Tras aquella dulce voz se escondía una supuesta enferma. Porque nunca sospeché de los gustos de una Cassandra que lo primero que hizo cuando llegué a su casa fue guardar a su perro, Lincoln, que molestaba sin cesar. A mí los perros me dejaron de encantar cuando acepté que había que sacarlos a la calle al menos tres veces al día. Y el remate fue cuando, además, debía recoger sus mierdas con una bolsa de plástico ante la atenta mirada del resto de viandantes. Lincoln, en el fondo, disponía de un jardín. Pero hasta que fue metido en aquel cuarto, depositó sobre mi pantalón recién lavado y planchado tres cuartos de kilo de baba. Al instante comprendí que las ropas de Cassandra debían ser un mar de estafilococos y todo tipo de bacterias. El riesgo estaba servido.
El caso de Cassandra es único. Porque tras las preliminares, donde me preparó un magnífico gintonic de Ungava, mutó en un ser extraño. Y no debió ser por el alcohol, que los nacionalistas nunca eligen al azar –era canadiense, como la ginebra–, que de color amarillo, parece ser que se ha puesto de moda en los mostradores de los bares más modernos. Que cuando yo comencé fregando platos, allá por los últimos años del siglo pasado, usábamos la ginebra para abrillantar la cubertería. Que cómo son las modas.
Su camastro era de estilo antiguo: acorazado y remendado de manera cursi, con dobladillos y demás detalles infructuosos a mi interés visual. Las almohadas, altísimas. Y el olor que desprendían, a champú exagerado, que al intentar dormirme casi me mareé. Pero antes, el acabose, que como una partida de cartas primeriza podría haberme transformado en ludópata.
—¿Me puedes pegar?
—¿Dónde?
—En la espalda.
Escasas veces me han pedido que las golpee. Y cuando ocurrieron esas peticiones siempre había que ablandarles el culo, o como mucho morderlas de manera familiar. Pero lo que comenzó como un juego erótico, que a mí la verdad no me hacen mucha gracia, acabó siendo una tapadera para una Cassandra que lo que realmente le ponía era recibir palizas. Y ahora que venga un juez a detenerme con esas ordenes de alejamiento que, a veces, se reparten con la misma facilidad que un crupier lanza cartas sobre el tapete.
—Destrózame. Pégame fuerte. Puedes usar el cinturón.
—No uso.
—Abre el cajón.
Y en aquel cajón de la mesita de noche, mueble que siempre había asociado a la paz que genera la habitación de tus padres, donde sólo suena el sueño, si acaso algún ronquido o un reloj con la hora retrasada, y donde como mucho se guardan libros inacabados y ropa interior así como dinero en efectivo para iniciar el día siguiente, se amontonaban desde cinturones de cuero –algunos con pinchos– a cadenas y consoladores. Fue como ir a cenar a un restaurante y acabar siendo cocinado.
—Mira, me metes el consolador grande –medía cincuenta centímetros y era negro– y me golpeas bien fuerte con el cinturón. Al final, y ya te avisaré, me darás con la cadena.
—Oye, ¿y para esto me has llamado?
—Es que no puedo hacerlo sola. Y además, ni aunque pudiera: no es lo mismo.
A la derecha de su camastro había un espejo. Enorme. Que como un graderío fantasmal atestado de familiares y amigos me resultó improcedente a la hora de machacar a una Cassandra a la que por mucho que la pegara siempre quería más. Juro que me dolía la mano, especialmente la muñeca, y que sólo ver aquel ejercicio animalesco me ponía triste, acogotado. Pero aquel espejo, donde se me veía dándole rienda suelta a sus sueños, se me repetía como el ajo para atragantarme, disuadirme, empequeñecerme.
—Te he dicho que más fuerte, ¡joder!
—¡Cassandra!, tengo que parar, lo siento. Estás sangrando.
—¿Qué pasa? ¿Te da miedo la sangre?
Y allí me vi. Con las palmas de las manos enrojecidas, las muñecas doloridas, y la cara de un asesino que no quería serlo: asustado y casi lloroso, mirando a un espejo martirio de mi vista tan conectada a mi cabeza y ésta a mis extremidades, que habían sido utilizadas como armas arrojadizas. Las sábanas tenían manchas de sangre. Y desgraciadamente no fue por culpa de su menstruación.
–Mira, Aspersor, para poder tener un orgasmo necesito violencia física. Y no sabes lo difícil que es encontrar a personas dispuestas a colaborar. He tenido novios que se acabaron cansando y hasta tíos que conocí por internet, y que decían amar el sexo violento, que en algún momento de nuestros juegos eróticos se echaron atrás.
—¿Nunca te han roto un hueso?
