Home Acordeón Reportaje Golem. La música que despierta en el desierto de Ciudad Juárez

Golem. La música que despierta en el desierto de Ciudad Juárez

 

I

 

Golem sabe a poesía y a creencias talmúdicas. Su raíz proviene de atmósferas remotas e intuiciones profundas. Pero más allá de todas las genealogías, Golem es en Ciudad Juárez una banda de rock que cuando toca se salta la barda e inspira una luz extraña en una ciudad rodeada de sombras.

 

Hace algunos años, en los días en que la tormenta amainó y el olfato de los juarenses recuperó el olor de sus antiguas calles, entre un círculo cerrado de artistas se supo que cinco jóvenes compositores se reunían en la casa de Teresa Margolles para fraguar una tempestad quizá mas letal que las balas. Desde la trinchera de Margolles, una artista visual de Culiacán, Sinaloa, avecindada en el mundo, Golem daba sentido al misterio de cocinar una música inédita para el abollado tímpano de la frontera.

 

En La Maldita, bautizada así su primera casa de ensayos por estar ubicada en una calle llamada Primavera, Yuriav Montañez, Omar Rosas, Isaac Galarza, Clara Gallardo y Roberto Ortega emprendieron el reto de crear un ritmo muy local, pero a la vez muy forastero, que inevitablemente aludía a la composición híbrida de una ciudad fronteriza.

 

Para sorpresa de los expertos en desanudar la historia, interpretar el mundo y pegar etiquetas, a mediados de 2012 Golem empezaba a crear una inacabada sinfonía que echaba raíces en caminos cruzados y cuya mayor presea era precisamente su enigma.

 

¿Qué toca Golem?, era la pregunta que asaltaba por esos días, entre los que empezaban a ponerle atención a la banda.

 

Una guía oscura que lleva a tierras libérrimas, una geografía ignota por donde Alvar Núñez Cabeza de Vaca caminó sin ropa, una ruta extraviada en la brújula de miles de migrantes, una brisa azul soplando en el mar antiguo de Samalayuca, alguien esperando la rutera bajo el sol ardiente después de la maquilla, un bisturí que corta con sosegada paciencia el terciopelo de la arena, una paz sospechosa después de muchos disparos, un desierto sin luna alumbrado por la sangre de tantos.

 

Todo eso y más podría ser Golem. Sin embargo, entre el círculo más sensible de sus seguidores existía ya una certeza: Golem era una de las nuevas caras de la frontera que, sin proponérselo, resucitaba arboles caídos y exorcizaba fantasmas a través de un ritmo canónigo, a veces muy suave, a veces muy triste, a veces pasional e ingobernable. Todo ejecutado bajo el soplo de un rock atemporal, como si sus integrantes provinieran de algún monasterio rebelde de la vía intergaláctica.

 

Desde un principio, la singularidad de la banda no sólo residió en plasmar una acuarela de notas ocres e intimistas. En muchos sentidos, su mayor atributo estaba en la idea de inventar una música que repensara la realidad desde otra esquina del mundo. Profano de origen, su ejercicio seguía siendo épico en una sociedad diseñada para el consumo, donde el valor de lo humano había cedido paso al valor del dinero.

 

 

II 

 

En la calle Titán 7415, Yuriav Montañez está sentado en el porche de su casa, junto a Susana, su novia. Ella es una chica delgada y de ojos grandes. Tiene una mirada suspicaz y abarcadora. Yuriav es un buen conversador. Nuca deja de pensar lo que dice. Los que no lo conocen jamás pensarán que tras este joven de complexión menuda, cabello ondulado y mirada llana se esconde, quizá, uno de los mejores y más complejos bateristas de Ciudad Juárez.

 

A un lado de la casa de Yuriav ladran los perros y él dice que la de Golem es una música inclasificable. Su afirmación no suena presuntuosa. Solo explica que desde un principio la banda se propuso partir de cero, componer sin ningún prejuicio, digamos, sin ninguna cuerda que lo atara a la pata de la mesa.

 

De esa apuesta nació Golem, una mezcla de rock inédito que sigue asombrando en medio de una escena local dominada por los covers de todo género y marcada por la trivialidad del gusto televisivo.

