Home Acordeón Gonzalo Fanjul: “Nuestro sistema migratorio es inmoral, pero sobre todo idiota”

Gonzalo Fanjul: “Nuestro sistema migratorio es inmoral, pero sobre todo idiota”

Después de días de expectación y con el incendio del campo de refugiados de Moria, en la isla griega de Lesbos, como acicate para tomar medidas, la Comisión Europea (CE) expuso su propuesta para el nuevo pacto migratorio la semana pasada. El anuncio cayó como una jarra de agua fría sobre Médicos Sin Fronteras, Oxfam o Cáritas, organizaciones no gubernamentales decepcionadas por lo que consideraron una rendición de Bruselas ante las pulsiones más xenófobas de la Unión. Apostando por el control de las fronteras exteriores, por la mano dura, facilitando la expulsión de los migrantes irregulares y renunciando a un reparto solidario entre países de los recién llegados, las ONG denunciaron un paso hacia adelante que sabe a retroceso. Días antes de que la CE presentara su propuesta, conversarmos con Gonzalo Fanjul (Oviedo, 1971), un economista con un extenso currículo, especializado en pobreza y desarrollo, y que actualmente dirige el área de investigación en la Fundación porCausa, donde pretende influir en el debate público para generar una imagen más favorable sobre el libre movimiento de personas. Con argumentos económicos, Fanjul consigue atraer a una audiencia de ideología dispar, mientras rompe algunos mitos sobre las migraciones y detalla los beneficios que pueden reportar las regularizaciones a largo plazo.

—En primer lugar, me gustaría preguntarle por su itinerario y formación, y sobre cómo usted, que viene del mundo de la economía, se interesó por temas vinculados con las migraciones…

—Empecé en la órbita de las grandes ONG, como Oxfam, donde desarrollé buena parte de mi carrera profesional, y en departamentos de estudios, una suerte de think tanks que hacen un trabajo de análisis con orientación de reforma política, y no tanto partidista o ideológica. Durante un año y medio, tuve la oportunidad de vivir en Perú, trabajando en cuestiones de desarrollo. Después, conocí los años más dulces, los de mayor impacto y relevancia, de las grandes oenegés como Oxfam, Amnistía Internacional o Greenpeace. Luego, en 2008, conseguí una beca para irme a estudiar a Harvard, a la Kennedy School, una experiencia casi refundacional. Me replanteé mi carrera profesional y lo que quería hacer con mi vida. Seguí dedicándome cuestiones similares, pero en contextos y organizaciones muy diferentes. Empecé a trabajar en un departamento de políticas del Instituto de Salud Global de Barcelona, que mantengo. Con otra gente, puse en marcha la Fundación porCausa, con la idea de que conversaciones importantes sobre pobreza y desigualdad estaban teniendo lugar en un contexto desinformado, ruidoso, parcial y cada día más polarizado, y que los medios de comunicación, a veces por opción y otras por obligación, cada vez tenían menos posibilidades de cumplir con el papel de intermediarios. porCausa nació con una generación de organizaciones pequeñas, mixtas, donde capacidades diferentes, en mi caso la representación social, entran en debates públicos. Nosotros nos centramos en cuestiones de desigualdad. Empezamos con la pobreza infantil, y ahora, desde hace cuatro años, trabajamos solo en el campo de las migraciones y la movilidad humana. El objetivo es dotar a este asunto de la profundidad, del contexto y la seriedad que necesita, y que a veces no se encuentra, y no solo de España. Mi camino es el de alguien que, aunque manteniendo un interés por los temas de justicia social, ha ido cambiando de contexto, y ahora disfruta trabajando con periodistas, comunicadores y otra gente con el objetivo de influir en el debate público, que cada vez es más complejo. Vivimos en el tiempo de las redes sociales y de la información superficial, en formato de píldoras, donde el terreno es cada vez más peligroso.

—En uno de los informes más recientes publicados en porCausa explican que, en el asunto de la migración irregular, la atención mediática se centra en la frontera sur, cuando la mayoría de los migrantes irregulares que hay en España proceden de Suramérica y no entran por ella. Parece un buen ejemplo de cómo se exagera una realidad, ocultando el conjunto.

