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Frontera DigitalGiros inesperados

Giros inesperados

 

Todo estaba a punto de cambiar, Carlos lo sabía. La vida que otrora fue cruel y despiadada para todos estaba ahora brindándoles una tregua, y una nueva oportunidad para estar tranquilos. Tenía la noticia, estaba muy entusiasmado al respecto, y quería que sus dos amores lo supieran: su pequeña hija, Susana (la rubia consentida e inteligente que noche tras noche escuchaba las historias que su padre tenía para contarle), y su mujer, María (la vivaz y divertida mujer que sin querer se convertía en la sensación, cada vez que había una reunión familiar).

 

El rebusque y el hacer trabajos que no le imprimían una cuota de riesgo intelectual habían quedado atrás, puesto que ahora él sería un académico. Carlos consideraba que su inusual inteligencia, aquella que tantos alababan, podría desaforarse cual río turbulento, y ser reconocida en un ambiente más propicio. Tenía la certeza que esta nueva etapa de la vida le traería solo bendiciones y una tranquilidad que, como padre, no había podido alcanzar en mucho tiempo, dadas las pésimas condiciones laborales a las que se tuvo que someter, poniendo en juego, incluso, el sustento diario de su hogar. Pero no le importaba, no quería pensar en ese largo trayecto y en tantas oportunidades que se le habían ido por entre los dedos. No. Quería agarrar esta y solo esta oportunidad como la única, la definitiva para alcanzar la tranquilidad, y de alivianar un poco esos tantos dolores de cabeza que sentía María. Porque él estaba convencido que aquellos dolores eran producidos por el estrés y la preocupación, más que por algún tipo de complicación física.

 

Con un aguardiente servido en una copa cristalina pensaba celebrarlo. Su querido amigo anisado le empezaría a calentar el cuerpo y el espíritu, al igual que le brindaría una sensación de relajo que capitalizaría sus expresiones faciales.

 

El cambio que tanto esperaba no se iba a dar de inmediato, puesto que debía pasar un tiempo para que el papeleo y trabajo burocrático surtieran efecto. Aún tenía que aguardar por unos días, no sabía cuántos, para tener en sus manos un carnet que lo acreditaba como el nuevo docente universitario de la facultad de Ingeniería.

 

—Eso es cosa de unas horas. Hay que formalizarlo todo, esperar a que Recursos Humanos autorice y ya el resto corre por cuenta de la facultad –decía la chica que lo atendió, de quien no pudo recordar su nombre.

—Entonces esperemos, ¿no? De todos modos ya esperé mucho por esto –replicaba Carlos, incapaz de ocultar sus ansias al respecto.

 

Salió de la oficina y bajó las escaleras. Siguió caminando por el bloque administrativo de la universidad mirando para todos los lados. A pesar de haber pasado allí cinco años de su vida, el tiempo hizo lo suyo en ese espacio, cambiándolo de una buena forma. Ahora se veía más grande, había más estudiantes, pero el ambiente seguía siendo el mismo. Aún percibía esa buen vibra que recorría cada rincón de su universidad.

 

Luego de haber deambulado por los caminos asfaltados y de haber recordado sus años como estudiante, Carlos sentía que por fin le iba a dar la vida que tanto se merecía su esposa, su amada, la mujer por la que él se despertaba todos los días a luchar, y pese a las dificultades, la que siempre tenía una sonrisa y un comentario amoroso que darle. María era su inspiración, y ahora, él podría tratarla como una reina, como lo que siempre había sido para él. Ya no más vender galletas de mantequilla, ya no más arreglar lavadoras viejas y engrasar bujías, ya no más ir al teatro gratuito con Susana. Ahora podían comprar una boleta para cualquier espectáculo sin temor ni vergüenza por no tener dinero. Era el momento de demostrarle a ella y a sus familiares políticos que su función como proveedor se estaba cumpliendo a cabalidad.

 

Salió de la universidad y tomó un par de buses, esperando llegar rápido a la casa y tomarse un par de anisados con María. El trayecto fue rápido, al parecer –pensaba Carlos– el conductor del primer bus llevaría alguna especie de afán por llegar a un sitio X, puesto que aceleró sin miseria por las vías más transitadas como si estuviese en el circuito de Daytona montado sobre un bólido de la Nascar.