 

Lo que hace distinto a Golem es su ejercicio anudado a las influencias musicales, muy variadas, de sus integrantes, me dice Yuriav, en horas en que Satélite, un barrio obrero del oriente de Juárez, duerme la modorra del desierto a escasas semanas de que estalle el verano.

 

Antes de conversar con Yuriav me estaciono en un Del Río para comprar cerveza y cigarros. Desde los ventanales de la tienda se ven circular camiones con obreros provenientes de la maquila. Por la avenida principal, rumbo a Zaragoza, transitan autos de oriente a poniente y viceversa. La calle estaría más desolada si no fuera por dos malabaristas que se ganan unos penis en el cruce. A esas horas, Satélite, un injerto urbano erizado de negocios de todo tipo, parece una acuarela de colores mansos salpicados por los últimos rayos del ocaso.

 

Camino a la casa de Yuriav hay pocos árboles, pero en su patio hay un moro frondoso. Su sombra parece la de una sombrilla extendida a un lado de un eucalipto arcaico. El eucalipto, seco y sin ramas, sugiere una silueta humana, puesta de cabeza, mutilada de las piernas.

 

Desde ese fresco, Yuriav hablará de su historia.

 

Descendiente de una familia de músicos virtuosos, sus huellas en la música deben buscarse en la devoción espartana de su madre por Neil Peart, el baterista de Rush, considerado uno de los más grandes ídolos en ese instrumento. Rush, la banda canadiense de rock progresivo, irrumpió a la fama en la mitad de los setenta del siglo pasado y consolidó su estrellato con Tom Sawyer, una canción inspirada en el personaje de la novela de Mark Twain, el afamado escritor estadounidense.

 

De su arribo a la música, Yuriav cuenta la primera vez que asaltó una batería, la del Borja, y le desmadró la tarola. En la memoria de su pasión por las percusiones están sus primeras baquetas compradas cuando apenas tenía 12 años, y el pad, un cuadro de caucho negro que le regaló su prima Laura para que se entrenara.

 

Por lo regular, el Pad, explica Yuriav, es elástico y rebota las baquetas al momento de su contacto. “Pero con el que yo empecé era distinto. Era un pedazo de caucho duro sobre lo que nada saltaba sobre su superficie”.

 

La destreza de Yuriav en la batería proviene de su ejercicio sistemático con el pad y a su oído cultivado desde niño en los parties familiares. Jamás olvidará, dice, la tarde en que escuchó Fire, de Jimmy Hendrix, interpretada por la banda de rock integrada por su padre y dos de sus tíos.

 

Apetente insaciable de las brumas, Yuriav ha atravesado los cirros hasta encontrar la luz en el instrumento que más ama: la batería. Después de trabajar muy duro reparando aparatos de aire en los techos de casas vecinas, este joven iconoclasta juntó un poco de dinero para comprar, con el apoyo de su padre, su primera pila. Era un yonkesote, dice, “pero finalmente tuve lo que más quería”.

 

Este es el Yuriav Montañez paciente, sencillo y cálido, cuya sonrisa es capaz de iluminar cualquier punto oscuro del mundo. Esta tarde de mayo habla de Golem. Define a su banda como una abstracción capaz de crear una identidad propia. Se refiere a un concepto de música independiente en donde la ira, la pasión, el duelo, el júbilo subyacen como una gran emoción posible mientras quepa en una atmósfera etérea.

 

Alguien que escuche con atención a este músico pensará que a esa amalgama de impulsos a los que se refiere hubo necesidad de crearle un traje con mucha atención en los detalles, hasta alcanzar, in crescendo, ese algo inevitable que abrazara la memoria de una ciudad industrial nacida y crecida a lado del imperio.

 

Cuando se escucha a Golem en sosiego su timbre es el del ave fénix. La garganta del animal mitológico sacia su sed mientras remonta el vuelo y deja atrás las cenizas de un sitio extremo golpeado por la guerra.

 

—En algún momento la violencia nos tocó a todos, y por eso su huella está presente en el subconsciente de la banda –dice Yuriav, este músico de 27 años, estudiante de los últimos semestres de la licenciatura en música, con especialidad en percusiones, en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez–.