—Absolutamente. Yo diría que la frontera sur es el ejemplo de todo lo que funciona mal en el debate público sobre migraciones. Es un fenómeno hipertrofiado, magnificado y espectacular, porque en cierta manera es un espectáculo. Existe una pornografía del sufrimiento humano, de la desgracia y la muerte. Un ser humano que parte de África Occidental y hace el recorrido para llegar a Ceuta o Melilla ha pasado por una aventura de gran calibre, en la que hay épica. Muchas veces, cuando me cruzo con los manteros, recuerdo que esas personas son verdaderos héroes, y no solo para sus comunidades de origen. Quienes consideran que las migraciones son una amenaza porque estamos siendo invadidos, o quienes consideran que las migraciones son un problema humanitario, y que se trata solo de un juego de víctimas y culpables, quieren poner mucha atención en la frontera sur. Pero, por cada refugiado que hay en el planeta, hay nueve migrantes económicos que se mueven de manera mucho menos espectacular, que han llegado de manera legal, y que se establecen en nuestras sociedades, donde generan beneficios mucho más allá de lo que somos capaces de entender. Es decir, las migraciones son un fenómeno menos dramático y, al mismo tiempo, muchísimo más relevante, o al menos igual de importante, que esos asuntos humanitarios. Por eso, insisto en que no se trata solo de influir en las conversaciones que ya están teniendo lugar sobre la frontera sur, sea desde la óptica que sea, sino en abrir conversaciones nuevas, en generar un diálogo sobre asuntos que sencillamente no importan o no están presentes.

—Hoy por la mañana, releía una entrevista al intelectual francés Raymond Aron, que se situaba en el centro derecha, pero que decidió batirse por la independencia de Argelia mediante argumentos económicos, que le parecían incontestables y le permitían disentir con su espectro ideológico en esa cuestión. Usted también emplea argumentos de ese tipo para mostrarse favorable a las migraciones.

—Suelo decir que el debate migratorio, que nuestro sistema migratorio, que tiene características similares al de prácticamente todos los grandes polos de destino, ya sea Estados Unidos, Australia o la Unión Europea, es inmoral, pero sobre todo es idiota. Es un sistema insensato, que ignora las razones económicas, demográficas y de productividad de quienes pensamos que una sociedad diversa es una sociedad mejor. En ese sentido, los argumentos económicos son muy poderosos. Europa es un continente que envejece a pasos acelerados. España es un país que envejece a pasos acelerados. Cuando uno mira análisis de organizaciones poco sospechosas de comunismo, como la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), descubre que España, entre el 2020 y el 2050, va a necesitar que se incorporen al mercado de trabajo de aproximadamente 900.000 personas cada año. No hay ninguna posibilidad de que un modelo demográfico de pirámide invertida, como el que ahora tenemos, donde cada vez menos trabajadores activos sostienen a más pensionistas, vaya a aguantar, viendo las tasas de natalidad de nuestro país. No nos queda más remedio que poner el sistema migratorio patas arriba. Hay un argumento económico incontestable, que se deriva de un argumento demográfico. Incluso en un proceso de robotización y automatización acelerada de algunos sectores, van a ser necesarios nuevos trabajadores en todos los niveles de cualificación, desde el más alto hasta el más bajo. Por alguna razón, en Europa, salvo algunos países como Alemania, no se ha entendido. Otros también lo han hecho, como Canadá, que desde hace años ha puesto en marcha un sistema migratorio que es mucho más inteligente que el nuestro, o Nueva Zelanda. Europa se puede quedar atrás en esa carrera. Si se pierde el tren, no retorna. Por tanto, creo que hay argumentos económicos muy sólidos, que hay que presentar a una audiencia muy diversa. Una parte entra en el debate por la puerta de los derechos y de la identidad, y otra lo hace desde un punto de vista pragmático, el de la economía, aunque suene utilitarista. Quiero que los inmigrantes puedan venir a trabajar en condiciones que garanticen su bienestar laboral. No que tengan menos protección que otros trabajadores. Creo que su lucha es conjunta, algo que los sindicatos parecen no haber entendido todavía.

