Eso que ha dicho Grande-Marlaska de que cuando pasea por la Gran Vía de Madrid se cambia la cartera del bolsillo trasero al delantero lo hacíamos cuando éramos pequeños y nos íbamos de excursión solos con el colegio. O cuando empezábamos a salir por ahí. Yo reconozco que me la cambié para siempre porque me empezó a molestar demasiado al sentarme, cosas de la edad. Pero esto es lo que nos decían nuestros padres antaño, que guardásemos la cartera en sitio seguro, dónde la pudiéramos tocar.
Recuerdo que cuando estuve en Florencia de viaje de fin de curso, los profesores, muy alarmados, nos repitieron cientos de veces este tema porque los niños rateros florentinos eran la élite del raterismo, según ellos, y había que estar muy prevenido. Tanto nos previnieron que, atravesando el Ponte Vecchio, cuando vimos aparecer a esos niños, salimos todos corriendo.
Yo le contaría a Grande-Marlaska, y le voy a contar, ya que él nos cuenta sus cosas, que, por ejemplo, cuando yo tenía dieciséis años, mi novia y yo nos fuimos al parque de Roma a mirar pasar los coches de la M-30 y llegó un tipo con un aspecto espantoso (tan ocupados estábamos en ver pasar los coches que no lo vimos acercarse) que nos desvalijó a punta de navaja. Casi todos podríamos contarle a Grande-Marlaska historias tristes de este estilo porque casi ninguno somos ministros del Interior.
Eso de cambiarse la cartera de un bolsillo a otro (hablando de Madrid cuando le preguntan por la inseguridad creciente de Barcelona) es un movimiento que también parece triste a simple vista. Es como, en vez de barrer, extenderlo para que no se note. Es un encargado de la limpieza que esparce la suciedad delante de todos convencido de que eso nos satisface e incluso nos reconforta.
Sin embargo, veo fantásticas posibilidades de desarrollo en tan inconvenientes y toscas palabras. Podría publicarse un vídeo, uno nuevo cada cierto tiempo, como aquellos de aerobic de las famosas, titulado: “Seguridad fácil con Grande-Marlaska”, con el protagonista dándonos sus consejos como si llevara calentadores en los tobillos, donde nos dijera dónde llevar la cartera para que en realidad todos la llevásemos en otro sitio completamente diferente y original.
Así mejor. Sería una estupenda maniobra de distracción que dificultaría en gran medida la labor de los carteristas, desconcertados con ese trajín de carteras. De este modo, el carterista o ratero pasaría a ser el propietario de la cartera y no el que aspira a sustraerla. Sería incluso un cambio semántico, algo casi glorioso. El carterista antiguo quedaría sin sentido en este mundo y se extinguiría gracias al ingenio del ministro del Interior, que en mis sueños aparece con su cartera oculta en algún lugar ignoto de su traje de superhéroe, sobrevolando el Ponte Vecchio.