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La izquierda gobierna en Grecia. Una izquierda diferente a las que han gobernado en Europa en las dos o tres últimas décadas. Una izquierda que se mostraba desafiante y transformadora. También con el ímpetu de ganar. Y con unas condiciones ambientales idóneas para lograrlo.
La llegada al Gobierno de quienes capitalizaron en votos las protestas de los últimos cinco años en Syntagma, la plaza frente al Parlamento griego, tenía como riesgo la desmovilización popular. Algo así como ocurrió en España tras el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero en las elecciones del año 2004. Quienes habían salido a la calle durante años tuvieron la sensación de victoria con el cambio de gobierno y, pese a que las políticas socialistas no fueron en absoluto totalmente satisfactorias, hubo cuatro años de casi completa paz social. La izquierda no reivindicó. Se sentía feliz. La situación económica, el espejismo de prosperidad, sin duda alguna, ayudó.
Pero la sociedad griega no se ha llegado a desmovilizar tras el triunfo de Tsipras. Y ello es, quizás, por tres hipótesis que planteamos a continuación:
En primer lugar, el propio Gobierno actuó de agente movilizador principalmente de su electorado, pero también del resto de la población griega. El Ejecutivo que preside Alexis Tsipras, con el referéndum que convocó, apeló a la ciudadanía, recurrió a ella, no sólo a su voto, sino a su movilización, para acudir con más argumentos y más fuerza a negociar con sus acreedores en Bruselas. El «no» a la austeridad, el «no» a las políticas de la troika que expresó más del 60% del electorado griego no fue únicamente un resultado electoral, porque se escenificó en la calle en forma de marchas, manifestación, y luego celebración del veredicto final de la consulta.
Juicios de intenciones hay que interpretan que Tsipras, en realidad, quería que ganara el «sí», porque le hubiera sido más fácil de gestionar que un «no» que, al final, ha tenido el mismo resultado.
Pero sigamos con nuestro tema. La segunda razón por la que las movilizaciones no han muerto ha sido la propia concepción de Syriza, una coalición en la que participan gentes de múltiples sensibilidades políticas dentro de la izquierda. Hasta en el Parlamento queda de manifiesta la existencia de dos familias: ésa a la que pertenecen los alrededor de 40 diputados que votaron «no», se abstuvieron o se ausentaron en la sesión parlamentaria en la que se votaron las primeras medidas a las que está condicionado el inicio de las negociaciones del tercer rescate; y la otra a la que pertenece el otro centenar de parlamentarios de Syriza. El Comité Central del Partido está dividido mitad y mitad, lo que hace pensar que en el Parlamento está sobrerrepresentada la familia más «moderada».
Las medidas adoptadas por Tsipras, retirando de cargos importantes (ministros y vice-ministros) a los miembros «díscolos» de su primer Gobierno alimentan la movilización en la calle, puesto que quienes se mantienen activos saben que dentro del grupo parlamentario, que dentro del Comité Central del Partido, hay disconformes con la política del Gobierno. ¿Es el Comité Central del Syriza la caja de resonancia de los ciudadanos descontentos con los primeros seis meses de Gobierno de la formación?, ¿lo es el grupo parlamentario, comenzando por la propia presidenta del Parlamento, Zoí Konstandopulu, una de las voces con mayor personalidad y más críticas de Syriza?, ¿o es la calle la caja de resonancia de los defenestrados por Tsipras?
Las diferencias existentes en el seno de Syriza han estallado tan pronto por el brusco giro al pragmatismo que ha dado Alexis Tsipras. Y ésta es la tercera hipótesis que podría explicar que continúe la movilización popular. El Gobierno, obligado, o no, por las circunstancias, lo cierto es que su política se ha convertido en continuista respecto a los dos gobiernos previos (o tres si contamos con el de tecnócratas). Tal es así que asambleas de trabajadores y parados que se celebran en la Plaza Syntagma observan la existencia en nuestros días de un Gobierno de concentración de facto en Grecia, en el que estarían Syriza, ANEL, Nueva Democracia, Pasok y To Potami.
La ruptura con lo anterior no ha sido posible. El ex ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, éste no cesado porque se adelantó y dimitió por convicción, había marcado muy claramente cuáles deberían ser las líneas rojas de un acuerdo con Europa: no debería implicar la asunción de más deuda para pagar más deuda; sí deberían aceptarse reformas, pero no más austeridad; y, necesariamente, debería negociarse una reestructuración de la deuda. Incumplidas las tres condiciones, era lógico que abandonara el Gobierno. Por honestidad y coherencia. Incumplidas las tres promesas, incumplido el mandato, además, que dio el pueblo en el referéndum, lo lógico era lo que sucedió ayer de nuevo en la Plaza Syntagma de Atenas, que volvió a llenarse de manifestantes, en esta ocasión, contra el Gobierno al que, quizás, muchos de ellos votaron. Ésta también es una hipótesis, quizás más aventurada que las otras tres. Porque siguen existiendo los comunistas del KKE, que nos dicen que Syriza es un Pasok renovado, además de los anarquistas, aún muy presentes en Grecia. Igual son sólo éstos los que protestan. De cualquier manera, su permanencia en solitario, como grupos autónomos, garantizan que haya una labor de control y fiscalización al Ejecutivo desde posiciones de izquierdas.
Por tanto, la movilización social no ha acabado en Grecia tras el triunfo de Syriza quizás por cómo se ha construido el partido, por su apelación al pueblo con motivo del referéndum y, después, por su brusco giro al pragmatismo. Pero, aún así, Syriza no pierde apoyo popular, sino que lo gana, lo sigue ganando después de las reformas ya puestas en marcha, como la subida del IVA. Quizás porque el grueso de la población no es la que se moviliza, sino la que no aspira a una gran transformación o a una gran ruptura. La izquierda no es ambiciosa (no en cuanto a que no quiere ganar, sino en las medidas que propone y pone en marcha) porque la mayoría de la sociedad parece no querer aspirar a más que a gestos y no asumir demasiados riesgos. En Grecia, ese gran gesto fue la lucha hasta el último día, la defensa de los intereses y derechos del país hasta casi el extremo. ¿Es suficiente? Quizás sí. Lo que es verdad es que los líderes de la izquierda ya no quieren ser vanguardia, sino «escuchantes» de la voluntad popular, de la voluntad de la «gente».
Syriza creció en un contexto interno favorable, pero le ha tocado gobernar en un contexto internacional tremendamente desfavorable, eso no podemos negarlo: el miedo a un ‘efecto Syriza’ a nivel europeo explica las enconadas posiciones de la mayoría de acreedores. Pero tampoco podemos obviar que las nuevas izquierdas están condenadas, por su propia decisión, a una menor ambición en sus propuestas transformadoras. Y quizás, por eso, la movilización en la calle no va a terminar porque ganen los partidos a los que votan los que normalmente se manifiestan.
Todo esto es aplicable también para España. Las nuevas izquierdas españolas nacen, desde el principio, uniendo sensibilidades muy diferentes, con el objetivo primordial de ganar, para lo que moderan el discurso y se cuidan de los atacantes. Las dos últimas razones invitan a la moderación, mientras que el primer ingrediente puede generar rupturas del tipo de las que en Grecia ya hemos tenido algún aperitivo.
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