 

Y cómo no creerle si Satélite, su barrio, uno de los más antiguos de la frontera, sufrió en carne propia, como otros suburbios de la ciudad, el disparo corrosivo de la violencia del narco.

 

En sus calles hubo un sinnúmero de ejecuciones espeluznantes y secuestros sin nombre que mantuvieron en vilo la vida de sus habitantes, en un periodo entre 2008-2011, en que Ciudad Juárez aparecía en los periódicos como uno de los lugares más peligrosos del mundo.

 

Al propio Yuriav le tocó convertirse en noticia nacional, pero no como músico, sino como víctima. En el mes de noviembre de 2008 fue brutalmente golpeado en la cabeza hasta quedar inconsciente. En horas de la madrugada fue interceptado por cuatro hombres en motocicleta. Los tipos se ensañaron contra él y balearon a su novia. Finalmente Yuriav fue recogido de la calle e internado en un hospital en calidad de detenido. Una semana después, fue dado de alta y liberado.

 

 

III 

 

La fatiga de vivir en Juárez, una frontera ubicada a mil 840 kilómetros al norte de la Ciudad de México y destinada a la fiesta, las maquiladoras, los yonkes, las cantinas, el narcotráfico y la comida rápida, no ha vencido a una franja de la sociedad que sigue apostando por la vida y la construcción de una ciudad distinta. En esta apuesta se hayan involucrados cientos de jóvenes, entre ellos agrupaciones como Golem, que en medio del vendaval y los escenarios más pesimistas, no han dejado de tocar en otras bandas mientras continúan repensando la propia.

 

El Fred’s, es un bar legendario entre los amantes del rock de este lado del río Bravo. Es uno de los pocos lugares que no cerró sus puertas ante la amenaza de la violencia. Allí tocó Golem y otros grupos que se negaron a encerrarse y resistieron la zozobra y la falta de espacios de una escena musical resquebrajada.

 

Bajo ese clima de incertidumbre y regresión económica, muchos púberes se juntaron a seguir la vida en algunos bares, casas particulares y toquines casi clandestinos. En esos meses Golem vivía su etapa embrionaria. Quería reconstruir algo que no estaba en la agenda de nadie ni siquiera en la de ellos mismos.

 

“Para eso, tuvimos muchas pláticas. La idea era respetar todo, viniera de donde viniera, incluso, aunque no viniera del rock. No queríamos casarnos con un género. Y fue interesante llegar a los ensayos, sin saber qué íbamos a tocar, sin ninguna idea preconcebida”, me dice Isaac Galarza, el bajista de la banda, un domingo soleado de junio en que hablamos en su casa de la calle Zacatecas, en la colonia Satélite.

 

“Así fue ensamblándose algo que dejó de ser rock progresivo para ser otra cosa”, dice Isaac, este músico de 26 años quien, como muchos jóvenes en la frontera, vive en Juárez mientras estudia y trabaja en El Paso, Texas.

 

En ese sentido, Yuriav recuerda cómo Omar Rosas, el guitarrista del grupo, empezó a sacar cosas que no tenían nada que ver con lo que hacía antes. “Las canciones que empezamos a componer eran medio electrónicas, medio progre, medio jazz, medio rock. Podía parecerse a todo eso, no lo sabíamos, pero de lo que si estábamos seguros era que no nos estábamos casando con nada”.

 

—La locura siempre nos lleva a otra parte –me dice Yuriav, mientras abre su segunda cerveza oscura y Susana, apoyada en su hombro, define a Golem como una banda muy pasional, entreverada de hard rock, una corriente musical heredera del rock and roll, surgida en Europa y Estados Unidos, en los años sesenta, y cuyos grupos más representativos fueron Deep Purple, Black Sabbath y Led Zeppelin.

 

Yuriav tiene razón. La locura siempre llevará a Golem a otros páramos. Para dar crédito a sus palabras, una noche vaporosa de junio asistí a una de sus presentaciones en un lugar repleto de jóvenes y puse especial atención a la primera melodía compuesta por el grupo, y la última con que regularmente cierra sus audiciones.