—En porCausa han publicado informes detallando las ventajas económicas que supondría para países como España llevar a cabo la regularización de migrantes irregulares. ¿Me podría explicar cómo repercute la llegada de personas en la economía?

—Casi cualquier indicador sobre el impacto económico y fiscal de las migraciones en los países de destino cuenta una historia en la misma dirección. La consultora liberal McKinsey & Company, cuyo think tank se llama Global Institute, publicó hace cuatro o cinco años la que probablemente sea la revisión de literatura académica más ambiciosa que se ha hecho hasta ahora sobre el impacto económico de las migraciones. Daba datos interesantes. Por ejemplo, que entre el año 2000 y el 2015, entre el 70 y el 80 por ciento de todos los puestos de trabajo que se crearon en las grandes economías de destino estaban directa o indirectamente relacionados con la migración. Los migrantes habían contribuido al crecimiento económico, al crecimiento de la productividad, a la innovación, la creatividad, y a la redistribución de los recursos, no solo en las sociedades de destino, sino también en las de origen. Y todo eso había ocurrido sin efectos reconocibles en la balanza fiscal de los países de destino. No suponían un coste mayor en el largo plazo. De hecho, en el corto, eran un coste menor, por una razón muy simple: en términos generales, el inmigrante que llega es joven. Por lo tanto, cuestan menos a los sistemas de protección o a la sanidad, y, sin embargo, realizan grandes aportaciones cuando se le permite trabajar de manera regular. Tampoco, y esto rompe con las caricaturas de la extrema derecha, tienen un efecto reconocible en los salarios de la sociedad trabajadora establecida. Como mucho, se sitúa entre el -3 por ciento y el 5 por ciento. En general, sus niveles salariales se mantienen un escalón por debajo respecto a los de los trabajadores nativos, pero sin afectar a sus salarios medios. Como en una especie de microcosmos, como en un experimento acelerado durante la pandemia de Covid-19, hemos tratado de analizar cuál ha sido el efecto de las migraciones, y hemos llegado exactamente a las mismas conclusiones. Con un matiz añadido, que me parece fundamental: que los trabajadores migrantes no son una fotografía de la distribución laboral de los trabajadores de los países de destino, sino que están concentrados en sectores que la propia Comisión Europea denomina como esenciales, y, sin los cuales, no se mantienen una economía ni una sociedad. Pienso en sectores de baja cualificación, como la hostelería o el de los cuidados. En nuestro país, hay infinidad de familias cuyas mujeres no se podrían incorporar al mercado de trabajo sin una persona que trabaje en su casa y las apoye, por ejemplo. Hace unos meses, la imagen de Boris Johnson tras su paso por el hospital fue muy significativa, cuando descubrió que gracias a un enfermero portugués y a una médico neozelandesa había salido adelante. En el sistema público de salud británico, los extranjeros son completamente fundamentales. No sé dónde diablos se había metido Johnson hasta ese momento.

—Ya que menciona a Johnson, el nacionalpopulismo, bajo sus diferentes manifestaciones, ha cobrado fuerza en Europa desde la crisis de los refugiados de 2015. Son partidos que suelen expresar hostilidad hacia la migración, con un lenguaje emocional que omite los datos. En el sentido opuesto, usted también ha señalado que cierta izquierda, aunque practica un discurso solidario con los migrantes, luego adopta posturas proteccionistas que también perjudican el libre movimiento de las personas.

