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AcordeónGoogle contra China, la ciberguerra fría

Google contra China, la ciberguerra fría

 

Li Chanchung es la decimonovena persona más poderosa del mundo, según la revista Forbes . Bajo su control está lo que ve y oye una quinta parte de la población mundial: más de 1.300 millones de personas, es decir, toda la población china. Chanchung es el número cinco del Comité Permanente del Politburó, del que forman parte los nueve hombres de los que depende toda la política china. Es su responsable de propaganda. Sus tentáculos se extienden por la CCTV —la televisión nacional—, China Mobile —la red estatal de telefonía móvil—, los 85 millones de periódicos que se distribuyen cada día en el país y los 450 millones de chinos usuarios de internet.

       Esta última cifra es un gran quebradero de cabeza para un político como Chanchung, cuyo nacimiento y desarrollo político ha estado siempre pegado a la escuela tradicional del Partido Comunista: se afilió al partido y escaló puestos dentro de la organización interna de Liaoning, su provincia natal. En 1983 se convirtió en el alcalde más joven de una gran urbe, Shenyang, actualmente la octava ciudad china por población. Tres años después ascendió a gobernador de Liaoning; en los noventa fue el jefe del partido en Henan, la provincia más poblada del país; y en 1997 entró en el Politburó como protegido de Jiang Zemin, entonces presidente de China.

       Hoy, Chanchung es la encarnación de una serie de paradojas. La primera, que con 67 años es el miembro más joven del Comité Permanente del Politburó —al que ascendió en 2002—. La segunda, que pese a su juventud es quizá el miembro que mejor representa la intransigencia de la alta política china, ya que es el heredero ideológico de Zemin —cuyas ideas se remontan a la generación política de los ochenta—, y es el máximo responsable de la propaganda china, la losa más inamovible del Partido Comunista.

       Un hombre de vieja escuela como Chanchung se enfrenta a uno de los nuevos fenómenos que más desconcierta al poder chino: internet. Tras décadas en las que el control sobre televisiones, radios y periódicos ha permitido hacer invisible a la disidencia y los “temas prohibidos”, la red plantea a hombres del régimen como Chanchung un reto complicado: ponerle puertas al inmenso campo que es la red.

       Los gobiernos autoritarios tienden a afrontar el reto de dos maneras. La primera es quemar todo el campo, es decir, cortar por lo sano la conexión a internet cuando empieza a canalizar a las voces descontentas con el régimen y esperar a que todo dé marcha atrás. Es lo que hizo el Gobierno egipcio el pasado 25 de enero, y sirvió para avivar aún más las protestas y precipitar la caída de Hosni Mubarak. Pero, aunque el ex presidente egipcio y Li Chanchung compartan edad de pensionistas, el Gobierno chino es muy consciente de que controlar internet no es una cuestión de apretar un botón y apagarlo.

 

El hermético mercado chino

China juega sus cartas por la segunda vía, que es asumir que el campo existe y tratar de cavar senderos hacia unas determinadas puertas. Sus principales manos son la censura y el control de usuarios. Y un as en la manga: China, una civilización que ha estado miles de años desarrollándose al margen del resto del mundo, funciona a su manera. Algo que las empresas chinas siempre han sabido explotar. Su industria cultural, por ejemplo, se basta por sí sola para crear estrellas del pop y grandes producciones cinematográficas propias. El Gobierno chino la ayuda censurando a los competidores externos: los conciertos de artistas extranjeros son muy poco habituales —Bob Dylan tocó por primera vez en China en abril de este año—, y sólo entran veinte películas extranjeras al año —siempre blockbusters de entretenimiento sin “ideas peligrosas” —.

       Esta combinación de censura de la cultura extranjera y fortaleza de la cultura propia permite a las empresas chinas practicar un negocio jugoso: copiar un producto que funciona en el exterior, adaptarlo al público chino y convertirlo en un éxito propio. Por supuesto, las empresas online han seguido el mismo camino: QQ es el Messenger chino, Taobao el equivalente a eBay, Weibo el clon de Twitter y Qzone una especie de mezcla entre Facebook y MySpace. Además, la relación entre empresarios y gerifaltes es simbiótica: webs potencialmente peligrosas como Weibo o Qzone pasan sumisas por el aro de la censura, y los gobernantes les ayudan eliminando o domesticando a sus competidoras. El acceso a Twitter y Facebook está cerrado en China, y páginas de origen americano como MSN y Yahoo se someten a una serie de severas condiciones, que incluyen censura y cesión de datos personales. De este modo, ninguna www extranjera ha triunfado en el país.

