esa ética que Weber vinculaba al capitalismo, con cierta dosis republicana, aun emerge en algún jardín donde se lee que el césped está bajo la salvaguarda de los ciudadanos de Ginebra.
Ciudadanos que al menor rayo de sol se desparraman por la hierba del Parc des Bastions cuyos límites coinciden con las murallas que antaño protegieron la ciudad de las tropas católicas cuya Escalade por fracasada da hoy motivo a la fiesta local. Allí se encuentra el Muro de los Reformadores, inmensa mole pétrea que celebra a Calvino junto al dream team del protestantismo. Mirándolo se entiende que, si Roma tenía patres patriae y en Norteamérica hay founding fathers, es lógico que de Ginebra se pensara que más que una república, era una parroquia. Cuando nieva, la calva de Calvino exhibe un repentino florecimiento. Hace meses allí reveló su repeinado francés una prófuga española venida de orillas del Llobregat. Enfrente descansa el edificio más antiguo de la Universidad de Ginebra, cuyo color rosa certifica que no lo diseñó su reivindicado fundador. Acoge a la Facultad de Letras y a la biblioteca cantonal, las fachadas más elegantes del excelentísimo panorama académico de una ciudad llena de sabios. Así el parque es también un campus que sólo disfrutan los estudiantes de Humanidades, ésos que en lo bonito y lo viejo justifican otras carencias. El paisaje lo completan padres con niños o migrantes de Oriente Medio enzarzados en jaleadas partidas de ajedrez sobre gigantescos tableros a lo Harry Potter. El portón de Bastions está en la decimonónica Place Neuve que reúne al conservatorio y al Gran Teatro, donde se hospeda la ópera, en torno a una estatua al héroe ginebrino de la unificación suiza: el general Dufour al que se le perdona que fuera fiel oficial francés de Napoleón mientras su ciudad natal integró la Grande Nation. En verano allí aparecen unos pianos. Un alto porcentaje de concertistas callejeros demuestran un virtuosismo inesperado.
Desde esa plaza se puede bajar al barrio financiero que guarda cantidades ingentes de dinero made in todas partes, en los innumerables bancos que adornan la Rive Gauche del Ródano en su arrancada tras revivir en el lago. A diferencia de la City o La Défense, en Ginebra no hay torres descomunales que anuncien la importancia de los asuntos que allí tratan. Ginebra no parece necesitar convencerte, Ginebra no quiere ser tu banco, Ginebra es tu banco. En lugar de rascacielos, allí los bancos exhiben un cartelito que aclara que son private o privée segun corresponda, en un ánimo de intimidad de adolescente enamorado. Igual que hacían en el siglo XVI con los templos del Dios que adoraban entonces, quitando colores y esculturas, hacen con los santuarios de la divinidad más actual: en Ginebra el dinero no precisa de fluorescencias exageradas. Aunque la geología de una ciudad rajada y rodeada por el agua quizá desaconseja una arquitectura que desafíe demasiado a Newton, así que cualquier mente ingenieril puede arruinar la metáfora. Con todo, el silencio en Ginebra trasciende las estrategias bancarias, como prueban los empleados municipales que acallan las juergas nocturnas. Ginebra es ciudad de paz, no de guerra.
Aunque fue al ritmo de los empeños militares de Luis XIV y su obligado endeudamiento, a finales del siglo XVII, como las riquezas de los banqueros ginebrinos se incrementaron. Esa cercanía con el rey Sol no sólo inició la centralidad de la banca ginebrina en el paisaje financiero mundial, sino que también contagió de los lujosos usos de Versalles a una burguesía conocida por su austeridad y rigor moral. Las convulsiones teológicas y políticas que generó esa contaminación tuvieron culpa en los escritos del hijo de un relojero criado en el barrio artesanal de Saint Gervais, al otro lado del río: Jean-Jacques Rousseau que firmó sus obras como citoyen de Genève. Genève hoy le celebra hasta con una isla a su nombre. Los relojes ya entonces eran parte de una economía cuya cara más amable es el reloj de cuco y la menos conocida la lucrativa industria armamentística que la refinada técnica relojera permitió desarrollar. Hoy Philip Pathek sigue habitando los escaparates ginebrinos.