 

Llegó a su casa, en ese gran centro rural a las afueras de la ciudad, donde estaba Antonia, su cuñada, otros de los hermanos de María, Milton y Alejandro –los hijos de María de su previo matrimonio–, Bernarda, la esposa de Camilo, y un par de amigos de la familia. Todos estaban reunidos para observar un evento deportivo en televisión. Aquel pasatiempo que tanto disfrutaban y que les hacía olvidar los problemas.

 

—¿Y cómo seguís del dolor de cabeza? –le preguntaba Bernarda a María, un poco preocupada por tantas veces que había escuchado de ella un comentario al respecto.

—Pues creo que bien. Hay veces que el dolor es tan intenso que no me deja ni mirar para arriba –respondía María.

—¿Y por qué no vas al médico?

—No. Es muy caro. Acordate que no tengo EPS.

 

La conversación quedó pausada debido al estruendo que causaban los vehículos al cruzar la chicana en el programa deportivo que todos veían. Carlos se sentía un poco incómodo en ese lugar, no solo porque algunos miembros de su familia política, en especial los hijos de María, habían sido muy críticos con él, sino también por su falta de interés en el deporte, y más que todo en el automovilismo.

 

El frío que hacía contrastaba con los ánimos que había en la casa. Ánimos que se fueron diluyendo a medida que todos se iban retirando.

 

Quedaron pocos en casa, solo Milton, Alejandro, Susana y Carlos. El evento deportivo había acabado y solo quedaban un par de tragos del licor anisado. María se había acostado un rato, cansada por todo lo que hizo durante el día. Carlos se sentía algo incómodo en su propia casa debido a la tensa relación que llevaba con los hijos de su esposa. A pesar de ello, lograron entablar una conversación amena por unos minutos, hasta que sintieron un fuerte ruido en la habitación de María.

 

—¿Eso fue un ronquido? –preguntó Milton, un poco preocupado.

—No sé. Mi mamá está durmiendo, quizá está borracha –respondió Alejandro.

 

Todos se pararon de las sillas y fueron a ver qué ocurría en la habitación de María. Carlos abrió la puerta y la vio en el suelo, tirada, con una babaza blanca saliendo de su boca, vomitada y con excremento en la cama. Todos creyeron que se había excedido con las copas y estaba teniendo una de sus peores borracheras. Aun así la ayudaron a pararse y se fueron hacia una clínica, esa que en la ciudad acoge a los heridos por arma de fuego y a otros pacientes que no poseen servicio de salud gratis.

 

Carlos miraba su reloj. Hacía sonidos con su pie al golpearlo contra las baldosas del suelo de la clínica. Estaba muy nervioso. Allí también se encontraba Camilo, Alejandro y Milton, y otra de las hermanas de María. Nadie había salido para dar respuesta de lo que estaba sucediendo y, a juzgar por el tiempo que había pasado, las noticias no debían de ser nada alentadoras.

 

Después de unos largos y aterradores minutos, un doctor se acercó a Carlos y a sus familiares y les dio la noticia.

 

—Lamento decirles, pero María tiene muerte cerebral. Sufría de una embolia que logró esparcirse y no hubo manera de salvarla. Mi más sentido pésame.

 

Ese comentario del doctor le cayó como un baldado de agua fría a Carlos, quien en un segundo vio cómo su vida se le partía en pedacitos y cómo su esperanza de una nueva vida se alejaba de esta tierra junto con María. Todo lo vio lento, como si viviera en slow motion, a cámara lenta. No logró articular palabras, por lo que otras personas decidieron desconectar a María. Era un sábado a medio día, cuando los doctores pronunciaron su muerte.