       El sistema chino tiene un objetivo claro en su relación con los medios de comunicación: impedir la mínima perturbación en sus valores culturales. Cualquier debilidad en la estructura política y la regulación de los contenidos informativos los mostraría vulnerables ante el resto de países. Para que esto no sucediera, China activó mecanismos de censura, acentuados especialmente a partir de 1995, cuando empezó a funcionar internet.

       A pesar de todo, la censura no consigue controlar toda la información que fluye por las páginas web. Pero sí reduce su visibilidad en un país en el que el 62% de la población tiene acceso a la red. Los sitios de movimiento masivo de internautas están asegurados, y dejan a la información disidente en un plano marginal. Aquí es especialmente importante el caso de Baidu, el gran portal de búsquedas chino. Se trata de un calco de Google que canaliza más de la mitad —un 56,6%— de las búsquedas que hacen los chinos en la red y que, siguiendo mansamente las directrices, oculta las búsquedas prohibidas, como “Tiananmen 1989”, “secta Falun Gong” o “Dalai Lama”. A cambio de esto, Baidu ha tenido seis años para seguir la estela de Google y copiar sus iniciativas —búsqueda de imágenes, agregador de noticias— sin tenerlo como competidor directo. Baidu surgió en 2000, y Google no empezó a operar en China hasta 2006.

 

 

       En China no hay un solo medio de comunicación independiente del Gobierno. Existe una agencia oficial de noticias, Xinhua —la más grande del mundo, con 8.400 trabajadores y presente en 105 países–, que es un instrumento del Gobierno de Pekín. Marca la línea a seguir de todos los medios convencionales, escritos o audiovisuales del país. Xinhua depende administrativamente del Estado y está dirigida por el Gobierno. La condicionan las antiguas pautas del Buró Central de la Propaganda (hoy Ministerio de Industria de la Información). Su director tiene rango ministerial y cada una de sus secciones cuenta con una estructura paralela a la del Partido Comunista. Ningún medio puede entrevistar a un miembro del Politburó sin que cuente con la aprobación de Xinhua.

       Su monopolio informativo se extiende incluso a las exclusivas sobre cualquier evento en el que participe una autoridad. La exclusividad y el control son sus dos pilares básicos, y son sólo un ejemplo más del férreo proteccionismo en los medios de comunicación que ejerce China. Internet está entre esos medios, y de ahí las peleas constantes entre el gigante de Silicon Valley y el titán asiático, que sólo permite traspasar sus fronteras si se aceptan determinadas cláusulas no escritas.

       Unas cláusulas que Google acató más tarde que compañías americanas como Yahoo o MSN, y por eso tardó más en instaurarse en China. El 27 de enero de 2006, el consejero de la compañía Andrew McLaughlin anunció en un comunicado oficial que Google.cn abría sus puertas, y que lo hacía censurando contenidos. La compañía ya era una gran multinacional que trataba de tomar postura como activista a favor de la libertad de expresión y los derechos humanos —el lema oficial y continuamente repetido era Don’t be evil—. Por eso, que decidiera acatar las exigencias de un gobierno autoritario fue un golpe difícil de encajar para sus defensores. Sergey Brin, uno de los padres de Google, siempre evitó hablar del tema. Le incomodaba.

       Este hecho supuso otra victoria moral para China: incluso Google se arrodillaba ante la implacable maquinaria de la censura, una actividad oficial que el Gobierno nunca ha tratado de ocultar ni de suavizar. Las empresas extranjeras la contemplan como un pequeño inconveniente que hay que sufrir para acceder a un mercado tan jugoso. Y los internautas chinos saben de sobra que existe. Precisamente, éste es uno de sus mayores aciertos: no se trata sólo de esconder la información prohibida, sino de dejar claro a los usuarios que están siempre vigilados. Lo que consigue un eficaz efecto disuasorio.