—El nacionalpopulismo es un problema serio, reciente y que ha venido para quedarse, aunque no sé si de manera permanente. Hay muchas maneras de ser nacional populista, y no solo de derechas. Ha habido liderazgos de izquierda, como el de Jermy Corbyn en el Reino Unido, que pueden hacer el mismo daño. Usted ha mencionado un término clave: emociones. El nacionalpopulismo ha entendido que, en el año 2020, el debate público es esencialmente emocional. Los datos y la realidad son menos importantes que la capacidad para convencer a la gente de ciertos hechos. Creo que Trump, por ejemplo, piensa que es posible inventar una realidad, contarla y que te crean. Es decir, se puede operar en realidades paralelas si la audiencia está lo suficientemente polarizada, manipulada, para creer lo que contamos. El nacionalpopulismo se ha extendido de maneras diferentes en muchos países. En el caso de Europa, ha llegado a los países del Este, como Polonia, pero sobre todo a Hungría, donde el discurso de Viktor Orbán, que es xenófobo y ha logrado convencer a la población de que su identidad está amenazada, es casi de centro, ya que tiene partidos más a la derecha. En el Reino Unido, Boris Johnson y el Brexit británico ganaron sobre una plataforma también xenófoba, y, aunque quizá no con el lenguaje más obsceno y evidente de Orbán, sí con esos términos. Es la misma historia con Trump o Bolsonaro. También hay un problema en la izquierda, que es de naturaleza diferente pero tiene consecuencias igualmente indeseables. La izquierda es proteccionista, porque también considera las migraciones como un problema que hay que resolver. Aunque creo que parte de la izquierda tiene el corazón en el lugar correcto, no ocurre lo mismo con la cabeza. Corbyn, por ejemplo, sigue la tradición de una izquierda proteccionista que cree que operamos en estados isla donde los derechos de los trabajadores se pueden defender con independencia de lo que ocurre a los trabajadores de fuera de sus fronteras. Sin embargo, nuestras realidades, nuestras economías, nuestro modelo laboral, están tan profundamente imbricados, que creo que eso es sencillamente irreal. La izquierda no te dirá: “No quiero que vengan ni que pasen la frontera, porque creo que son una amenaza”. Te dirá: “Hay que ayudarles a no emigrar”. Y, cuando piensan así, quieren lo mismo que en ocasiones desea la derecha, que es que no vengan a competir con los propios trabajadores. Hay un trasvase entre la Francia Insumisa de Mélenchon y la Agrupación Nacional de Le Pen. Lo que ha ocurrido en Francia, también ha pasado en otros países con clases medias o bajas vulnerables y precarizadas, que llevan razón en algunas reivindicaciones, porque han sido muy castigadas. Además, la izquierda pone en marcha un discurso que contamina todos los programas de ayuda al desarrollo de los países europeos. La externalización del control fronterizo fue algo que ocurrió por primera vez con un Gobierno de izquierdas, que fue el de José Luis Rodríguez Zapatero. Empezó en el año 2005, con la crisis de los cayucos, cuando Alfrdo Pérez Rubalcaba firmó en los reversos de los acuerdos de cooperación otros de control migratorio con países como Mauritania, Senegal o Marruecos, con quien tenemos una relación de mutua dependencia. La cooperación se convirtió en un ejercicio casi de chantaje o soborno. Hay una lógica equivocada, que dice que la ayuda al desarrollo va a sacar a los países de las condiciones que provocan que la gente venga. En realidad, la literatura económica dice lo contrario: venir es un privilegio. No emigra quien quiere, sino quien puede. Se empieza a emigrar cuando las personas alcanzan una renta per cápita más elevada, que algunos economistas calculan en alrededor de 10.000 dólares por persona y año. Por eso, en algunos países de América Latina, que son de renta media, se emigra más que en otros de África, donde se hace, sobre todo, dentro de la región subsahariana. Entre estos extremos se encuentra lo que los sociólogos llaman el medio ansioso, el punto medio ansioso, un rango de entre el 50 y el 60 por ciento de la población de los países que no sabe qué pensar sobre este tipo de cuestiones. A menudo, esa población tiene el corazón en el lugar correcto, y no piensa que los emigrantes quieran hacerles daño, pero siente dudas, ansiedad, y no quiere entrar en este debate. No quieren modificar el status quo. Para mí, ese es el desafío fundamental: cómo dirigirnos a esa población. Con compañeros del ámbito de la psicología evolutiva he descubierto que el debate de hoy en día es esencialmente emocional. Si no sabemos tocar esa tecla no vamos a ser capaces de cruzar el pico de la montaña. Lo que nos diferencia del nacional populista al uso es que nuestro punto de partida es verdad. Partimos de los hechos. Pero, a partir de ahí, el juego se desarrolla en el ámbito emocional. Frente al miedo, la amenaza y la ansiedad, frente a los sentimientos negativos, queremos contraponer otros positivos, de pertenencia y de identidad. Convencer a la sociedad de lo que yo creo que es un hecho: que todos somos migrantes, que todos venimos de alguna parte y somos el resultado de un desplazamiento más o menos extenso. Yo, por ejemplo, nací en Oviedo, pero mis padres vinieron a Madrid cuando era niño. Luego, viví en Perú, en Estados Unidos, y soy el resultado de todo ello. El hecho de que crucemos una frontera es arbitrario. En el año 90, pensar que vivir y trabajar en Francia sería lo mismo que ahora, para la generación de mis hijos, era absolutamente impensable. Sin embargo, hemos quitado de un plumazo esa arbitrariedad. ¿Por qué lo que no es cierto para los europeos de la zona Schengen no lo puede ser para los marroquíes en un acuerdo de libre movilidad con España? Esa es la aspiración utópica.