 

Carlos salió rápidamente de allí. Necesitaba un trago. Nadie supo hacia donde se dirigió o qué camino siguió, pero todos estaban seguros de que él necesitaba tiempo. Tiempo para procesar lo que había sucedido. Tiempo para entender que un dios muy cruel había jugado con sus vidas y que, en el momento más feliz en años, le arrebataba lo que más había amado en su vida: su María. Sentía resentimiento, un dolor inmenso y una necesidad de obtener respuestas. Al parecer todas las encontró en el licor. Allí, inmerso en un líquido incoloro anisado, logró dispersarse y dejar de pensar en la muerte de su amada, o eso creía.

 

Pasaron varias noches y nadie supo de él. Susana, no solamente triste por la muerte de su madre, también estaba desconsolada sabiendo que su padre se había perdido hace algún tiempo, sin llamar para dar noticias de su paradero.

 

Reapareció Carlos, luego de unos días oculto en el anonimato, perdido en las calles de la ciudad. Era el día de la ceremonia solemne de despedida, de brindarle el último adiós a la mujer más querida por todos. En el cruce entre dos vías de gran importancia para la ciudad, entre la Cincuenta y la Treinta y tres, y dentro de la iglesia que le da nombre al sector, se llevó a cabo la despedida. Caras tristes, colores opacos… Un domingo funesto para toda la familia Restrepo.

 

Poco a poco se fue llenando el atrio de la iglesia. Los familiares y amigos de María llegaban, saludaban a Susanita, a Carlos, a los doloridos padres quienes después de haber pasado un rato agradable de viaje en el extranjero regresaron al país a descubrir que un pedazo de sus vidas, una de sus niñas menores, yacía muerta en un cofre de madera. Los hermanos de María lideraban el cortejo fúnebre, invitando a todos los asistentes a ingresar a la iglesia y tomar asiento, ya que en esos momentos faltaba poco para darle inicio a la ceremonia.

 

El auto negro llegó. Cinco personas que aspecto rígido y sobrio salieron del vehículo, y de éste sacaron el cofre de madera donde permanecían los restos de María. Se miraron todos e implícitamente dieron la señal de inicio, caminando en fila hacia la gran puerta de la catedral. Al entrar, el silencio se apoderó de los asistentes: no más comentar los recuerdos más emotivos de la vida junto a María, no más el seguirse preguntando sobre los eventos de su muerte. Nada. Mientras aquellas personas caminaban en dirección al altar, todos, apacibles y silenciosos, observaban el último viaje que recorrería María. Su viaje hacia la eternidad.

 

El sacerdote comenzó. Sus oraciones y palabras lograban llegarle a la familia, que con fuertes creencias católicas, sentían un tirón en el pecho y una fuerte sensación de vacío tan grande que ni esas palabras pronunciadas por el guía espiritual lograron sosegar el momento.

 

—Y así, todos recordamos a María. Recordamos lo buena que fue, lo amorosa y entregada. Pero por sobre todas las cosas, lo incondicional que siempre fue –un miembro de la familia, dedicado al servicio de Dios –era el encargado de iluminar la triste mañana, con palabras que aliento que ensalzaran el recuerdo de esa dulce mujer-.

 

Con unas palabras poéticas de la pequeña Susana, quien logró articular sobre un papel en blanco lo más profundo de su amor por María, y luego de unas cortas y cortantes palabras de Carlos, se dio por terminada la ceremonia. Poco a poco se disiparon los grupos de personas aglomerados en el atrio. Los carros y los taxis iban y venían, y Carlos, devastado e incompleto, se perdía de nuevo entre sus recuerdos y sus dolencias del alma. Susana permaneció un tiempo en la casa de una tía, quien la quería como una hija y quien le podría brindar un amor casi tan intenso como el que le brindaba su madre.

 

Los días pasaron y la vida sin María comenzaba a tomar forma. Todos volvían a sus rutinas de estudio y trabajo, todos retornaban a sus ocupaciones diarias, mientras Carlos continuaba sumido en su tragedia, dándose golpes de pecho y usando lo mejor de su inusual inteligencia para tratar de dilucidar los hechos concernientes a la muerte de su amada. Muchos se preguntaban por su paradero, por el hecho de no haber ido a buscar a su hija en días y no haber respondido a las llamadas de tantas personas. Atrás habían quedado la esperanza y las promesas de cambio. Atrás quedó el cambio, el esperar con ansias un trabajo merecido en un lugar que le brindaría los retos intelectuales que tanto requería. Atrás quedó todo, porque el presente era para él un presente oscuro, nefasto, marcado con la tinta de la muerte, y dispuesto para adormecer las penas entre copa y copa, ya no del amigo anisado que había sido el cómplice de tantos momentos felices, sino de sus versiones baratas e insalubres, que se consiguen a montones en cada esquina.

