La semana pasada la FDA, la agencia reguladora de los medicamentos y la alimentación en Estados Unidos, propuso que las grasas trans artificiales presentes en muchos alimentos dejen de ser consideradas “seguras”. Según la propia FDA su prohibición total evitaría que se produjeran 20.000 ataques cardíacos y 7.000 muertes de enfermedades de corazón al año, ya que aumentan el llamado colesterol malo y reducen el bueno.
Desde 2006 la FDA obliga a los productores a indicar en el etiquetado si un alimento contiene grasas trans y poco después ciudades como Nueva York instaron a los restaurantes a eliminarlas de sus platos. Según los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) entre 2000 y 2009 los niveles de este tipo de ácidos grasos en la sangre de los estadounidenses (adultos de raza blanca) se redujeron casi un 60%.
Otra alternativa es la aplicación de impuestos a la comida basura, algo que ya es una realidad en países como Dinamarca, Francia y Hungría. Un estudio británico advierte que para que estas medidas tengan efecto tienen que incrementar el precio de estos alimentos en un 20%, además de ir acompañadas de otras iniciativas (como las subvenciones al consumo de frutas y verduras) que inciten al cambio de hábitos alimentarios de los consumidores.
Otro sector en el que se han aplicado tasas para intentar obtener beneficios sanitarios es el de los refrescos azucarados, cuyo consumo está asociado a un incremento del riesgo de desarrollar diabetes tipo 2, obesidad, enfermedades cardiovasculares y caries. En este caso también hay estudios que respaldan los efectos de estos impuestos, fundamentalmente entre los jóvenes, los mayores consumidores de este tipo de bebidas.
También hay iniciativas más originales, como la de México D.F., donde hace unos meses comenzó la campaña “Menos sal, más Salud”, con el objetivo de concienciar a los ciudadanos de los peligros de abusar de la sal (la Organización Mundial de la Salud recomienda no sobrepasar los cinco gramos diarios, pero en México se consume más del doble). El primer paso fue retirar los saleros de los restaurantes, animando a los mexicanos a hacer lo mismo en sus casas. En la misma línea, hace unos días se ha puesto en marcha una segunda campaña destinada a reducir el consumo de refrescos. Para ello los establecimientos ofrecerán una jarra de agua a los comensales.
No obstante, este tipo de medidas (todavía más si tocan el bolsillo) no siempre son bien aceptadas. Algunos sectores critican el intervencionismo de los llamados “gobiernos niñera”, y apelan a la libertad de los consumidores a adquirir lo que deseen, sea o no perjudicial para su salud. Precisamente esta fue la principal queja que suscitó la iniciativa de la ciudad de Nueva York para prohibir los refrescos de tamaño gigante, finalmente declarada “inconstitucional” por el Tribunal Supremo por exceder sus atribuciones legales.
En España también surgió el debate cuando Cataluña intentó aplicar una tasa a las bebidas azucaradas, que finalmente ha quedado pospuesta sine die.
Tradicionalmente productos como el tabaco y el alcohol, cuyos efectos perjudiciales para la salud han quedado ampliamente demostrados, han estado sujetos a una tributación superior, con una finalidad disuasoria pero también para compensar los gastos sanitarios que conlleva el tratamiento de las múltiples enfermedades que causa su consumo. En el caso de los alimentos (o componentes de ellos) poco saludables o incluso perjudiciales no se trata tampoco de prohibir su consumo sino de informar a los ciudadanos de los riesgos del abuso y de animarles a cambiar sus hábitos alimenticios. Para ello debe de existir una oferta sana y sobre todo barata (más aun en tiempos de crisis), accesible para toda la población.