—Acaba de señalar que el debate se ganará con datos, pero también con emociones. ¿Cuáles son las estrategias de comunicación para conseguirlo, qué argumentos hay que esgrimir, bajo su punto de vista?

—El punto de partida es aceptar que el debate sobre las migraciones no pertenece a una parte. No es una agenda de cierto espectro ideológico o político. No debe ser una agenda de la izquierda. No va a serlo de la ultraderecha. Entre ambos polos, hay un espacio donde creo que se va a ganar. En el centro, más que en los extremos, y en un centro que ganaremos por la vía emocional, además de por la racional. Por ejemplo, ahora estoy hablando con muchos fondos de inversión o centros de generación de ideas que operan en una órbita liberal, con gente que puede ser sensible a aspectos del debate que no son habitualmente los que se ponen sobre la mesa, y que no tienen solo que ver con los derechos o con las violaciones de derechos y la frontera sur, aunque también sean temas importantes. El debate sobre la regularización de migrantes es buen ejemplo del lugar hacia el que debemos dirigir este tema. Antes del verano, me preocupó mucho que Podemos intentara apoderarse de la discusión. España tiene un número indeterminado de migrantes en situación irregular, entre 390.000 y 470.000 personas. Cuando se pregunta a un ciudadano medio qué imagen tiene de los migrantes irregulares responde que es la de un hombre subsahariano, negro, que ha cruzado a través del Estrecho saltando la valla. Sin embargo, cuando intentamos comprender desde porCausa este fenómeno, nos encontramos con una fotografía completamente contraintuitiva. En primer lugar, descubrimos que los migrantes irregulares son fundamentalmente población latina, que durante los últimos años ha crecido de manera acelerada procedente de Venezuela, de Honduras y Colombia. Casi ocho de cada diez migrantes en situación irregular proceden de esos países. En segundo lugar, nos dimos cuenta de que es una población muy joven, es decir, que está aportando mucho a la economía, sin que le cueste demasiado a los sistemas de protección. En España, por razones legales y creo que también éticas, los migrantes en situación irregular tienen acceso a la sanidad y la educación. Hicimos un análisis de su impacto fiscal, y llegamos a la conclusión de que un migrante en situación irregular ahora le cuesta al Estado 2.000 euros por persona y año, porque, aunque hacen aportaciones al fisco por la vía de los impuestos indirectos, como el consumo, no pueden hacer aportaciones a través de impuestos directos, del IRPF o de sus contribuciones sociales, como los trabajadores que tenemos un contrato. Por lo tanto, calculamos qué supondría su regularización. Si se llevara a cabo, cada uno haría una contribución neta positiva de 3.250 euros por persona y año. Es decir, la regularización es un buen negocio para el conjunto de la población. Además, estos migrantes están trabajando en sectores absolutamente esenciales de la economía, y también en la lucha contra el Covid-19. En la crisis del Covid-19, los migrantes en situación irregular están en las trincheras, por dos razones. Primero, porque son un grupo particularmente representado entre las víctimas, por ser un grupo vulnerable: viven en condiciones de habitabilidad