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Grito y Rescate

 

James Ensor, «Death and the mask» (1897)

 

Escribir no es siempre recordar, sino también maldecir. Porque, a veces, la escritura es un grito contra lo que no se recuerda, y se inventa.

Pero va mereciendo la pena inventar cosas y echárselas por sobre el cogote como agua bendita. Investirse de una cierta aura mejor, por así decir. Y palante.

Pensaba en eso porque últimamente la gente me habla de las pérdidas de memoria. Y yo no sé si eso es algo bueno o acaso tan malo. No me refiero a la demencia, por supuesto, sino a cosas más leves: un nombre, una dirección, un año, un título. Asuntos leves.

Pero a mí me ha pasado siempre. Que las cosas se me han olvidado. Tengo un amigo que dice que solo recuerda lo que le interesa y lo otro lo deshecha.  Me pasa algo parecido.

Tuve también una novia que decía que se acordaba de todo, y lo decía como un gran valor (o como una amenaza, cada quien que lo interprete como quiera). Más allá de que fuese verdad o mentira, a mí siempre me pareció una maldición. Porque la vida está llena de ingentes cantidades de información y la mayoría de ésta no sirve para nada.

Por eso resulta espurio cuando se trata de dictaminar la veracidad de un texto literario. Uno ha de fijarse nada más que en la verdad estética de la narración, y en su voluntad artística. En el modo en el que se retuerce el lenguaje y se estruja la forma para dirigirla hacia un efecto concreto.

Así, lo que deberíamos juzgar en un texto literario es la fidelidad a la emoción de su autor o autora y la eficacia  con que consigue que esto produzca un efecto en el lector. Hablar en términos de verdad y mentira es muy poco productivo. Lo que nos importa no es más que la legitimidad del discurso, y da igual si este es de ficción o se ciñe a los hechos.

Mejor hablar de grito y rescate, y de cómo cualquiera de esas dos estrategias sirve para afianzar el carácter artístico de un texto.

 

 

 

 

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