       Estos sistemas de control no resultan nuevos para los chinos. La regulación sobre internet en este país es una de las más prolijas del mundo. Para que un usuario pueda navegar libremente por la red debe registrarse como tal en el Ministerio de Seguridad Pública y cumplir con los requisitos que impone el Ministerio de Industria de la Información. China tiene muy claro que internet es un medio de comunicación más y sus informaciones y búsquedas deben pasar los mismos filtros que los medios tradicionales.

       La propaganda china no se limita a destruir, sino que también construye. La insistencia de los mensajes oficiales consigue otro efecto curioso sobre los chinos expuestos a la información: que asuman como verdades incuestionables hechos que realmente no lo son. Zigor Aldama, corresponsal español en Shanghái, apunta un ejemplo: “Tantas veces han oído los chinos que Taiwán es parte de una China indivisible que algunos se sorprenden al ver que los taiwaneses tienen un pasaporte diferente al de la República Popular. La propaganda machacona hace que la mayoría dé por hecho que los pilares sobre los que se sostiene el nacionalismo chino son robustos”. Así, se da la paradoja de que los chinos ven con recelo la propaganda que censura, pero asimilan los mensajes de la propaganda que crea información.

       “Los medios de comunicación desempeñan en China una función vital para el régimen. Operan como una herramienta que controla la presión exterior y evitan la tensión interior para garantizar la identidad china”, apuntan Sergio Príncipe, Elena Real y Pinar Agudíez —tres profesores de la Universidad Complutense de Madrid que han publicado el ensayo La estructura mediática china en el contexto de la globalización—.

       Además de la censura, el poder chino juega en internet otra gran carta: el control de los usuarios. Las grandes empresas online chinas están obligadas a ceder al Gobierno información personal de determinados internautas “subversivos” —el delito de subversión, creado a la medida de la propaganda del Partido Comunista, es el que ha permitido encarcelar a grandes voces disidentes como el Nobel Liu Xiaobo—. Las empresas extranjeras que operan en China tienen que someterse a esto. Según el analista de medios estadounidense Jeff Jarvis, tanto Yahoo como MSN lo hicieron cuando entraron en el país.

 

 

       Por esta misma razón, Google no entró en China con todos sus servicios en 2006: lo hizo sin Gmail ni Blogger, porque afirmó que no podía garantizar la privacidad de sus usuarios en el país asiático. Accedió a contribuir a la censura con el buscador, pero no al control de cuentas privadas de usuarios porque, al parecer, el gobierno chino juega con un tercer as que esconde bajo la mesa para obtener información privada: el ciberespionaje.

       Ese es el panorama que dibujaron los diplomáticos estadounidenses, cuyos informes al respecto filtró WikiLeaks hace unos meses. Hablaron de la ofensiva Byzantine Heads, lanzada en 2008, que intentó robar información confidencial de varios gobiernos internacionales. Estados Unidos, en concreto, sufrió ataques que intentaron infiltrarse en ordenadores de su Departamento de Defensa. Según las investigaciones que recogieron los diplomáticos en sus informes, la cabeza de Byzantine Heads fue el jefe de un grupo hacker chino.

       Existen, además, otros dos casos similares: una oleada de ataques contra independentistas tibetanos en 2008, y una infiltración en el sistema informático de la oficina del Dalai Lama en 2009. Hasta donde se pudo rastrear, ambos provenían de la misma dirección de Byzantine Heads. El espionaje estadounidense fue más allá en sus pesquisas y recopiló otras posibles pruebas. Los cables filtrados aportan dos ejemplos: que había conexiones entre las direcciones de origen de los ataques y una unidad de investigación del ejército chino; y que una empresa china cuyo nombre protegen los documentos, que emplea a hackers y entrena a militares, se financia con dinero público, aún cuando en sus estatutos se defina como empresa privada.

       En cualquier caso, es importante tener en cuenta que ninguna prueba ha sido suficiente para poder señalar directamente al Gobierno chino. Según apunta una fuente del Centro Nacional de Inteligencia español (CNI), los ciberataques son un problema al que los servicios de espionaje de muchos países suelen enfrentarse. En muchos de ellos se puede deducir quién está detrás de la orden, pero es muy difícil de demostrar porque, al seguir un rastro digital, se llega a un punto en el que las huellas están borradas.