que facilitan muy poco el distanciamiento social y, al trabajar en la economía sumergida, no se pueden permitir confinamientos muy largos, porque tienen que acudir a su puesto. Por los sectores en los que trabajan, son además parte de la solución de la pandemia: en la recogida de fruta y verdura, en el de los cuidados, en los supermercados, llevando productos a las casas. Es decir, la regularización tendría también efectos epidemiológicos positivos para nuestra sociedad. Por alguna razón, es algo que los responsables políticos en España no han llegado a reconocer, cuando ya está ocurriendo en Portugal, Italia o Francia. Para mí esto ilustra muy bien por qué se va a ganar este debate por el centro. No se trata de convencer a quienes ya están convencidos ni convencer a los que consideran que las esencias patrias consisten en ser español, blanco y católico y tener una familia tradicional. No vamos a convencer a los españoles de ultraderecha. Pero sí podemos convencer a los demás. Y no solo con el argumento humanitario, diciendo que hay que ayudarles, aunque sea importante y confiemos en que la gente es buena y tiene el corazón en el lugar correcto. Vamos a convencer porque los migrantes también son las personas que cuidan a sus padres, a sus hijos en casa, y a la que conocen perfectamente. También son los compañeros de sus hijos en el colegio y quienes les atienden en la frutería. Son nuestros conciudadanos. Son nosotros, como decía Jacinda Arden, la primera ministra de Nueva Zelanda, cuando se produjeron los atentados en las mezquitas. Quien les mató no es nosotros. Fue un discurso poderoso. Como dice Amin Maalouf, las identidades pueden ser asesinas. Yo quiero una identidad por la vía de los hechos. Mi patria son ellos, en la medida que son con quienes comparto mi vida, mis emociones. Por fortuna, España es un país de emigrantes. Nuestros abuelos, una generación que todavía vive, ha sabido lo que significa emigrar. En mi generación o en la de mis hijos, 700.000 personas han tenido que salir de España por la recesión, teniendo que buscarse la vida. Por eso, sabemos que las fronteras son arbitrarias, y que a veces las oportunidades están fuera, y que nos hemos mezclado y somos el resultado de esa mezcla. Una sociedad diversa es una sociedad mejor. Las instituciones deben reflejar lo que somos y no vivir de espaldas a la realidad. Nuestro sistema migratorio lo hace, y esta distorsión está provocando un sufrimiento innecesario, muertes, y también está generando lo que en economía llamamos un enorme coste de oportunidad, de beneficios no realizados, como consecuencia de este sistema inmoral e idiota.

—Con la crisis de los cayucos de 2005 se inauguró una gestión de las migraciones que primero fue criticada, pero luego se expandió durante la de los refugiados de 2015, según ha indicado usted. Entonces, la canciller de Alemania, Angela Merkel, decidió recibir a un millón trescientas mil personas, guiada por una lógica de solidaridad y otra económica: que el estado de bienestar se mantendría a largo plazo con un refuerzo demográfico. Tras el incendio en Lesbos, de nuevo fue ella la única dirigente europea que tendió la mano, acogiendo a 1.500 refugiados. Sin embargo, ningún otro país acompañó este gesto, tampoco España.