 

Golem es una canción imprescindible, como el estetoscopio en manos de un médico que mide con precisión dónde y cómo andan los latidos de la banda. La melodía simboliza la esencia y expresa con mayor crudeza el estado de animo de sus integrantes. Precedida de una quietud insondable, la canción extrapola notas y abre espacio al espíritu para que contraataque y acuchille la génesis del mundo.

 

“Es el espacio en que cada uno de los cinco crea y vive su propio mundo. En esta canción somos cada uno y todos a la vez. Y desde allí sacamos todo lo que traemos dentro”, me dice Clara Gallardo, una chica de ojos luminosos, que llegó al grupo gracias a su timbrada voz, después de que Omar, el guitarrista, la invitara a una primera audición.

 

Bajo la penumbra del Anexo, una bodega de hormigón recientemente acondicionada como centro rockero en el segundo piso de los Tres García, una cantina mítica en el centro de Juárez, Clara parece ser una pieza clave en el tablero de Golem. Su voz, de matices y pinceladas recónditos, ha incorporado a la banda una pasión desconocida con la que ha hecho click un público joven que se arremolina alrededor del escenario.

 

Clara Gallardo tiene 24 años y desde los seis supo que nació para el canto. Su padre, quien falleció cuando ella tenía 16, tocó las percusiones en grupos locales y su madre desde muy joven fue sensible a las artes mientras practicaba gimnasia olímpica.

 

Egresada de la licenciatura en Comunicación, en el Tecnológico de Monterrey, una institución prestigiosa y elitista, Clara llegó allí por sus buenas notas y una beca que le permitió terminar la carrera. Cuando canta algo de esa entereza se trasmina. Inteligente, sabe medir el calidoscopio de su voz.

 

Una tarde calurosa de junio visité a Clara y a su madre en el departamento de ambas en el noroeste de Juárez. Clara abre la puerta. Lleva el cabello suelto, recién lavado. Viste unos jeans y una blusa oscura, de tela suave y estampada. En el interior, la atmósfera es fresca. Comemos pescado zarandeado estilo Sinaloa, ensalada verde con uvas, y una guarnición de champiñones fritos con aceite de oliva, ajo y cebolla. Además, de una ensalada de nopales, el agua de pepino que Clara sirve es referencia del mundo natural y sencillo en que ha sido creada.

 

Lucinda, su madre, es una mujer fronteriza. Devota de las hierbas y los entresijos naturistas, esa tarde luce el cabello recogido. Trae un vestido blanco de manta con flores encendidas, parecidas a la de los paisajes del sur mexicano. Su plática es ágil y diversa. Hablamos de todo: de la violencia reciente en Juárez y su huella de terror escenográfico que aún perdura; del futuro desolador que espera a miles de jóvenes que perdieron a sus padres en la guerra del narco; de la voz de Clara y sus raíces familiares; de Nueva York y su glamour cosmopolita; de Oaxaca y sus misterios étnicos; de los chihuahuitas que aquí en Juárez caen gordos por hipócritas y mojigatos. En fin…

 

Con mi imprudencia habitual, pretendo orientar la plática y desde un inicio abarroto la mesa con una larga perorata sobre El amante de Janis Joplin, la novela que Elmer Mendoza escribió en 2003, a propósito de narcos, Badiraguato, pargos, béisbol y la emblemática cantante de rock de los sesenta.

 

En casa de Clara confirmo, una vez más, que lo grato en Juárez de sentarse a la mesa entre extraños consiste en que no hay necesidad de romper el hielo. Uno llega y el trato es de antiguos amigos. La franqueza provoca un aire de distensión entre huéspedes y anfitriones. La camaradería relaja el aire, y si un incomodo asalta la mesa, entonces se le inyecta carrilla, una vacuna de ingenio norteño cargada de ironía contra las ínfulas de santos, papas y reyes.

 

Después de la comida, la charla continúa. Clara extrae de una maleta de cuero café una fotografía tomada junto a sus padres, cuando aún era niña. En la foto ella tiene tres años y unos ojos tristes que otean el destino. Entre la cantante de hoy y la niña de la foto median los azares del tiempo. Entonces uno se da cuenta que atrás de su carácter firme y hermético, en Clara late un corazón de porcelana.