       Es posible que Google también conociera este panorama al entrar en China en 2006, y que el temor a sufrir un ciberataque le empujara a no abrir Gmail ni Blogger. Pero es algo que Google, una compañía que mantiene un férreo control sobre su discurso oficial, no confirmará ni desmentirá nunca.

       En cualquier caso, y pese a sus limitaciones, Google.cn creció mucho en poco tiempo. Su relación con el Gobierno fue de amor y odio: ambos se necesitaban. Tanto para Google como para el resto de multinacionales, el mercado chino era demasiado apetitoso como para no intentar llevarse un trozo del pastel. Y para China, Google era una consecuencia inevitable del aperturismo necesario para que su economía siguiese creciendo. Según apunta el bloguero Enrique Dans, “China quiere abrirse lentamente. Sabe que la dirección es converger y que en ese camino está Google, pero quiere hacerlo a su manera”.

       Se trata de un difícil equilibrio entre economía capitalista y control autoritario sobre el que el Gobierno chino suele caminar con comodidad. China ofrece al mundo una mano de obra barata, eficiente y mansa. El sueño de cualquier empresa que busca abaratar sus costes. Los economistas influyentes suelen vender el mercado chino a las multinacionales como una oportunidad demasiado buena como para no aprovecharla. Y el Gobierno chino es consciente de eso, lo que le da una posición muy ventajosa para imponer sus exigencias. Es una forma muy estudiada de tensar una cuerda: suficiente para domesticar a las empresas que entran al país, contenida para no espantarlas. “Las reglas de juego en China son muy difíciles y solo se puede trabajar allí cuando ya las conoces. Si te enfrentas a ellos, ya no te volverán a abrir las puertas nunca más”, dice Pedro Conesa, director de Interchina Consulting. Su experiencia en el país le hace aconsejar a sus clientes que no tengan prisa para llevar sus empresas a China: “Tienen una forma muy peculiar de negociar. Hay que tener mucha paciencia para que te vean como un socio a largo plazo. Quieren saber que estás en el mismo barco que ellos”.

 

Propaganda, censura e intereses

La información en China, además de un elemento más al servicio de la estrategia política del partido único, es un bien sujeto a la economía de “mercado socialista”, donde las empresas privadas de telecomunicaciones e información tienen un fuerte peso. Todas las páginas web que difunden noticias —como Google— están obligadas a contar con un permiso estatal y tener el patrocinio de alguna radio o televisión oficial china.

       El Partido Comunista, dentro de una de sus múltiples contradicciones, se fijó el objetivo de liberalizar el mercado periodístico para pasar “de una prensa de partido a una prensa de mercado”, como afirma el profesor Sergio Príncipe. En China todo se mueve por intereses: “El enfoque empresarial es muy pragmático, dice Pedro Conesa: “Ellos adoptan medidas en función de lo que les hace falta. Por eso ahora favorecen las nuevas tecnologías y, paradójicamente, las industrias limpias. Cuando sean más fuertes en estos sectores no restringirán el acceso de capital extranjero, pero no lo favorecerán tanto”.

       Durante los últimos veinte años, China ha ido privatizando sus medios de comunicación para que puedan financiarse al margen del Gobierno. No obstante, en dichos procesos el Partido aseguraba su influencia convirtiéndose en accionista a través de la participación de Xinhua en empresas privadas. Además, los trabajadores tienen la obligación de subscribirse al periódico de referencia: Renmin Riabao (Diario del Pueblo).

 

 

La gran batalla

Llegó un momento en el que Google, cuando se asentó lo suficiente en el país, empezó a desafiar a este sistema. El 12 de enero de 2010, la compañía anunció oficialmente que dejaba de censurar los contenidos en su portal chino. El motivo, según apuntó su comunicado, fue un potente ciberataque de origen chino que Google sufrió en diciembre de 2009.

