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Mientras tantoGolpe de calor

Golpe de calor

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Traficas con tu cuerpo y consigues –¡al fin!– crecer en una vida que sin que hubiera sido de color de rosa era mucho más predecible en aquellos días siniestros en los que no pasaba nada; que cuando no era el coche el que no arrancaba era el móvil el que se quedaba sin batería en un trayecto vital monótono que afortunadamente saltó por los aires el día que dejé España y concretamente la tarde que puse el anuncio en el Cambodia Times anunciándome como puto. Porque en los anuncios por palabras uno, aparte de poesía métrica, encuentra realidades. Muchas más que en Twitter, donde las faltas de ortografía deslucen lo que los clasificados ofrecen, con sus ofertas sádicas y sus números de teléfono tan familiares, con dígitos radiantes del uno al diez mientras mojas el cruasán en un café casi siempre mejorable. Sobre todo si es local.

 

Aquella mañana decidía si debía nadar algo en la piscina del hotel Himawari, o si acaso lanzarme al consumo de cervezas desde primera hora de la mañana, cuando sonó mi teléfono móvil. Cada vez que suena, por cierto, imagino a la señora o señorita a través de la línea telefónica parapetada en la edición que apesta a imprenta del Cambodia Times que avergonzada, engola la voz, a la vez de que la baja hasta el nivel del susurro, con la idea de que el camarero que le acaba de servir el café no sospeche que busca sexo por dinero. Más que nada porque en Asia por dinero –y más cuando los sueldos rozan, en bastante casos, la paupérrima cifra de los cien dólares– te masturba hasta tu suegra: sólo hay que apretar un poco. Sin forzar. Exponer el billete de veinte dólares sobre la mesita de noche como el que sí quiere la cosa.

 

Cándida, portuguesa, de edad cercana a la mía, con vello en ambos brazos a niveles casi masculinos, poseía un cuello extraño: como descompensado, con la zona derecha ampliamente mayor que la izquierda y una espalda donde desembocaban sus pelos, que como manglares, asustaban más que animaban. Esto es todo lo que puedo decir antes de llegar a un final peligroso, donde Cándida quedó rendida a mis pies de la peor manera: desmayada por un golpe de calor.

 

Mi contrincante ruso –suele pasar que la nacionalidad del que copia es infinitamente más ínfima que la del depositario de la originalidad– debía estar ocupado o vete tú a saber. Porque Cándida, a lo mejor, siquiera me seleccionó, llegando hasta la segunda (última) oportunidad de un sección de contactos donde competimos dos bestias del sexo; en mi caso yo casi le doblo en edad y él me triplica en anchura de espalda y antebrazos.

 

Cándida, con nombre de venérea, se presentó a eso de las tres de la tarde en mi desaguisado zulo, que de la pena que da sólo te satisface cuando estás metido en la cama con la luz apagada y la cabeza desenchufada del resto del cuerpo. Las extranjeras suelen recogerte en sus escondites favoritos o si acaso negocian una habitación discreta en algún hotel lejano del centro de la ciudad. Pero Cándida, entre inexperta, extraña y de belleza escasa, prefirió visitar mi escondrijo a ocho dólares la pernoctación, sin aire acondicionado, que es habitable gracias a un defectuoso ventilador de procedencia china que aparte de viento expande ruido.

 

¿Te preguntarás por qué tengo tanto vello?

 

No, para nada.

 

No me gustan que me mientan.

 

Yo no miento: sólo evalúo. Primero quería palpar; y ya si acaso, preguntar.

 

El prostituto, como la prostituta, es el psicólogo de los que aparte de consejo necesitan eyacular. Que ahí radica el fracaso de los que te tumban en el diván por cien euros la hora, dejándote marchar como habías llegado: lleno de problemas y falto de orgasmos. Que cuando los psiquiatras masturben a sus pacientes el ansiolítico será menos necesario y las secciones de contactos menguarán a la par de las ediciones en papel de unos periódicos que cada día, por sus delgadeces, se parecen más a prospectos medicinales. Y tras probar el sabor a vello, la típica pregunta.

 

¿Y por qué no te depilas?

 

Tengo una enfermedad extraña. Una enfermedad que no mata pero humilla: me afeite o me depile, láser o cuchilla, el vello vuelve a brotar. Y antes de volverme loca prefiero aceptar el problema.

 

Para mí no es un problema.

 

No seas falso.

 

¿Falso? Te acabo de chupar la espalda. Y se me han quedado atrancados en la garganta un par de pelos. Nada que objetar. Hasta hace nada os pasaba a vosotras, porque ninguno de los hombres de este mundo no es que no estuviéramos depilados, es que ni siquiera nos recortábamos el seto.

 

Me alegra lo que me dices.

 

Cándida: las palabras que acentúan los hechos no son tan importantes; porque lo importante son los hechos. Y yo acababa de chuparte los pelos de la espalda y no habías reaccionado positivamente. Que te has tenido que esperar a escuchar halagos para dejar de pestañear.

 

Seguramente lleves razón. Pero yo aquí no he venido a hablar de mi vello.