 

Antes de marcharme, Antena, un gato con un ojo blanco y otro azul, está en los brazos de la cantante. En la sobremesa ella le ha dado de comer un totopo untado de requesón, mientras Camila y Pachón dormitan plácidamente en la sala.

 

Los tres gatos de Clara pertenecen a los Manx, una extraña raza de mininos nacidos sin cola o sólo con un muñón, debido a una mutación en su cuerpo. Su característica principal es su aguda inteligencia. La percepción de la realidad los orilla a definir su propio espacio. Leen con precisión, casi milimétrica, el estado de ánimo de las personas. Originarios de las islas británicas de Man, de allí su nombre, estos gatos saben cuándo estar cerca y cuándo distanciarse.

 

Dentro y fuera del escenario, quizá, este sea un don en Clara: sabe medir los tiempos. Nos despedimos. Antes de cerrar la puerta, la cantante escruta la calle. En sus ojos grandes hay una luz profunda. Afuera, el sol incandescente adormece la tarde.

 

 

IV 

 

Roberto Ortega conduce una motocicleta Itálica AT110 por las calles de una colonia de clase media en Juárez. Yo lo sigo en mi carro por lugares donde hace apenas unos años el temor impedía respirar. El trayecto es corto. Roberto vive en un fraccionamiento cerrado. En la entrada hay una caseta de vigilancia, como muchas otras instaladas en la ciudad cuando la sociedad supo abandonada su seguridad por el Estado. Nos apeamos para hablar en una plaza desierta. El pasto verde y los arboles de hojas oscuras marcan el adiós de una primavera breve en una ciudad caliente.

 

—Lo visceral de nuestra música es reflejo de la realidad que vivimos. Golem puede ser la explosión de nuestro hartazgo –es lo primero que dice Roberto Ortega, el teclista de la banda, después bajarse de la moto y quitarse el casco.

 

A la luz de la historia, las palabras de Ortega no están fuera de foco. Golem no sería la amalgama musical que es si no fuera, en algún sentido, producto de su propia memoria.

 

Cuando apenas abrían los ojos a la vida, la violencia los golpeó en la cara. Eran los tiempos del fuego cruzado en las calles a plena luz del día. Roberto tenía entonces 18 años. Es imposible que el subconsciente no refleje esas historias, dice Ortega, un músico que toca el piano de oído y cuyo ingenio llevó un día a sus compañeros a componer The Rob Legacy, una especie de homenaje a su aporte, después de que se ausentó un largo tiempo de la banda.

 

Rob, como le llaman sus amigos, es también parte de Casa Jaguar, otra agrupación juarense cuya oferta musical tiende más al sonido latino. A sus 24 años, la vida de Rob transcurre entre Juárez y El Paso, Texas, donde reparte su tiempo entre su trabajo en Taco Bell, una cadena estadounidense de comida rápida, y sus estudios de antropología, con especialidad en lingüística, en la Universidad de Texas.

 

Roberto Ortega se define a sí mismo como un joven sensible. Puede llegar a las lágrimas, dice, frente a cualquier injusticia. Cuando habla, a Rob le gusta mirar a los ojos. Su mirada, me parece, la de una generación varada en el desierto de los sueños.

 

Aunque sus antecedentes musicales lo ubican en el son montuno, Ortega se ha ido acercando al rock progresivo en la medida que estrecha su relación con el resto de la banda. Ahora, es afecto, como ellos, a la música de Emerson, Lake & Palmer, una agrupación británica de los años setenta que causó furor por su fusión de jazz, clásica y rock, un experimento novedoso en aquellos años.

 

Ortega se dice admirador de Keith Emerson, un artesano del piano, capaz de violentar las puertas del cielo sin descomponerse el nudo de la corbata. Hay que escuchar a ese vato, me recomienda, mientras vuelve a su moto para perderse tras una hilera de casas, muy parecidas entre si, construidas de hormigón y tabique.