       El anuncio marcó la etapa más crítica en las relaciones entre Google y China, tras una tensión que llevaba meses respirándose. Google empezó a tensar la soga a principios de 2009, cuando decidió incluir en su portal chino un enlace al portal hongkonés (Google.hk) libre de censura, de modo que cualquier usuario podía acceder con facilidad a él. El desplante, según Scott Rubin —director de comunicación de Google para Asia y Oriente Próximo—, obedecía a su vez a un tirón del Gobierno chino, ya que la censura y el control del Gobierno experimentaron cierta apertura antes de los Juegos Olímpicos. Pero después, según Rubin, se volvió mucho más estricta.

       Los cables de los diplomáticos estadounidenses que filtró WikiLeaks aportan una nueva perspectiva sobre lo que pasó entre bastidores. Un familiar de un miembro del Politburó contó a los embajadores que los máximos dirigentes del ciberataque que Google sufrió en diciembre de 2009 fueron dos miembros del Comité Permanente: Zhou Yongkang, número nueve y responsable de seguridad, y Li Chanchung.

       De hecho, otra fuente de los diplomáticos —un directivo de Google— apunta a Chanchung como la raíz de los problemas. Cuando Google.cn incluyó un enlace al portal hongkonés libre de censura, Chanchung probó a entrar y autogooglearse. Lo que encontró fue información crítica hacia su figura, así que exigió a Google que borrase el enlace al portal libre. La empresa se negó, y el Gobierno la presionó ordenando a las tres compañías telefónicas estatales que no colaborasen con Google.

       Los diplomáticos avisaron al Gobierno estadounidense de que la tensión era demasiado fuerte, y aconsejaron una intervención de alto nivel político. Las relaciones entre Estados Unidos y China eran ya difíciles. China estaba molesta porque los estadounidenses acababan de vender armas a Taiwán, y Washington luchaba para que China dejase de forzar el tipo de cambio del yen a la baja —una práctica que China sigue manteniendo y que hace posible el imparable crecimiento de su Producto Interior Bruto—. Pero a la vez, los dos países se necesitaban. El crecimiento de China y su baja tasa de paro se alimentaba de la presencia de empresas estadounidenses en el sector industrial. Estados Unidos, por su parte, podía seguir gastando mucho dinero gracias a las fuertes inversiones chinas en su deuda pública.

       En este escenario, el secretario de Comercio estadounidense, Gary Locke, aterrizó en Pekín en julio de 2009 para pedir al Gobierno chino que dejase de acosar a Google. Locke se reunió con Li Yizhong, el ministro chino de Industria y Tecnología de la Información. El encuentro no acabó bien. Locke planteó el problema, pero Yizhong se negó a responder nada al respecto.

       Seis meses después, en diciembre de 2009, Google sufrió el ciberataque. La compañía admitió en su comunicado que se trató de una operación “altamente sofisticada” y que consiguió vulnerar su “propiedad intelectual”. Pero se guardó los detalles. En abril de 2010, el New York Times filtró los pormenores de la investigación: según su fuente, los atacantes encontraron una grieta en la seguridad del sistema de contraseñas de Gmail.

       El ataque empezó en el Messenger de un empleado de Google China, que recibió un mensaje instantáneo con un enlace y lo pulsó. El enlace condujo al empleado a una página infectada con software espía, que permitió a los hackers acceder a toda la información de su ordenador personal. Esta información, a su vez, les dio acceso a los ordenadores del equipo de desarrolladores de software en el cuartel general de Google, en Mountain View (California). Los intrusos consiguieron robar una copia de Gaia, el programa que gestiona el sistema de contraseñas de Gmail.

       Horas después del ataque, Google cambió la encriptación de las contraseñas de sus usuarios de Gmail, pero los hackers ya habían detectado los fallos de Gaia y pudieron acceder a varios correos electrónicos de disidentes chinos.

       La ofensiva no se limitó a Google. Varios meses después se supo que empresas estratégicas para Estados Unidos en sectores como tecnología, química o defensa también sufrieron ciberataques dirigidos a acceder a sus códigos fuente y robar información reservada. Entre las afectadas estuvieron Intel, Northrop Grumman, Motorola, Down Chemicals y Adobe. Los expertos que investigaron la ofensiva —a la que llamaron Operación Aurora— concluyeron que todos los ataques tenían el mismo origen.

