–Es 1986 –les digo.
Es mi clase de cine latinoamericano. En Zoom. Por lo general me toma tres sesiones decir lo que tengo que decir sobre el cine en esa parte del mundo. Es apenas un capítulo dentro de un semestre dedicado a la Historia del cine.
Mis estudiantes escuchan. En la pantalla hay una foto de un tipo con camiseta celeste y blanca que levanta un trofeo. Tiene la banda de capitán en el brazo. Se ve la forma de una medalla debajo de la camiseta. En el primer plano se ve una decena de manos. Unas sostienen cámaras. Otras están levantadas hacia ese hombre, como si quisieran tocarlo.
–¿Saben qué pasó en 1986? –les pregunto.
Tengo la esperanza de que, entre todas las imágenes que les enseño, por lo menos reconozcan a este personaje. La foto está al final de una serie que pretende representar la historia latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. «Tal vez si entienden su historia, conecten con su cine», pienso yo. Tal vez.
Ahí está la foto de Fidel Castro levantando el fusil. También Augusto Pinochet, ya viejo, saludando desde un descapotable. Ahí está la foto de unos militares argentinos de la Junta con sus gorras blancas, sonriéndole al fotógrafo. Puse también un poster de iconografía maoísta: Abimael Guzmán sostiene la bandera roja con la hoz y el martillo, unos hombres y mujeres levantan los fusiles. Sobre ellos han escrito: ¡¡5 años de guerra popular!!
Al lado de Guzmán está la foto de Maradona.
Parece que ningún estudiante sabe lo que pasó en 1986. Hay silencio en el Zoom hasta que uno de ellos se aventura:
–¿The Challenger?
Me imagino que lo ha buscado en Google. Ninguno de ellos había nacido todavía. Tal vez 1986 sea para mis estudiantes la historia de un transbordador espacial estallando sobre Cabo Cañaveral. Para mí, ese año siempre viene con los recuerdos de una Copa del Mundo. Y con la imagen de ese gol.
Cuando les digo que ese tipo es Maradona, mi estudiante Robert Benvenuti se arriesga y dice:
–The best soccer player of the world, after Pelé.
Maradona is the best, contesto. Trato de explicarles que hay dos posiciones. Meto en la conversación la historia de Las Malvinas: Las Falkland Islands. Luego les paso el video en que el periodista argentino Victor Hugo Morales narra el gol contra los ingleses y compara a Maradona con un barrilete cósmico.
Sé, por conversaciones con mi esposa y con su familia, cómo a los gringos les asombra –y les asusta– las docenas de oes que salen una tras otra, incontrolables, desde la garganta de los fanáticos después de un gol.
Escucho risas tímidas en el Zoom. Nadie dice más. Yo espero que ahora los estudiantes presten más atención cuando les hable de Tomás Gutiérrez Alea, de Glauber Rocha, de Cantinflas, de Carmen Miranda, de Lucrecia Martel, de Pablo Larraín, de Juan José Campanella.
Sin embargo, sé que les estoy hablando de fútbol. Sé que esto es apenas un acercamiento al cine. Que ninguna película puede explicarte por qué una pelota significa tanto para un latinoamericano.
Ese video de Maradona también es una película –breve, de apenas un minuto– hacia mi pasado y mi relación con el fútbol. Hacia el muchacho en la primaria que pateaba la chapa de una botella, junto a Chávez, a Montoya, a Vidal. Es un zoom hacia ese chico de Lima que nunca supo cómo empalmó la pelota a los nueve años, y metió el único gol del equipo naranja, en los juegos de verano del Club Rinconada.
El gol de Maradona es también un flashback hacia el tipo que se llevó la camioneta de su viejo cerca de la medianoche, que se estacionó al lado de una cancha iluminada en Pueblo Libre, y regresó después de un partido con la nariz rota, conduciendo de madrugada por la Avenida La Marina y la Javier Prado.
Ese video de Maradona quiere hacerles entender más de mí que del cine latinoamericano.
Explica los primeros días de este inmigrante en Nueva York: caminando con nuevos amigos y una pelota de cuero, buscando un pedazo de grama en Central Park.
La pasión con que Victor Hugo Morales narra el gol de Maradona contra los ingleses explica la euforia de Mamadou porque Senegal había derrotado a Francia en un Mundial en Corea. También a Francisco, el venezolano, pidiendo la pelota de una esquina a otra, a los gritos, en una cancha de Chinatown. Y a todos nosotros, nuevos inmigrantes, trepando desde una salida de la carretera 95, después de bajarnos de un microbús atorado en el tráfico de Nueva Jersey, para llegar a tiempo al estadio de los Gigantes, para ver jugar a Batistuta y a Zidane.
Hablarles a mis estudiantes de fútbol es –también, de algún modo– recuperar eso que el paso del tiempo ha dejado tan atrás.