Gritos

El grito (1893), de Edvard Munch.
El grito (1893), de Edvard Munch.

Todos podríamos vivir en un sitio peor. Sin embargo, no lo hacemos: fin de la historia. Por ejemplo, hace dos años que mis compañeros y yo vivimos al lado de la sede del partido que está al frente del Gobierno -concretamente, nos mudamos el 1 de junio de 2018, el día en que el PSOE logró sacar adelante la moción de censura- y, aún así, a pesar de las constantes manifestaciones y de los gritos de protesta, somos perfectamente conscientes de que podríamos estar viviendo en un lugar peor. Al fin y al cabo, la importancia de habitar cualquier espacio, sea de un modo forzoso o no, reside en saberlo utilizar, y, si no, al menos, en saber sacarle partido. Y si bien es verdad que estamos cerca del bullicio, el barrio es agradable y los vecinos, por lo general, no suelen molestar.

Es evidente que hay de todo, pero, como en cualquier otro lado, se cumple aquella ley universal que el sociólogo sueco Ulf Hannerz recogió en 1980, en su monumental ensayo ‘Exploración de la ciudad: hacia una antropología urbana’. Quizá sea pretencioso hablar de esta obra en unas circunstancias como las presentes, cuando lo máximo que podemos explorar son nuestras casas y lo más exótico que alcanzamos a observar, con suerte, es el portal del edificio, a través del cual logramos ver la calle a contraluz y algunos transportes públicos vacíos. No obstante, hubo un tiempo, hace no mucho, en que veíamos muchas más cosas; la principal: gente. Y de eso es, precisamente, de lo que Hannerz nos habla cuando trata de reconstruir una suerte de etnografía de la vecindad, recordándonos lo que, hoy en día, nos hace tanta falta evocar: «Los vínculos más cercanos se establecían generalmente con los vecinos inmediatos», y, siempre, «los que vivían a unas cuantas casas de distancia eran tratados con una cordialidad que disminuía conforme aumentaba la distancia de sus viviendas, hasta el punto de que los que vivían al final de la calle se tenían que contentar con un rápido saludo y la más breve mirada de reconocimiento». Desgraciadamente, la nostalgia del pasado nos ha retrotraído demasiado y nos hemos empezado a embrutecer. Estos días, la cordialidad con que tratamos a nuestros vecinos más cercanos es excesiva, y las breves miradas de reconocimiento que les lanzamos a los que están más alejados son inquisitoriales. A unos les gritamos para saber si todo sigue bien y a los otros, por el contrario, para desearles que les vaya todo mal. O, al menos, eso es lo que parece. Porque los gritos que no se oyen a las ocho de la tarde son, en muchas ocasiones, gritos de reprobación.

«¡No salgas de casa!», «¡a ese perro lo sacan de paseo tres veces al día!», «¡nunca te asomas a la ventana para aplaudir, pero bien que sales a hacer la compra siete veces por semana, ¿eh?!», y mis favoritos: «¡Me aburro!» y «¡Voy a drogarme!». Sin duda, estos son los únicos que encierran un verdadero descontento: contra el sistema, contra su propia condición, contra el aburrimiento, contra sus propios compañeros de piso. El resto, simplemente, son gritos para llamar la atención, en un doble sentido. Está claro que, conforme van pasando los días, la expectación filosófica por contemplar amablemente ciertas vidas o conductas a través del cristal va dando paso a la incontrolable necesidad de querer participar de las rutinas ajenas, llegando, incluso, a soñar con imponerlas. Pero es que llevamos tantos años sin filosofar decentemente que hasta nos hemos olvidado de cómo se hace. Si tenemos dudas, acudamos a Platón, que es lo que hizo Tomás Moro en ‘Utopía’, cuando, citándolo, escribió: «Suponed que están viendo cómo la gente pasea por calles y plazas bajo una lluvia incesante. Por más que gritan no logran convencerles de que se metan en sus casas y se aparten del agua. Salir ellos mismos a la calle no conseguiría nada, sino mojarse ellos también. ¿Qué hacer entonces? En vista de que no van a poner remedio a la necedad de los otros, optan por quedarse a cubierto, defendiendo al menos su seguridad». Porque la seguridad colectiva, en estos momentos, se consigue así: vigilando y protegiendo la individual. Y no actuando como un policía de balcón intransigente, que es lo que muchos consideran.

A fin de cuentas, de poco sirve rasgarse la voz si el contexto no es el indicado. En mi piso, lo hemos pensado en cada manifestación que se ha celebrado en fin de semana -cuando no hay nadie en la sede del partido, a excepción de un pobre guardia de seguridad que se limita a cumplir con su trabajo-, y también lo pienso ahora; porque siempre habrá alguien que no lleve razón: sea el que grita, en muchos casos -como cuando algún imbécil le grita a una madre que ha salido con su hijo sin saber siquiera las necesidades especiales que pueda tener aquel-, o sea el que recibe la alusión -por haber roto las normas-, y a ninguno le interesa la verdad. Siendo conscientes de que todos podríamos vivir en un lugar peor y que, sin embargo, no lo hacemos, hagamos lo posible, entonces, por mejorar nuestros pequeños rincones, nuestra pequeña etnografía de la vecindad. Como cantaba Ismael Serrano en aquel bello homenaje a la calma: «si se callase el ruido, quizá podríamos hablar».

Salir de la versión móvil