A propósito del descenso del River Plate a la segunda división de la liga argentina, un recuerdo de los días, hacia comienzos de los años ’40, cuando el conjunto bonairense se consagraba como uno de los más grandes equipos de la historia del deporte. Porque mientras en Europa el fútbol se veía paralizado por culpa de una epidemia maniática que sumió a Occidente en un baño de sangre, el River Plate mantenía una racha que llegó a extenderse a 24 partidos consecutivos sin conocer la derrota, por lo que un tal Borocotó, corresponsal de la revista El Gráfico, comparó al equipo con una máquina.
Ese River, de la mano de su director técnico, Renato Cesarini, y de una delantera que incluía a Juan Carlos Muñoz, al “Charro” Moreno, al cerebro, Adolfo Pedernera, al mítico Ángel Labruna y, a partir de 1942, a Félix Loustau, consiguió títulos consecutivos de la liga argentina en 1941 y 1942 y se consagró en el ’42 como el mejor ataque y la mejor defensa del campeonato. Porque era este un equipo que sabía tocar la pelota en todas las áreas del campo, que se entretenía con el balón, que disfrutaba haciendo paredes, desbordando, para llegar al área y luego devolverse.
Así consiguieron el apodo de “los caballeros de la angustia”, porque metían los goles al final, y, a pesar de los cánticos de la afición («sale el sol, sale la luna; centro de Muñoz, gol de Labruna») el equipo solía ganar apenas por 1-0, por 2-0 a rivales que habían maniatado por 90 minutos. Lo criticaba ya el propio Borocotó en el artículo que oficializó el apodo de «Máquina» de aquel River, al que acusaba de «gambetear demasiado cuando el triunfo ya estaba asegurado», pues «tal conducta insta a los burlados a buscar en el golpe la venganza». Esto era en 1942, cuando los golpes lo eran de veras. Queda sólo imaginarse a lo que se refería Borocotó.
En un comienzo, contaba ese River con jugadores como Carlos Peucelle, ícono de esa Argentina que perdiera la final del Mundial de 1930 contra Uruguay, quien dejaría al equipo en 1941, sólo para retormarlo como técnico cuatro años más tarde. Para entonces ya se había incorporado a las filas del equipo Pipo Rossi, otro referente del fútbol austral, aunque esta vez en la posición de medio centro. También Alfredo Di Stéfano había conseguido debutar con el equipo grande, aunque sólo participara en un encuentro en la temporada de 1945, en la que el River Plate, una vez más, se coronó compeón.
En el ’46 Di Stéfano jugó en préstamo con el Huracán, equipo al que habría sido traspasado ese mismo año, de no haber sido por la gran crisis del fútbol argentino, que, se temía, podría acabar con la siguiente temporada. No fue así: las cosas tardaron otro año en estallar, y Di Stéfano, junto con Rossi y Loustau, Labruna, Moreno y compañía lograron revivir los días de apogeo de aquella angustiosa Máquina, llevándose el torneo con creces.
Luego llegaría la rebeldía de los futbolistas en contra de los contratos, prácticamente vitalicios, que se estilaban en Argentina. Luego vendría el apogeo del fútbol Colombiano, la inversión de la alta burguesía en el deporte y el éxodo de muchos jugadores, entre ellos Pedernera y Di Stéfano, Rossi, Julio Cozzi (arquerazo) y demás, al Millonarios de Bogotá. Pero esa es otra anécdota…
Lamentablemente, ninguno de estos grandes equipos de la época pudieron lograr reconocimiento internacional, porque aún (y hasta 1960) los campeonatos sudamericanos de clubes no tenían rango oficial. De lo contario, seguramente habrían ganado cualquier cantidad de torneos. Pero así es la historia, como así, también, es el fútbol, al que ambos equipos jugaban de manera sublime.
En tanto, al River de 2012 sólo le queda una cosa: pensar en conseguir la promoción lo más pronto posible y, así, comenzar de nuevo a construir una historia que ya, de por sí, es mítica.