—No. Lo máximo un corte en la ceja que necesitó puntos de sutura y un ojo amoratado. El problema es que al ojo es difícil ocultarlo, y la gente piensa que he sufrido violencia por parte de mis parejas. Pero lo que no saben es que cuando consigo a una buena pareja de baile suelo vivir amoratada, ensangrentada; realizada, a fin de cuentas. Una vez la policía vino a casa, en Vancouver, con el plan de detener a un amante que tenía por aquellos días. Por supuesto no se creyeron mi teoría, hasta que me quité la blusa y les dije, señalando a mi torso lleno de cortes y cardenales: “Es esto lo que quiero. ¡Dejen de molestarme!”. Se fueron de la misma manera que vinieron: por la misma puerta y dubitativos. Aunque debo reconocer que aquella pareja de uniformados estaba casi tan enferma como yo, ya que al retirarme la blusa, en vez de centrarse en mis marcas, que era lo que en teoría venían buscando, me miraron los pezones. Sobre todo el alto, que se presentó como “el ayudante”.
Tras el acto recordé que la sangre se multiplica con el agua, por lo que aquella ducha convirtió una bañera que debía estar taponada en su desagüe en una de esas bahías niponas ensangrentada por la pesca furtiva de ballenas. Chapoteábamos dentro de un líquido rojizo mientras me sentía culpable al verle una espalda que pasó del rojo carmín al azul marino tirando a morado. Y la verdad, seguí sin encontrarle la gracia a aquel jueguecito que por un mal golpe podía haberse convertido en uno de esos dramas que abren telediarios y cierran vidas; al menos la mía. Porque explicarle al juez que sólo cumplía sus sueños, y que además cobraba por ello, no hubiera tenido la misma aceptación que haber reconocido la mentira que desea escuchar el pueblo: era mi amante, la quería, y como ella no me correspondía, la machaqué.
—Pásame la toalla.
—¿Ésta?
—No, la blanca no. Que luego la señora de la limpieza piensa que he matado alguien. Alcánzame la roja.
Le pasé la toalla que me pidió; pero no me detuve ante una pregunta evidente.
—¿Te preocupa que te pillen la toalla?
—Un poco.
—¿Y las sábanas? Porque están llenas de sangre.
—Aspersor, una limpiadora no da mucho de sí. Por eso es limpiadora. Y como es mujer acepta que la sábana tenga sangre; en cambio, si es la toalla la que asusta, piensa en lo peor: un asesinato, alguien descuartizado. Una limpiadora es mujer y ve la tele.
Mientras me daba esa explicación tan siniestra, recordé los moratones, sus deseos de violencia y su mirada perdida, para ayudado por la forma en la que se fumaba aquel pitillo, llegárseme a pasar por la cabeza que lo que de verdad se estaba gestando era mi muerte, en un abuso de mi confianza que no cayó en que Cassandra, además de ponerla que la reventaran, le encantaba descuartizar, cual mantis religiosa, a sus amantes. Temblé, creo recordar. Aunque el aire acondicionado estaba puesto y yo seguía empapado. Que debió ser tan grande el choque mental que hasta me fumé uno de esos cigarrillos delgadísimos que se asocian a las meretrices, faltos de sabor y sobrantes de pose. Pero como todo en la vida, sólo hay que contar hasta siete. Que si al casarnos nos tomáramos un tiempo todo nos iría mejor. Porque al bajar las escaleras me topé con mi supuesta asesina, que habiendo camuflado la paliza recibida bajo la elegancia de una camisa roja con la mitad de sus botones desabrochados, me sirvió una copa de vino digno: un Carmenere reserva chileno. Que en Camboya, no deja de ser un vino importado barato que da el pego.
—Oye, ¿y no te duele?
—¿Y a ti después de follar mucho no te duele el miembro? ¿O a los ciclistas los gemelos tras una durísima etapa de montaña? El dolor, Aspersor, si se consigue mediante el placer, no es dolor, sino éxito. Con secuelas, eso sí. Porque todo cuesta, mi querido colaboracionista.
Y allí que me dejó Cassandra, boquiabierto, por haber encontrado de una santa vez a una extranjera, que aunque cercana al ingreso hospitalario perpetuo, supo dirigir la conversación, el acto sexual y hasta la elección de la toalla. Porque la independencia femenina no la marcan sus éxitos universitarios así como ese desdén por llamar la atención al precio que sea. Porque desear que te peguen y gozarlo podría llegar a ser una enfermedad, pero no mostrar la heridas y disfrutar por ellas no es avance al alcance de muchos.
Cuando cerré la puerta de su casa me puse a pensar en qué tipo de personas residen en este mundo. Nadie podría sospechar que Cassandra es así. Y si alguien descubriera sus hábitos sexuales podría llegar hasta a encerrarla en un manicomio. Pero para mí Cassandra es un ser superior. Alguien que se escapa de la manada y que además, tuvo muy claro que pagar por sexo no es un pecado sino una necesidad. A los diez minutos recibí un mensaje en mi móvil. Era ella. “Aspersor, soy muy feliz”.
Joaquín Campos, 05/11/13, Phnom Penh.