 

Hay mujeres vagas. Otras insaciables. Algunas les duele todo el cuerpo antes, durante y después del acto. Pero Cándida era el conejito de Duracell: imparable, abrumadora, violenta, saltarina; molesta. Al cuarto acto, que aquello en vez de una contratación putera parecía una representación teatral, hice sonar la campana porque el sudor ya era superior al oxigeno respirable. Mis piernas temblaban, sus vellos se inundaron, y de esa guisa me pidió el quinto, sin saber ese triste refrán español que dice aquello de ‘no hay quinto malo’.

 

Durante la ración ultra extra de sexo comencé a sentirme extraño, como esas prórrogas de finales internacionales donde los futbolistas levitan más que corren la banda, como por inercia. En una de esas, y cuando la temperatura de la habitación debía rondar los 60 grados, Cándida se dejó caer, como si estuviera simulando un desmayo. Tardé cuatro segundos en reaccionar porque yo tampoco estaba como para tirar cohetes. Por lo que tras sacar el miembro de su peludo cuerpo y dar un trago interminable a la botella de agua mineral, que ardía como las sopas que te sirven en todo Oriente, recapitulé y acepté que Cándida, al no ser actriz, debía haberse desmayado. Iba a llamar a la policía, o a urgencias, o a recepción, cuando caí en un detalle: en mi puta vida he sabido el número de urgencias o agentes del orden. Aún recuerdo el 091 en España que luego un grupo granadino confiscó para publicar poesías orquestadas.

 

Lo primero que se suele hacer en estos casos es abrir la puerta de la habitación, dejando al resto de clientes que puedan vernos en porretas, cuando tras recibir la racha de aire fresco –el exterior estaba a 40, pero la habitación ya casi le doblaba en grados centígrados– recuperas parte de la inteligencia que es cuando le echas agua mineral caliente a tu compañera por el cuello, como si en vez de una reanimación estuvieras lavando un cochinillo justo antes de su asado. Como no reaccionaba me vestí a la carrera y bajé a recepción, donde el recepcionista dormía y tampoco es que tuviera pinta de saber a quién llamar; de hecho ahora que lo recuerdo tampoco hablaba inglés y posiblemente hasta jemer. Así que me volví a la habitación, donde abrí la ventana para intentar hacer corriente, momento en el que metí a Cándida en la ducha que casi, al resbalar, nos hizo partirnos la crisma. Hubiera sido la hostia: una señora velluda y portuguesa y un prostituto español son encontrados muertos y con la cabeza abierta en un hotel de Camboya a ocho dólares la noche. El cuerpo diplomático español más cercano, sito en Bangkok, habría renegado de repatriar mi cadáver.

 

Lo bueno de los desmayos es que si no acabas muriéndote terminas despertándote; y ese momento se produjo cuando, ignorando los consejos médicos más básicos, corrí de nuevo a recepción a pillar una bolsa de hielo: el de recepción seguía durmiendo. Al volver, la ducha seguía abierta, mojando la cara de una Cándida que seguía impertérrita, como muerta, en una majestuosa imagen en la que con una cortina y un cuchillo cebollero habríamos homenajeado al Psicosis de Hitchcock, aceptando un detalle deshonroso: el desagüe estaba medio atorado por culpa de los pelos de todos aquellos que alguna vez pernoctamos en aquel zulo. Por cierto: nunca supe si Cándida recuperó la conciencia gracias al cambio brusco de temperatura o por las numerosas piedras de hielo que le cayeron en su frente, que cuando se despidió estaba llena de moratones y chichones.

 

¿Pero qué ha pasado? ¿Qué haces? Me duele la cabeza.

 

Nada, no te preocupes: llevábamos tres horas de sexo frenético y la habitación mutó en horno. En esas tú te desmayaste. He ido a por hielo y te metí debajo de la ducha. Ya ha pasado todo.

 

¿Me duele mucho la cabeza? ¿Me has pegado?

 

En esas me acordé de España: que por salvar la vida a una señora velluda volcándole medio kilo de cubitos de hielo por su cabeza te enchironan sin mediar palabra. Suerte que la prueba del supuesto delito –el hielo se desintegró a los quince segundos– había desaparecido.

 

¿Debo pagarte? ¿O acaso te aboné antes?

 

Yo siempre cobro al final… por si hay extras.

 

¿Y los hubo?

 

Hombre, me has tenido empujando hasta la extenuación. Pero bueno, como casi palmas te cobro lo de siempre.

 

¿Y cuánto era?

 

50 dólares.

 

Fue la primera vez que dejaba mi habitación con las ventanas abiertas. Aquello era el mismo infierno y no quería volver a media noche repitiendo las mismas sensaciones (y olores). Me dio igual que los mosquitos se hicieran fuertes. Porque el espray que utilicé a mi vuelta acabó con ellos y con el extraño olor a sudor y muerte que desprendía mi habitación. Cándida es otro capítulo de mi enorme vida. Ahora cuando me quedo sin batería en el móvil ni me afecta. Su vello, por cierto, sabía a césped.

 

 

Joaquín Campos, 24/08/14, Phnom Penh.

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