También en esa ribera gauche queda la plaine de Plainpalais, una gigantesca explanada romboidal, surcada por el tranvía, y centro urbano de la Ginebra moderna. Allí colocan los coches de choque en las fiestas, hay casi siempre mercadillo de cosas viejas y verduras frescas y cada día la recorren multitud de estudiantes rumbo a Uni Mail, un mazacote de cristal que reúne casi todas las facultades interesantes desde la perspectiva de la cuenta corriente. Lo rodean todas las mañanas cientos de bicis. De noche, la cantidad de amables subsaharianos que cada poco ofrecen hachís con un protocolario ça va? obliga a reconocer que los bancos evitan el desempleo a mucha más gente de la que figura en plantilla.
Si desde el Pont du Mont Blanc, arteria fundamental de la ciudad, además de admirar la cumbre que invoca (la más alta del Imperio Romano de Occidente) se sigue hacia delante o hacia la izquierda, se encuentran las plazas que antes albergaron el mercado y hoy acumulan terrazas y restaurantes, la del Molard y de la Fusterie con el primer templo del mundo construido por protestantes. Las calles más anchas, las Rues Basses o la de la Confédération, son también las más comerciales, antes las llenaban imprentas que distribuían por Europa y más allá lo traducido a la luz de la fe reformada. No cuesta demasiado, cosa rara en Ginebra, imaginar barcos remontando el río en busca de Biblias subversivas.
Hoy la mayoría de los barcos que atracan en el lago son veleros de recreo custodiados por decenas de cisnes. El puerto, apellidable como deportivo, termina donde se alza el rascacielos más alto de Ginebra que exhibe la particularidad de ser de agua. El Jet d’Eau es el símbolo de la ciudad si el símbolo de una ciudad lo fijan sus postales. Un chorro de ciento cuarenta metros de altura que emergió a finales del siglo XIX cuando una fábrica situada junto al puente de la Coulouvrèniere solucionaba la sobrepresión de agua con un gigantesco escape. Tras advertir su interés estético las autoridades de la ciudad, con motivo de los fastos del sexto centenario de la Confederación Helvética en 1896, trasladaron el chorro al lago, junto al parque de Eaux-Vives cuyo nombre resultó profético. No es improbable que se cumpliera semejante antigüedad de la firma de un papel entre comunidades de montañeses de la frontera de los dominios imperiales, pero es un perfecto ejemplo del éxito de las narrativas nacionales que tan centenario aniversario se celebrase en una ciudad incorporada a esa confederación solo ochenta años antes.
El lago hace de Ginebra una ciudad costera y reúne en sus orillas estupendas casas de veraneo de la aristocracia europea de los últimos trescientos años. Entre ellas, la Villa Diodati, donde Lord Byron propuso a sus acompañantes, aquel verano inclemente de 1816, que cada uno escribiera un cuento de fantasmas. Mary Shelley ganó la competición para la posteridad al responder a la apuesta urdiendo, allí mismo, la historia del doctor Frankenstein. El lago invita a preparar una maratón que seguro discurrirá por parajes menos inspiradores o favorecer la circulación sanguínea con un baño fresquete en verano a emulación del romano borracho de Asterix en Helvecia que perdía de continuo el pan en la fondue y le tiraban al Lago de Ginebra, como prefieren llamarlo los locales. La fondue, sencilla delicia, que cumple entre los suizos las altas misiones de juntar y alegrar.