 

 

V

 

En el asunto de las influencias y la construcción de la música de Golem, Omar Rosas, su guitarrista, coincide con Rob y con sus demás compañeros, pero con un enfoque distinto. Piensa en la decadencia como una posibilidad interpretativa del arte. Su planteamiento surge de los anales de la historia ciclotímica de la ciudad donde vive.

 

Inspirador de las letras de casi todas las canciones del grupo y quizá su integrante más conceptual, Omar es un joven de anteojos de aros ovalados desde los que ve una ciudad ligada a la fiesta. La prosperidad de Ciudad Juárez, dice, tuvo su primer quiebre en 1987, año en que Fernando Baeza Meléndez, un gobernador de extracción conservadora, decretó el recorte de los horarios de cantinas y bares.

 

La ordenanza de Baeza Meléndez mandó señales contradictorias en una frontera acostumbrada a vivir en un prolongado e interrumpido jolgorio. La decisión no logró disminuir el consumo de embriagantes ni encarriló a la ciudad a una vida más recatada. En los años siguientes aumentó exponencialmente la venta de bebidas alcohólicas fuera de horario regulado, mientras los clanes del narcotráfico doméstico configuraron su rostro y consolidaron sus operaciones a un lado de una frontera porosa, cuyos vecinos, al norte, demandaban cada día más estupefacientes para ser felices.

 

La tesis de la decadencia carecería de sustento si su análisis no partiera del esplendor en que alguna vez se insertó la vida en Juárez. Las claves de la prosperidad habría que buscarlas en los fardos de comercio ilegal que atravesó atajos y cruzó fronteras con el auspicio de la doble moral y el conservadurismo norteamericano. Tras la prohibición en 1919, el trasiego de alcohol hacia Estados Unidos multiplicó los ingresos de este lado del río y el enriquecimiento de sus clanes locales.

 

En los meses siguientes de aprobada la Ley Seca, ciudades como Filadelfia, Nueva York y Chicago se llenaron de sangre. Una década bastó para que los estadounidenses supieran que la prohibición sólo había potenciado al crimen e incrementado los niveles de corrupción policiaca en las calles. Presionado por la irritación ciudadana y los escasos resultados, los norteamericanos dieron marcha atrás a la medida y hasta sus fronteras del sur llegó el halo de un oscuro interregno.

 

La penuria de este lado del río duró casi una década, hasta que Franklin Delano Roosevelt, único presidente norteamericano postulado y votado para cuatro periodos consecutivos, decidió ir a la guerra. De manera sorpresiva, el mundo se enteró de que la mañana del 7 de diciembre de 1941 Japón había bombardeado Pearl Harbor. Nadie se explicaba el ataque, salvo aquellos que lo habían planeado. Estados Unidos estaba en crisis y a partir de ese momento se sirvió del marco de las hostilidades para cimentar la industria de su naciente imperio. Vecino dependiente de un país poderoso, Juárez cosechó las migajas de la opción belicista. Ese año la ciudad transfiguró su rostro y convirtió a la avenida Juárez, su calle emblemática, en uno de los puntos más visitados del norte de México. Con la llegada de miles de soldados gringos a la base militar de Fort Bliss, la zona volvió a inundarse de dólares.

 

Hasta los bares y cabarets de la avenida Juárez, y otras calles aledañas, cientos de americanos acudían gozosos al santuario del alcohol, el sexo y las drogas. Juárez era el gran escaparate que ofrecía lo que la doble moral negaba en otras partes.

 

En los años subsiguientes, la frontera, apuntalada ya en zona estratégica para los negocios, orientó su desarrollo bajo cobijo del Programa Bracero. El objetivo sustancial del proyecto era facilitar mano de obra barata a la economía norteamericana.

 

Las sucesivas fases de crecimiento de los grupos de poder fronterizo estuvieron marcadas por la puesta en marcha de otros programas federales, por su apertura al capital maquilador y por su histórica propensión al trasiego de drogas, personas y toda clase de mercancías.

 

Pero finalmente la pinza de la crisis alcanzó el gaznate de la ciudad, y con la guerra del narco lo peor de las contradicciones del modelo de desarrollo fronterizo saltó por los aires.

