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Grandes Virtudes

Hay un ensayo de Natalia Ginzburg que se titula Le
piccole virtù
. Trata sobre la educación de los niños. No es un ensayo
psicopedagógico, es decir, no es una basura vanilocuente. Es simplemente un
pequeño tratado sobre las virtudes que un padre debe inculcar a sus hijos. Y
éstas no son las “pequeñas virtudes” a las que alude el título, sino las
grandes, las que nos hacen —es la tesis de la Ginzburg— amar la vida. Las
pequeñas virtudes son las pequeñoburguesas; la moderación “saludable”, la laboriosidad,
el ahorro de tiempo, dinero y energía, la contención de las pasiones, la amable
benevolencia, la cortesía, el estudio productivo que garantiza un futuro
profesional. Ginzburg no defiende sus contrapuestos: a los hijos no hay que
educarlos en la zafiedad, la burricie o la ignorancia. Ni inculcarles tampoco
la indiferencia hacia el prójimo o alguna forma de dogmatismo. Ginzburg creía,
muy al aristotélico modo, que entre la prudencia y la temeridad existe la
audacia; o que entre la mezquindad y la prodigalidad se alza la magnanimidad; o
que al niño no hay que inculcarle ni el aprecio ni el desprecio por el dinero,
sino la indiferencia ante él. Ginzburg escribió su ensayo mucho antes de que
entráramos en de lleno en esta época idiota, en esta “modernidad líquida” como
la ha llamado Zygmunt Bauman, Aún cabía hablar de “virtudes” sin que el lector
consultara el sentido preciso del término en Google. Las “pequeñas virtudes”
burguesas eran, en realidad, los vicios que corrompen la pulsión por la vida, los
hábitos que nos matan lentamente mucho antes de que las autoridades certifiquen
nuestra defunción. Ginzburg vivió la Segunda Guerra mundial y huyó de las
deportaciones hacia los campos de exterminio. Sus lectores podían entender qué
significaba cultivar el amor a la vida y huir de todo lo que nos priva del
placer del instante, el carpe diem siempre precedido por el memento
mori
.

Naturalmente, han acabado triunfando las “pequeñas
virtudes”, sólo que transmutadas, travestidas de porcanda progresista o políticamente
correcta. Se educa en el miedo a la libertad, es decir, en el miedo a la vida.
Se educa para la obediencia ciega disfrazada de buenos sentimientos, se educa
en la aceptación acrítica de los valores sociales disfrazada de tolerancia. Las
grandes virtudes están proscritas o son sospechosas. Quien osa apartarse de la
norma se convierte fácilmente en delincuente o en marginal.

La Ginzburg aún podía
educar a sus hijos como le viniera en gana, en libertad, exponiéndolos al
error, al sufrimiento o al fracaso y, por lo mismo, exponiéndolos también al
éxito, al gozo, y a la plenitud que produce descubrir un buen día que la vida
que uno vive es la vida que uno ha querido vivir. Hoy la Ginzburg tendría que
luchar contra un ejército de imbéciles que, imbuidos de pseudociencia social,
le enmedarían la plana. Contra los pequeñoburgueses, Ginzburg contaba con el
arma de la palabra, esto es, el arma del pensamiento. Contra los imbéciles no
sabría que hacer; las palabras rebotan en sus cerebros forrados de kevlar intangible.
Quizá emigrara. Al Tercer Mundo, of course, pero al estilo de Isak Dinesen. Qué
asquerosa imperialista.

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