En la Rive Droite, salvo algún trozo del barrio de Saint Gervais donde creció Rousseau, la Ginebra que persiste data de los dos últimos siglos. Allí está la Estación de Cornavin y el hotel homónimo que visitó Tintín en El asunto Tornasol en busca del distraído profesor, entre otros muchos que seguro ocuparon los afortunados europeos escapados de los dos grandes certámenes del siglo XX. Fue en Ginebra donde Rolland publicó en 1914 su Au-dessus de la mêlée y allí le encontró Stefan Zweig según explica en su autobiografía europea. Junto a la estación está la basílica neogótica de Notre-Dame de Genève, los católicos romanos, Kulturkampf mediante, hubieron de pagar dos veces. Su abultada afluencia dominical de inmigrantes de todos los orígenes muestra la vuelta de tostada confesional de la capital protestante. Por estar Ginebra integrada en Francia, la primera misa pública “después de Calvino” se celebró en 1803 tras el concordato que firmó ése célebre exportador de la Eucaristía: Napoleón Bonaparte.
Desde de la estación se levanta Paquîs, limítrofe con el lago. Según quién lo diga es el barrio chungo o cosmopolita. Paquîs marida con las facultades de Letras donde nadie vigila que la pintura aguante o los cristales transparenten. Las prostitutas venidas de allende los mares o las iglesias de las confesiones e intenciones más inverosímiles, así como los minoristas de marihuana alejan a Paquîs de cualquier semejanza con los relucientes pasillos de una escuela de negocios. Sin embargo, allí también se encuentran los restaurantes indios y peruanos o chavales jugando al fútbol con la camiseta de Portugal. Se puede tropezar con la Casa del Deportivo de La Coruña, que recuerda aquella epopeya silenciosa de los años sesenta. Los posters del Real Madrid, en pacífica armonía con los deportivistas, conmemoran la alegría de aquellos emigrados forzosos cuando un club de su país destrozaba a los equipos de sus anfitriones. Que el Madrid “es de ricos” no se sostiene fuera de Arganzuela. Fue en Ginebra, contra su club local el Servette, donde Muñóz abrió el tarro de los goles europeos y el equipo blanco el de las victorias, vengando al español calcinado tocayo del equipo local: Miguel Servet. Ginebra no sólo refugia a huidos de la justicia sino también del horror o la pobreza, como a kosovares y eritreos o a los españoles descartados por el Plan de Estabilización que aun hablan francés con acento gallego.
Paquîs limita con Nations, barrio que ya desde su nombre indica su ilustre huésped: las Naciones Unidas. Hoy sostenida por miles de interns gratuitos, hasta el punto de que alguno ha acampado en la puerta pidiendo un salario. Otra cara de la globalización que empezó antes en Ginebra. Fue en la batalla de Solferino (1859) donde Henri Dunant, un ginebrino de marcada piedad calvinista, se convenció de la necesidad de paliar el dolor a los heridos de guerra. Así se fundó el Comité Internacional de la Cruz Roja. Su primer presidente, el General Dufour, propuso como enseña la bandera suiza invertida: cruz roja sobre fondo blanco. Quizá sea cierto que el Papa tiene un embajador y un espía en cada cura de pueblo, pero no lo es menos que la Confederación Helvética tiene un ejército de enfermeras que es bien recibido en cualquier parte. Con el añadido de que además de ponerles las tiritas, los suizos también les guardan el dinero.