       El familiar de un miembro del Politburó que informó a los diplomáticos estadounidenses añadió otro detalle a su versión. La Operación Aurora, además de estar supervisada por Li Chanchung y Zhou Yongkang, fue aprobada por el presidente, Hu Jintao, y por el primer ministro, Wen Jiabao.

       El comunicado que Google lanzó en enero de 2010 —unas dos semanas después del ciberataque— fue un desafío al Gobierno chino: declaró abiertamente que la empresa no iba a volver a colaborar con la censura. Como Estados Unidos ya había convertido la guerra fría entre Google y China en un asunto de política exterior, la tensión en las relaciones bilaterales entre los dos países se puso al rojo vivo. En febrero, la Agencia Nacional de Seguridad —un órgano de inteligencia del Departamento de Defensa estadounidense— se encargó de investigar el origen de la Operación Aurora a petición de Google, según Wikileaks .

 

 

       Tras el anuncio de Google, la cúpula del Partido Comunista Chino se reunió en febrero para discutir sobre la libertad en internet. Se llegó a la conclusión de que este tema había añadido un nuevo frente a la batalla ideológica entre Pekín y Washington, hasta entonces centrada en los derechos humanos. Hay que tener en cuenta que los sectores más intransigentes del Partido ven toda intromisión de Estados Unidos en su política interior como un intento de “invasión cultural”.

       De todos modos, los altos cargos chinos habían aprendido una lección en 2008: les convenía llevarse bien con Estados Unidos. En los meses previos a los Juegos Olímpicos, las amenazas de boicoteo preocupaban al Gobierno. Sin embargo, cuando unas semanas antes de que comenzaran las competiciones se anunció que George W. Bush acudiría a la ceremonia de inauguración, los servicios secretos chinos dejaron de preocuparse. Y, en efecto, no hubo boicoteo.

       Según la fuente diplomática estadounidense cercana al Politburó, Hu Jintao ordenó en las reuniones de enero del Partido no tensar demasiado la cuerda. El presidente no quería que afectase permanentemente a las relaciones entre China y Estados Unidos, consciente de lo que aprendió durante los Juegos Olímpicos: una buena relación con Washington implicaba una buena relación con el resto del mundo.

       La tensión llegó a su punto culminante el 22 de marzo de 2010, cuando Google difundió un tercer comunicado anunciando que, desde ese momento, su portal chino redirigiría automáticamente a todos sus usuarios al portal hongkonés libre de censura. La compañía lo justificó alegando continuos cortes de servidor y fallos provocados en su portal chino, que mermaban la calidad de su servicio. Además, Hongk Kong, al ser una región con una autonomía muy amplia, les permitía seguir operando sin sufrir las presiones del ejecutivo chino.

       El Gobierno respondió cortando todos los accesos a Google. En ese momento, las tiranteces llegaron demasiado lejos. China comenzó a recular hasta que en junio se firmó la paz: renovó la licencia de Google.cn, y Google dejó de redirigir automáticamente a sus usuarios chinos al portal de Hong Kong. Sin embargo, sí mantiene la redirección automática cada vez que se hace una búsqueda, que en la práctica es lo mismo.

       El pasado 20 de febrero, Boxun.com —una web de disidencia china controlada desde Estados Unidos— convocó manifestaciones en trece ciudades del país, las principales en Pekín y Shanghái. Repitió las convocatorias el 27 de febrero y el 6 de marzo. Fueron planteadas como “marchas pacíficas” para protestar contra el autoritarismo y la corrupción del régimen. Se trataba de un efecto contagio de la “revolución del jazmín”, que no solo se extendió por el mundo árabe. El Gobierno chino no tardó en desplegar sus medidas disuasorias y, por ejemplo, aparecieron repentinamente unas obras en la calle de Pekín donde la manifestación estaba convocada.

       Zigor Aldama asegura que decenas de periodistas que cubrieron la manifestación en la ciudad fueron detenidos, interrogados y amenazados con la expulsión del país por quebrantar una ley china que impide hacer entrevistas o grabar imágenes en ciertos puntos clave de las ciudades. Pablo Díez, corresponsal del diario español ABC en Pekín, contó en su blog que la policía prohibió a los periodistas cubrir la manifestación convocada para el 6 de marzo en la capital china.