 

Ahora, la ciudad camina entre los escombros de su antiguo poderío, pero el sabor a fiesta permanece latiendo bajo el pellejo de este lugar pensado para amores impíos.

 

“En este escenario con olor a viejo hemos nacido y crecido. La decadencia no es algo que te impida ser feliz”, me dice Omar Rosas, quien, sin saberlo, pudiera estar acuñando una frase postrera.

 

“La ruina también es una oportunidad, es algo así como una esperanza, un punto de partida para crear otras cosas y poder cambiar el modelo”, apunta este joven músico, estudiante, además, de la carrera de teoría crítica del arte en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, y de la licenciatura en comunicación y medios digitales en el Tecnológico de Monterrey.

 

Omar Rosas, además de critico irremediable, es un joven apacible en una tierra donde la solidaridad y la calidez son productos escasos hasta en las iglesias. Su sonrisa, por ejemplo, parece un gesto galante, pero a la hora de hablar sus argumentos son alfileres que punzan la realidad con fabulosa ironía. Como muchos jóvenes de hoy, vive ajeno a los estereotipos. Le gusta llevar el cabello largo, y parece importarle un bledo la indumentaria que viste él y los que lo rodean.

 

Gracias a su hermano mayor aprendió a tocar la guitarra. Tanto gusto le tomó al instrumento que por dedicarle ocho horas diarias abandonó sus tareas escolares. Las consecuencias no tardaron en llegar. En los meses siguientes, lo corrieron de la prepa del Chami, una escuela pública de educación media superior, conocida en otros tiempos por la disciplina y control ejercidos contra sus alumnos.

 

Desde muy joven, Omar recorrió el centro de la ciudad. De esos tiempos, se recuerda a las puertas de salones lúgubres, entre un grupo de amigos, sobornando guardias para que lo dejaran entrar a tocar.

 

Blanco favorito de la maledicencia, en ese entonces, el centro y sus alrededores era un jardín poblado de seres que conjuraban el insomnio y entregaban el cuerpo, sin mimos ni regateos, al placer de la noche concupiscente. La era de los cabaret se había marchado, pero Omar descubría el olor a creolina de los años idos mientras caminaba bajo la sombra de edificios decrépitos donde el fantasma de la fiesta sobrevivía al derrumbe.

 

De ese mundo y esos años viene, sin duda, su convicción de que la decadencia es un filtro indispensable para repensar la historia.

 

 

VI 

 

En los años en que la violencia se disparó los integrantes de Golem no dejaron de conducir por la ciudad, a pesar de que camionetas sospechosas y carros de la policía se les pegaban atrás, intimidándolos. La mayor de las veces lograron burlar a sicarios, policías y tránsitos. Escucharon tiroteos y se encontraron con personas tiradas en su camino. No se sabe si este paisaje aterrador en vez de amilanarlos les dotó de suficiente sangre fría para racionalizar el esquema de inseguridad en que se debatía la frontera. Lo cierto es que el crimen no les ganó la partida. Sus ganas de vivir arrebataron para la ciudad pedazos enteros de territorio perdido. Con estos mancebos, como con tantos otros que no frisaban los treinta, un brillo joven se asomaba en Juárez, donde el miedo hacía tiempo había echado a los viejos del mundo.

 

Obligado a vivir el drama de una ciudad históricamente desestructurada, la violencia, sin embargo, nunca ha impedido a Golem cantarle al amor mediante el ríspido filtro de la agonía eterna. Juego de dos, su más reciente canción, quizá sea la ruta más corta para entender la cicatriz abierta que dejan las roturas.

 

“De la nada vengo”, dice esta canción surgida de un mapa lastimero. Tras un duelo entre opulencia y miseria, se sospecha la existencia de la vanidad que le corta alas al amor, sin saber que la concupiscencia es la madre de todos los engaños. Juego de dos: ¿Entre quiénes? ¿Entre la vida y la muerte? ¿Entre la guerra y la paz?, en una ciudad sacudida por las ambiciones.

 

En la danza de las metáforas, Golem no deja de aludir un mundo primitivo, inclinado a los silencios, el interés y la maldita complacencia.