La Cruz Roja fue de los primeros compases de la “Ginebra internacional”. Uno de los últimos, el CERN, ha llenado Ginebra de extras de The Big Bang Theory en torno a un kilométrico tubo metálico en cuyo interior se machacan unos protones con otros. Está tan en las afueras que la parcela es mitad francesa. Concluida la Segunda Guerra Mundial, se pergeñó para mostrar a los europeos unidos en usar la física para saber más y no para fabricar bombas atómicas. No está claro si descubrirán la partícula de Dios, pero en el mientras tanto uno de ellos ha inventado el www. Un peligro previsible al juntar tanta gente lista con buen sueldo, aunque vayan en camiseta. Ginebra ya era hotel oficial de instituciones internacionales desde el fin de la (otra) Gran Guerra. Se duda si fue el calvinismo del president Wilson o que William Rappard, el enviado suizo a Versalles, fuera su antiguo alumno lo que decidió que Ginebra fuera escogida como sede de la Sociedad de Naciones. La neutralidad helvética durante la guerra frente a la forzada participación belga les favoreció puesto que Bruselas era el principal competidor. No podía parecer un club de los vencedores. Había más razones que favorecían el proyecto. El historial de Ginebra, de la Cruz Roja a la Convención (tan invocada por Alec Guiness a orillas del Kwai) se añadía a la francofonía en un monde aún diplomatique. Casi los más resistentes fueron buena parte de los suizos, la mayoría germana parecía preferir a los perdedores. Los primeros funcionarios que ya trabajan en Londres recibieron la noticia con estupor, no imaginaban mudarse a una pequeña ciudad de los Alpes.
Uno de los funcionarios fue Albert Cohen que figuró la tetralogía novelesca que protagoniza Solal des Solal, supuesto subsecretario de la organización. Vestigio señero de entonces es el Palais des Nations, que acogió la Sociedad de Naciones y hoy es sede del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. El edificio quizá culmina en la sala española, pintada por Josep Maria Sert como regalo de la República Española a la organización. Una alegoría de la guerra y la paz, junto con el avance de la técnica y la medicina decora sus paredes. El techo con Francisco de Vitoria y la catedral de Salamanca, recuerdan al reclamado como pensador primero del Derecho Internacional y al lugar donde plausiblemente lo pensó. Homenaje tal a un dominico castellano en la ciudad de Calvino apuntala la ironía de la historia. España, de nuevo Reino, continúo esa generosidad ya con la ONU, en una nueva sala del nuevo edificio, obra de Barceló.
No fue el único arte español que guardó el Palais des Nations. Aquella comisión que presidió Alberti durante la guerra envío las mejores piezas del Museo del Prado para alejarlas de las bombas que caían en Madrid. La Sociedad de Naciones las devolvió en 1939. En la comisión receptora ya no estaba Alberti, sino Eugenio d’Ors y José María Sert que abandonó su lealtad republicana al ver arder la catedral de su Vic natal. En la devolución la ciudad de Ginebra logró como premio a sus labores de guardiana que se realizará una exposición con las pinturas custodiadas en su Museo de Arte e Historia durante el verano de 1939.
Aún no se interpretaban las vacaciones como la ocasión de explorar los límites de la melanina en la piel blanca sobre arena candente. Al contrario, se huía del calor y Ginebra con sus posibilidades náuticas y alpinas era muy apreciada. Muchos aprovecharon la visita de los lienzos madrileños al corazón mismo de Europa. Todavía permanece el record de visitas alcanzado entonces. La comisión de “nacionales” exigió encargarse de la exposición que planearon como exaltación del pasado imperial de la monarquía hispana. Tanto que Le petit parisien tituló una página sobre la exposición como “La venganza de Carlos V en la ciudad de Calvino”.
Mientras Europa se preparaba para su mayor catástrofe en Ginebra, excepción sucesiva, se deleitaban con Velázquez. Esa tranquilidad dominical de la ciudad se percibe hasta en los cementerios. El ajardinado cementerio des Rois cuya disposición invita a organizar un picnic antes que un entierro acoge además de la tumba de Calvino, la de Musil y la de Borges que dijo aquello que de todas las ciudades que conoció, Ginebra le parecía “la más propicia para la felicidad”. Cabe preguntarse si Calvino hubiera celebrado semejante afirmación de su vecino de tumba. Por supuesto, para merecer esa sentencia borgiana ha hecho falta que se pueda tomar ginebra con tónica. Para tal operación una buena opción es el Roi Ubu, en la ciudad vieja. No muy lejos de donde hoy habitan unos descendientes de Carlos V que se apellidan Urdangarín.