No profeso ninguna religión. Me molesta ese desequilibrio de expectativas entre la vida y el más allá, esa percepción del ahora como mero trámite, como si vivir consistiera únicamente en preparar oposiciones para conseguir una notaría celestial. Soy descreído por naturaleza y huyo despavorido en cuanto quieren venderme algo, ya sea ideología, política o religión. Sin embargo, cuando toco música gospel, un escalofrío extraño, como una tiritera de la conciencia, me hace sospechar que en el fondo yo también podría ser capaz de cualquier desatino místico.
El gospel –el de verdad, el afro-americano, no esos sucedáneos blancos y fofos que han dado lugar al empalagoso rock cristiano–, es la música de la acción, de la alegría y la dignidad, del gozo compartido. Surgida a partir del s. XVIII del entusiasmo evangelizador metodista, que convocaba a trabajadores y esclavos a salvarse a través del libre albedrío y una fe alborozada y festiva, la música gospel es espontánea, positiva, jubilosa, carnal, es la victoria del cuerpo sobre el espacio a través del sonido y el movimiento.
El pasado miércoles se celebró en la E.T.S. de Arquitectura de Madrid un homenaje a Javier Seguí, quién desde su famosa Cátedra de Análisis de Formas lleva 35 años –y lo que le queda– poniendo patas arriba muchas cosas, entre ellas la pedagogía del dibujo. Arquitecto y psicólogo, dibujante excepcional, escritor, intelectual heterodoxo, personaje complejo, seductor brillante y provocador, Seguí y sus experimentos cambiaron el curso de la enseñanza de la arquitectura en Madrid, y su eco se extendió enseguida a otras universidades de España y del mundo. Tuve ocasión de disfrutarlo como profesor en mi primer año de carrera. Yo era un tipo de 17 años, recién llegado de provincias, pelín rarito, que intentaba congeniar sus pasiones –el arte y la música– con la recomendación familiar de estudiar una carrera que fuera seria y prestigiosa, como Arquitectura. Reconozco que los métodos de Seguí no eran entonces aptos para espíritus pusilánimes y autoestimas lacias, pero en mi caso siempre le estaré agradecido por haberme abierto la mente y las manos a un mundo apasionante que estaba dentro de mí y no conocía. Un mundo que ha marcado mi vida y mi trabajo. No pretendo entrar ahora en el fascinante corpus teórico, pedagógico y vital de este hombre, pero les prometo que intentaré traerlo de alguna forma a estas páginas. Sólo decirles que una de las claves era la acción, entender que lo importante no es el dibujo sino dibujar, el dibujo es sólo el residuo inerte de un acto gozoso, una danza espontánea y enfebrecida sobre el papel, que permite entrar en lo que se dibuja, habitarlo, ser dibujo.
En el homenaje a Seguí hubo gospel. Fue una sorpresa. Lo cantaron y bailaron sus jóvenes alumnos, espontáneos y generosos, esos futuros arquitectos para los que Seguí y su fiel Atxu reclaman el derecho a no parar de experimentar con la fantasía antes de que les llegue el momento brutal de tener que aplacar su talento para poder ganarse la vida. Mientras tanto, hacer y disfrutar haciendo. Lo cantaban bien claro en la fiesta de FronteraD las espléndidas Velma Powell y María y Deborah Ayo: Move on up a little higher. Cada vez un poco más. Sin parar.