 

Sin explorar a fondo la policromía de sus contenidos, Isaac Galarza dice que Golem es el resultado de echar a la licuadora todos los sentimientos e influencias de sus integrantes. En este punto, adiciona la melancolía, como una emoción que recorre las venas del grupo.

 

Con Isaac converso en el comedor de su casa, a un lado de la cocina. A sus 26 años él es un joven mesurado. Cuando habla parece conjugar lo cerebral con lo afectivo. Si Eduardo Galeano lo conociera quizá dijera de él que es un sentipensante. Su inclinación por abrir puertas y encontrarle al mundo otros matices lo ha llevado a aficionarse a Magma, una agrupación francesa que ha creado su propio lenguaje para expresar lo inexpresable.

 

Al escuchar a Magma en el patio de la casa de Pablo Montalvo, un melómano juarense que vive rodeado de cactus supervivientes del último glacial fronterizo, pienso que, para desafío de las paradojas, el misterio mayor de esa banda no es su idioma pagano, sino su soterrada letanía sobre la que cabalgan los exiliados de la tierra.

 

En sentido estricto, Magma nació en 1969, pero su rito es atemporal. Fundada por Christian Vander bajo un estilo inédito de rock denominado zeuhl, desde su primer disco, el mejor platillo de Magma sigue al vapor en la cocina de los sentidos.

 

Desde esas espesuras, Isaac Galarza se refiere a la inspiración como algo muy chido, cuando todos están a tono, algo así como conectados, dice.

 

Es el momento álgido en que las musas acuden y se amanceban con los insurrectos del oído. El arrebato es brevísimo, como el parpadeo de un ojo que retrata la ternura de entre los arenales del olvido. Para los miembros de Golem podría ser el delirio llegado desde la oniromancia. Para los que los escuchamos, la certeza de que el arte es una evocación que sobrevivirá a lo cognoscitivo y sus enunciados.

 

De la mano de sus influencias más decisivas, Golem disfruta enormemente la confección de sus canciones. Todos en la banda parecen dispuestos a jugarse el pellejo por sus letras y sus ritmos, actitud homérica en un lugar hostil y cavernario.

 

Todas sus arreglos son originales, salvo La Llorona, una versión sui generis, salpimentada de rock y huapango.

 

Golem reconoce a por lo menos siete voces de las que ha abrevado: King Crimson, Beach House, Can, Steven Wilson, Mike Patton, Chet Faker. Con excepción de Clara y Rob, los demás han sido bebedores consuetudinarios de rock progresivo. Desde muy temprano han estado vinculados, unos más que otros, al hard rock, el heavy metal, al jazz y al blues, ritmos con carta de ciudadanía en estas tierras desde que las primeras notas que llegaron del norte fueron las de Stairway to Heaven, esa conspiración tersa escrita contra la tirantez del silencio.

 

Rica su vena, Golem no viene sólo de las coincidencias. En esa línea, Clara y Rob, y quizá, también, un poco Omar, llegados de otros aires, aportan a la mezcla un sabor que define su condición híbrida.

 

Decididos a pagar el coste de habitar al margen de la estupidez de un mundo uniforme, finalmente estos músicos parecen dispuestos a seguir construyendo una región de signos y latidos distintos.

 

Indeclinables, hasta ahora, saben que el corazón no sangraría si no hubiera, tras las balas de la exclusión asfixiante, el hálito de una flor que al final del camino embalsamará sus heridas.

 

Va por ellos.

 

 

 

 

Juan Carlos Martínez Prado nació en Guadalajara, Jalisco, México (y reside desde hace 25 años en Ciudad Juárez, Chihuahua). Es periodista independiente y ha publicado en varios periódicos mexicanos. Algunos de sus textos han aparecido en The Clinic (Chile), Trovarelamerica (Argentina), EmmequisReplicante y Arrobajuarez (México) En fronterad ha publicado, entre otros, La Juárez: la debacle de una calle a la orilla del imperioCiudad Juárez, pandilleros o víctimas de la desocupaciónLomas del Poleo: detrás del despojo, la avaricia y Ciudad Juárez, la frontera olvidada 

Salir de la versión móvil