Hablábamos el último día de la vida del Inca Garcilaso de la Vega y sus paralelismos, hasta en la fecha de muerte, con Miguel de Cervantes, aunque cada uno habitó su propio universo imaginario, alejado en ambos casos de la realidad circundante. Varios expertos a los que he consultado –reunidos en torno al catálogo de la muestra La Biblioteca del Inca Garcilaso, en la Biblioteca Nacional, hasta el próximo 2 de mayo– piensan que su encuentro en Montilla a finales de 1591 es posible y sin duda sugestivo, aunque no hay ninguna evidencia. Lo único que parece claro es que Cervantes había leído la traducción del Inca de los Diálogos de Amor de León Hebreo y que la valora y utiliza en sus obras, sobre todo en el Persiles.
En lo que todos coinciden es en la relación que mantuvo esos mismos días con Luis de Góngora, a la sazón racionero de la catedral de Córdoba. Al menos comercial, y que explica en la biografía del Inca tenida por canónica Aurelio Miró Quesada. En escritura firmada en Córdoba el 31 de diciembre de 1591, el Inca Garcilaso de la Vega, vecino de Montilla, recibió una herencia de su tío Alonso de Vargas que consistía en dos censos (contratos que obligaban al pago de un canon anual) establecidos sobre los bienes del marqués de Priego. El primero ascendía a 7.200 ducados y el segundo a 2.800; este último debía repartirse entre el Inca y la viuda de Vargas, Luisa Ponce de León, en pago de su dote y arras, a la que correspondía aproximadamente la cuarta parte de esa cantidad. La viuda había fallecido y los derechos habían pasado a Francisco de Góngora, la mano provisora del clan.
En la familia Góngora, el padre, Francisco de Argote –hermano de la viuda de Vargas–, era humanista y lector, pero escaso de fortuna y nobleza, que aportaba la madre, Leonor de Góngora, y administraba el tío materno, el mencionado Francisco de Góngora, racionero de la catedral y hombre dotado para gestionar y multiplicar sus bienes. En su casa nació el mayor de sus sobrinos, Luis de Góngora –alterar el orden de los apellidos era usual y se hacía a conveniencia–, y enseguida le eligió, dado su talento para las letras y los estudios, para conferirle sus beneficios eclesiásticos de la ración catedralicia, que le convertirán en clérigo con solo catorce años.
A finales de 1591, habían fallecido tanto la madre como el tío de los Góngora y la herencia recayó sobre los hijos. El 31 de diciembre se firmaron en Córdoba ante el mismo escribano, Alonso Rodríguez de la Cruz, tres documentos sucesivos. La aceptación de la herencia de Vargas por parte del Inca Garcilaso, otra escritura por la que los hermanos cedían a Luis de Góngora sus derechos sobre los censos, y una tercera mediante la que el poeta los vendía al Inca. El 16 de agosto del año siguiente, y probablemente tras alguna desavenencia, ambos suscribieron un nuevo documento en el que finiquitaban la deuda. Garcilaso quedó así como único dueño de los censos.
Negocios y transacciones de familias pudientes cordobesas para los que hubieron de tratarse, pero poco más. Ninguno habla del otro en los testimonios que se han conservado. “Extraña vinculación de dos autores”, escribe Aurelio Miró Quesada, “que asignan tan alta calidad a la vida de Córdoba a fines del siglo XVI y principios del siglo XVII, pero a quien esta historia pequeña vino a unir, no con lazos de gloria literaria, sino con muy materiales desazones”.
Sus caminos eran dispares. El Inca recibió la generosa herencia, vendió su casa de Montilla y se instaló en Córdoba, muy cerca de donde vivía el racionero y poeta, con el que a buen seguro se cruzaba a menudo. “Hombre retraído, vuelto sobre sí mismo, no le interesaba el mundillo literario”, escribe José Durand, “y cuando escribe su obra en Córdoba, a pocas calles de Góngora, parece ignorar casi totalmente en sus escritos el nuevo arte barroco”. Su vida holgada de pingües rentas le permitió adquirir esclavas moriscas para su servicio doméstico y dedicarse a la crianza de caballos y al ejercicio de las letras. En 1590 publicó la traducción de León Hebreo y acometió su ambiciosa obra: reconstruir la historia de la conquista y rescatar la memoria de sus antepasados incas, a cuya nobleza pertenecía.
“Después de haber dado muchas trazas y tomado muchos caminos para dar cuenta del origen y principio de los Incas, reyes naturales que fueron del Perú, me pareció que la mejor traza y el camino más fácil y llano era contar lo que en mis niñeces oí muchas veces a mi madre y a sus hermanos y tíos y a otros sus mayores acerca de este origen y principio”, escribe en la Primera parte de los Comentarios reales, publicada en Lisboa en 1609. Garcilaso establece tres edades espirituales en la evolución del pueblo andino. La primera es de puro salvajismo, sin moral alguna y con prácticas como la sodomía, el incesto, el canibalismo y los sacrificios humanos. En la segunda, los incas instituyen una concepción más elevada y monoteísta de la existencia, y el autor niega prácticas nefandas. Ambas son superadas por la llegada de los conquistadores y con ellos del triunfo de la fe verdadera. Bien es cierto que Garcilaso se deja, al paso de su relato, la más extraordinaria recreación de la vida de los incas, sus antepasados, pero trata, en definitiva, no sólo de justificar la conquista sino de presentarla como un estadio moral superior.
Bastante más joven –30 años frente a los 44 de Cervantes y a los 51 del Inca–, Luis de Góngora había abandonado en 1591 las travesuras, indisciplinas y “bellaquerías detrás de la puerta” que le valieron una seria reprimenda del obispo Pacheco cuando estudiaba en Salamanca. No así la poesía satírica que tanto le gustaba cultivar, pero era ya el encargado de velar por los intereses espirituales y materiales de la familia y estaba sometido a la férrea disciplina de la catedral, que marcaba sus horas en un ciclo perpetuo.
Mientras el Inca construye el armazón moral de la conquista y de las grandezas de España, el clérigo parece corroerlo con su revolución poética. Este mismo año de 1591 compone un poema irreverente y procaz en el que se burla del pasado heroico del castillo de San Cervantes, reducido ahora a espiar las travesuras de las alegres casadas toledanas:
Tú, que a la ciudad mil veces,
viendo los moros de lejos,
sin ser Espíritu Santo
hablaste en lenguas de fuego,
en las rüinas ahora
del sagrado Tajo viendo
debajo de los membrillos
enjerirse tantos miembros,
lo callas a sus maridos,
que es mucho, a fe, por aquello
que tienes tú de Cervantes
y que ellos tienen de ciervos.
En 1611, el poeta cordobés logra repartir entre sus sobrinos –como había hecho con él su tío– algunas de sus prebendas, lo que le permite descargar sus obligaciones sin perder su posición en el cabildo. Liberado del coro, se consagra a la composición de las que han sido consideradas sus obras mayores: el Polifemo y, sobre todo, las Soledades. Según explica Robert Jammes, en las Soledades proclama, “discrepando de la euforia ideológica de su tiempo, que la verdadera instigadora de las exploraciones y conquistas coloniales fue la Codicia. Lo dice y lo recalca con insistencia”.
El inca y el racionero, el historiador y el poeta, están enterrados en la Mezquita-catedral de Córdoba, donde la historia quiso que se encontraran para siempre.