—En la aplicación práctica de la Europa fortaleza, creo que España tiene el mérito dudoso de haberse inventado el modelo. En el año 2005, enfrentada a una crisis muy complicada, como fue la crisis de los cayucos, el Gobierno de Zapatero, que sin embargo también hizo cosas estupendas en materia de emigración y cooperación, decidió poner en marcha una lógica que después no ha hecho más que crecer. En porCausa lo hemos llamado la industria del control migratorio. Un conglomerado de intereses económicos, de empresas, y también de oenegés, que se sirven de la lógica del control de fronteras para ganar mucho dinero y autojustificar su existencia. España inventa un modelo en el que no solo se endurecen las condiciones de acceso, en el que no solo se levantan vallas y se crea el sistema integrado de vigilancia exterior, sino que además se externaliza la frontera. Es decir, no solo se quiere detener a los migrantes para que no crucen la frontera, sino además se quiere evitar que lleguen hasta aquí. Eso se puede hacer por la vía mala, con campos de internamiento y detención como los que se levantaron en Mauritania en aquel tiempo, o por la buena, con programas de cooperación que distraen a la gente para que no venga. Eso fue lo que inventó Rubalcaba. Todavía recuerdo las visitas de los observadores de la Unión Europea, criticando a España por lo que hacía en Melilla o Ceuta. Diez años después, durante la llamada crisis de los refugiados, que yo creo que fue de acogida, Bruselas compró de repente ese modelo y lo extendió al conjunto de la Unión. Se cierra un acuerdo con Turquía por 3.000 millones de euros, y también con países de tránsito en Oriente Próximo y África. Además, no se firman solo con países operativos, como Marruecos, que no es una democracia, pero sí un país que funciona, sino con Estados fallidos, como Libia, como hizo Matteo Salvini, exministro del Interior de Italia. Libia es un infierno en vida, la manifestación más explícita de una realidad que se manifiesta en otros puntos de la ruta, como Níger o República Centroafricana. Una de las líneas de investigación de porCausa son los sectores de esta industria: el control de fronteras, la externalización, pero también el sector de la acogida. Hay muchas oenegés en Europa que forman parte necesaria del sistema, recibiendo recursos públicos para garantizarla. No pretendo decir que una ONG que se dedica a la acogida sea lo mismo que una empresa que expulsa barcas en la frontera marítima con Libia, pero esas organizaciones son parte necesaria del sistema. Un sistema que no se sostendría sin empresas como Eulen, que ha ganado muchísimo dinero en la gestión de centros de internamiento. La misma dinámica se replica en otros países, europeos y no europeos. Como leí hace un par de días en The Guardian, una de las empresas que gestionó los centros de internamiento durante la época Trump y Obama, uno de los presidentes más duros con las deportaciones, está asesorando ahora al Gobierno Johnson. Son multinacionales del control migratorio, que operan con una lógica muy similar a las industrias de defensa y del sector farmacéutico, invirtiendo mucho dinero en asegurarse de que las cosas continúen como están. Que invierten en una narrativa pública de la migración como un mal, para que haya una profecía autocumplida: como te he convencido de que la migración es una amenaza necesitas a gente como yo para que gestione la frontera en los próximos años. No solo hay un trasvase económico e ideológico, sino también tecnológico entre la industria de la defensa y la del control migratorio. Hace dos o tres años se celebró en España la feria del control fronterizo. Fueron algunos periodistas de porCausa. Les enseñaron lo que había, como concertinas. Es obsceno, es inmoral, pero todo es nosotros, nuestras políticas públicas. Venden a nuestras instituciones y a nuestros ministerios del Interior, que tienen una resiliencia ideológica admirable. Es posible establecer un hilo conductor entre Rubalcaba, Jorge Fernández-Díaz y Fernando Marlaska. Además, estos ministerios tienen un poder omnímodo en el Gobierno cuando se trata de política migratoria. Aunque la mayor parte de los migrantes sean económicos, aunque el sistema sea idiota desde un punto de vista económico, aunque el ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá, se presentase al Parlamento al principio de la legislatura para explicar todo lo que iba a hacer para reformar el sistema, la opinión que cuenta en último término es la de Marlaska. Los ministerios del Interior han conseguido convencernos de que la migración es una amenaza existencial. Sobre lo que comentaba de Merkel, su valor fundamental no fue recibir a un millón trescientas mil personas, con todo el mérito que eso tuvo, sino demostrar lo atrasados que se habían quedado los demás países. Fue la líder que demostró que la acogida era posible. Que Europa no se enfrentaba a una crisis existencial e inmanejable, porque un continente con cerca de 450 millones de personas podía gestionar perfectamente la llegada de 1 o 2 millones de refugiados. Europa no puede resolver todos los conflictos del mundo, pero desde luego, y por razones históricas y políticas, pudo haberse hecho cargo de la presión de refugiados en los años 2014 y 2015 de un modo que no hizo. No hubo solidaridad entre países europeos. Solo reaccionó Merkel, pero luego, por la presión de la sociedad alemana, fue la primera que puso en marcha los acuerdos de repatriación con países del norte de África o los acuerdos de externalización de fronteras con Turquía. Antes hablábamos de los extremos. El problema grave, la verdadera victoria del nacional-populismo no está en haber impuesto sus ideas. Está en haber desplazado lo que los politólogos llaman la ventana de Overton, que es el espacio donde el debate público tiene lugar en un determinado momento. Determina qué es lo que consideramos aceptable y qué no. Dependiendo del conjunto de alternativas que hay encima de la mesa, la ventana puede ser más amplia o estrecha, o puede estar más a la izquierda o la derecha, si nuestro debate es más conservador o progresista. La victoria del nacional-populismo y la extrema derecha ha sido reducir peligrosamente el tamaño de la ventana, y, además, desplazarla a la derecha, hasta el punto de que un Gobierno socialista, como el de España, acepta cuestiones que hace unos años habrían sido completamente intolerables. El rasero moral de Europa ha descendido hasta un punto que yo creo que es preocupante. Cuando se refleja en nuestras normas y nuestras instituciones, es muy difícil dar marcha atrás.