 

La familia de María poco a poco dejó de preguntar por Carlos. Susana se preguntaba para sus adentros por el paradero de su padre, y los más allegados a él habían perdido las esperanzas de volverlo a ver como siempre, con la misma energía y vivacidad que lo habían caracterizado. Sus días estando perdido lo habían llevado al anonimato. El centro de la ciudad que sirvió para las extensas caminatas con su hija, donde le mostraba los rincones más particulares y en donde cada esquina y cada edificio tenía una historia para ser contada, era ahora su residencia. Había olvidado ahora su rincón de naturaleza a las afueras de la ciudad y deambulaba por las vías atiborradas de gente, de vehículos y polución, de edificios y asfalto. Se había perdido en medio de la selva de cemento y se había integrado a su fauna silvestre.

 

Ya nadie sabe nada de Carlos. Ya nadie pregunta sobre su paradero ni tratan de buscarlo desesperadamente por las avenidas y calles de la zona amarilla del centro. Ahora todos se hicieron a la idea de que Carlos, como cientos de miles de los millares que habitan en esta cruel ciudad, también ha caído en desgracia y ha encontrado refugio en las frías calles, caminando por entre tesoros arquitectónicos, esculturas y bustos que recuerdan nuestros próceres de independencia, deambulando entre edificios y basura, respirando smog y olores pestilentes. Con un costal cargado sobre su hombro derecho, Carlos recorre su nuevo hábitat recolectando lo que muchos consideran como basura, para así encontrar algo que monetizar para seguir sobreviviendo, para pagar por el basuco y el licor barato mal destilado, y quizá para pagar por protección en la selva que es ahora su hogar. Esqueléticamente delgado, sin dientes, con un aspecto casi cadavérico en su expresión facial, Carlos ha olvidado mucho de su pasado. En ocasiones ni siquiera recuerda sus vastos conocimientos en electricidad y electrónica, ni la oportunidad que tuvo de volverse un excelente académico. Ha olvidado gran parte de su pasado, lo ha enmascarado o se han ido desvaneciendo junto con la esperanza de volver a ser el mismo de antes. Todo se ha olvidado, menos el recuerdo de su amada María, por quien en ocasiones llora en soledad y por quien piensa en ese momento en que su vida estuvo a punto de dar un giro inesperado, piensa y recuerda el momento en que recibió esa noticia que iba a cambiar la dura realidad que había vivido junto a su amada y su pequeña hija. Bebe e ingiere cantidad de sustancias psicotrópicas para enmudecer el recuerdo cruel de la muerte de su María, de ese momento en que su vida no dio el giro que él pensaba y se fue hacia otra dirección. En soledad recuerda lo que pudo haber sido y no fue, y entre una multitud de almas que circundan su territorio, Carlos se pierde en el anonimato de ser uno más que deambula por el peligroso centro de la ciudad sin esperanzas, sin recuerdos y sin identidad. Antes era Carlos, ahora es solo un número en la estadística de habitantes de la calle. Pero aun así, medio muerto como está, sigue siendo el motor de la vida de Susana, quien siendo ahora una joven universitaria recuerda con amor aquellos momentos felices al lado de él, y de su difunta madre, por quienes vive y a quienes le debe el éxito que tendrá en su vida como una profesional. A lo lejos Carlos sentirá el orgullo paterno y podrá tener una pequeña alegría en medio de una vida de miseria.  

 

 

Pedro Madrid Urrea es músico, docente, blogger y periodista. Ha escrito para diferentes medios independientes de Colombia, dirige la revista Musa Cultura y está próximo a terminar su primer novela. Los nombres presentes en este trabajo periodístico han sido cambiados de forma deliberada para así mantener la identidad de los personajes en el anonimato

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