       Algunos usuarios chinos de Gmail denunciaron además nuevas violaciones de la privacidad en sus cuentas después de que la primera manifestación fuese convocada, aunque Scott Rubin niega, en nombre de Google, que se hayan detectado estos ataques.

       La “revolución del jazmín” china pasó inadvertida en los medios internacionales. Al férreo control de las autoridades se unió, apunta Zigor Aldama, un macabro golpe de suerte: el terremoto en Japón del pasado 11 de marzo concentró casi toda la atención de los corresponsales asiáticos en el país nipón.

       Fue, hasta la semana pasada, el repunte más importante en 2011 de una censura y una represión que sufre altibajos continuos en China. El nuevo ciberataque contra Gmail, denunciado por Google el pasado 1 de junio, reactiva levemente una tensión que no desaparecerá con facilidad. Pero la situación no es igual a la de diciembre de 2009. En esta ocasión se ha tratado de un ataque poco sofisticado basado en el clásico phishing, una actividad en la que el hacker envía un correo electrónico haciéndose pasar por una persona o empresa de confianza para intentar adquirir información privada del destinatario. En este caso, una vez que los atacantes consiguieron las contraseñas de algunas cuentas de Gmail, las robaron y se hicieron pasar por el dueño original, enviando correos electrónicos a sus contactos para obtener de ellos información confidencial. Así, algunas de sus víctimas han sido representantes del Gobierno de Estados Unidos, activistas políticos chinos, cargos oficiales de varios países asiáticos, personal militar y periodistas.

       Es decir, se ha tratado de un robo rudimentario de información privada que, a diferencia del ataque de 2009, no ha afectado al sistema interno de Google ni ha vulnerado su propiedad intelectual. Una actividad habitual a la que Google, al lanzar un comunicado oficial, ha dado una importancia especial, probablemente debido al hartazgo de la compañía sobre estos temas.

 

El futuro del dragón milenario

Parece claro que el país camina hacia el aperturismo que exige una economía capitalista, pero, como apunta Enrique Dans, el Gobierno quiere hacerlo manteniendo siempre el control. Juan Luis López Aranguren, experto de la Universidad de Navarra en diplomacia pública china, añade que el rápido crecimiento que ha experimentado China está produciendo un efecto que los altos cargos no preveían: “Modernizarse tan rápido produce una fragmentación del poder tremenda con la que no contaban”. Una fragmentación que choca de frente con los planteamientos centralistas del Politburó.

 

 

       López Aranguren añade un factor clave: China es un país que crece a dos velocidades. Existe una ruptura generacional entre el Politburó y los altos cargos del Partido, de tendencia claramente autoritaria, y los cargos medios más jóvenes. “Conforme se vayan jubilando los viejos dinosaurios, se va a producir no sólo un aperturismo comercial mucho más amplio, sino una democratización rápida de China”, comenta.

       Pero no es tan fácil que se extingan dinosaurios como Li Chanchung para dejar paso a la generación Google. Zigor Aldama añade a este respecto que China “no será una democracia al estilo occidental jamás”. A largo plazo, no obstante, cree que habrá una “apertura gradual con regresiones al autoritarismo más cerrado como la que estamos viviendo ahora”, asegura el periodista.

       No solo es China la que se adapta al mundo. El mundo también se adapta a China. Los Juegos Olímpicos definieron muy bien esta dicotomía. Pablo Díez la resume así: “Se suponía que los Juegos iban a cambiar a China y, al final, China acabó cambiando al mundo. Y eso es lo que espera para el futuro. Los Juegos empezaron con una tanqueta de la policía a las puertas del centro de prensa, y acabaron con un enjambre de vendedores ofreciéndoles Rolex falsos a los periodistas. Me parece la mejor metáfora de lo que en Occidente pensamos que es China y lo que, finalmente, los chinos son”.

 

 

* Miguel Muñoz y Adrián Delgado son periodistas. Miguel Muñoz ha publicado en FronteraD, entre otros artículos, Fukushima,  a la luz de “Hiroshima”  y, con Carmen Lucas-Torres, Marinaleda es de todos Adrián Delgado ha publicado en Fronterad Teatro entre rejas

 


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