—No me gustaría concluir sin preguntarle sobre el nuevo pacto migratorio que se dispone a anunciar la Unión Europea [esta entrevista se realizó el 19 de septiembre, cuatro días antes de que la Comisión anunciara el pacto alcanzado, que refuerza los controles fronterizos y las expulsiones y fue criticado por organizaciones como Médicos sin Fronteras o Cáritas]. ¿Qué dos tendencias que van a enfrentarse y qué espera que pueda ocurrir?

—Creo que en este contexto tan dramático de la pandemia, y en el que nuestra atención está desviada, deberíamos prestar atención a lo que se va a discutir en la Unión Europea a partir de la próxima semana. Cuando la Comisión proponga su reforma del sistema de migración y asilo nos vamos a presentar ante una encrucijada frente a dos posibles caminos. No son dos bloques perfectamente consistentes, pero sí dos visiones de la Europa del futuro. Uno es el que tenemos, el que refleja Hungría, Polonia o el Reino Unido, cuando estaba dentro de la Unión. Un bloque que ve la migración como una amenaza, que concibe la política migratoria como un ejercicio de control de los flujos y no de gobierno de los flujos, y que va a seguir orillando y marginando el debate sobre la movilidad laboral, que es el que afecta a la mayor parte de los migrantes, para beneficiar el debate militar. El otro bloque, que lidera Alemania, es el que intenta recuperar esa agenda de la movilidad laboral. No son unos locos radicales, pero intentan racionalizar el debate. No se trata de fronteras abiertas ni papeles para todos, sino de prever lo que será Europa dentro de cuarenta años, aceptando que nuestra identidad es diversa e invirtiendo más en políticas de integración reales. Tenemos una posibilidad seria de perder por incomparecencia. Hay países, como España, que son cobardes. El Gobierno que tenemos, que conoce los datos y los argumentos, y que tienen una idea en otros ámbitos muy progresista, está ausente. Yo quiero ver a España en el campo de los reformistas. Si el Gobierno no hace una regularización ahora, si no pone propuestas sobre la mesa, si no acepta que somos un país envejecido y no se sitúa en ese bloque, estará en el de los reaccionarios. El liderazgo se demuestra en la capacidad de tomar decisiones complicadas en momentos complicados.

 

Gonzalo Fanjul durante la entrevista
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