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Guárdate tu compasión

La piedad, esa emoción y esa virtud que nos inclina a participar en la desgracia del otro y a procurar su alivio, necesita con urgencia una defensa en toda regla. Pocas disposiciones humanas han acumulado tantos cargos, levantado tantas sospechas,  merecido tantos fiscales como ella. En nuestros días, quizá despierte aún algún aplauso secreto, pero de puertas afuera provoca más bien su repudio. La compasión  -otro nombre para la piedad-  se encuentra entre nosotros gravemente desacreditada, y quien tienda a ejercerla experimentará la tentación de ocultarla como una verguenza. Y es que tanto el compasivo como el compadecido, por lo común, se exponen a la incomprensión y rechifla general, cuando no al desprecio de la mayoría.

 

Bastaría auscultar ciertas expresiones comunes de nuestro lenguaje ordinario para comprobarlo. A fin de aligerar el ánimo del amigo, es verdad que de vez en cuando se nos escapa alguna «mentira piadosa». Pero ¿qué se quiere significar, en cambio, cuando decimos de ciertas propuestas o deseos (privados o públicos) que «no pasan de ser intenciones piadosas» o de componer «un catálogo de pías intenciones»? Poco más o menos, que se trata de esa clase de propósitos en los que nadie cree o en cuya ejecución no se confía.  Se dice de un hombre que es tan desafortunado que «sólo suscita la conmiseración ajena». Y quien acude en su ayuda se arriesga a que el doliente le rechace con frases como guárdate tu compasión, no necesito tu piedad, no quiero deber nada a nadie y otras parecidas. El mismo léxico corriente refleja una mentalidad que ve en la compasión un signo de desprecio o de superioridad por parte del piadoso, un mero sentimiento gratificante que en nada remedia la situación del afligido, un falso sustituto de la justicia.

 

        Un síntoma del descrédito colectivo de la piedad sería la transformación operada en el significado de un concepto como «miserable». Pues de querer decir lo digno de ser compadecido (como lo memorable es lo que merece ser recordado), «miserable» ha pasado a designar sobre todo algo o alguien que debe ser aborrecido, rechazado, condenado sin remisión. En menos palabras, un insulto. Y así es como la piedad la acabado por quedar sin objeto adecuado sobre el que inclinarse. No es casual que hoy la virtuosa compasión o simpatía sea desterrada y su lugar ocupado por la más aséptica empatía. Mucho me temo que la moral salga perdiendo con el cambio. Pues aquella última es una capacidad psicológica que se conforma con saber ponerse en el lugar del otro, sea cual fuere su situación. La compasión, en cambio, es aquí el sentimiento moral de tristeza que nos embarga ante la desgracia inmerecida del otro.  Por eso, y en compañía de la indignación, designa una emoción que acompaña a la virtud de la justicia. Compadecemos a las víctimas si al mismo tiempo nos indignamos contra quienes las han victimizado. Compasión e indignación se transforman ellas mismas en virtudes cuando impulsan la búsqueda de la justicia. ¿Acaso se dice algo parecido cuando se habla en términos de empatía?

 

Es que probablemente se ignora la doble fuente que alimenta este sentimiento moral. Lejos de llevar aparejada una relación de superior a inferior, la piedad sólo puede darse entre seres humanos que se reconocen iguales. Es decir, por una parte, entre individuos que se atribuyen mutuamente igual dignidad o valor como individuos libres. Nos compadecemos en su sufrimiento de quien, por ser a fin de cuentas alguien dotado de unas facultades que le sitúan tan por encima del resto de animales, merece esa compasión. Por otra parte, si sentimos piedad hacia el doliente es porque recordamos o anticipamos para nosotros mismos un daño semejante, porque sabemos también que cada desgracia no hace sino prefigurar la desgracia definitiva de la muerte. La compasión es la respuesta más apropiada a la conciencia de nuestra común finitud o mortalidad; es la virtud de los morituri, de quienes van a morir y lo saben. Los seres inmortales, claro está, la desconocen.

 

No se me ocurrirá sostener que, en su ejercicio, la compasión se halle libre de mezcla con otros sentimientos menos virtuosos, que exista algo así como una piedad pura e incontaminada. Pero lo mismo cabría oponer a otras varias apariencias virtuosas bastante menos contestadas. Así que valdrá seguramente la pena sacar a la luz la específica procedencia social de ese orgullo, de esa supuesta dignidad individual que hoy se resiste a la piedad y la denigra. Bien podría ser que lo que parece una objeción contra la piedad se vuelva de hecho una objeción contra la sociedad misma que se empeña en cuestionarla.

 

De la parte del piadoso, salta a la vista que nuestra sociedad le hace constatar cada día lo impropio de mantener cualquier asomo de compasión. Se trataría, en efecto, de una debilidad personal del todo incompatible con el mercado y la lucha por la existencia, que requieren precisamente dosis crecientes de fortaleza y agresividad. Una sociedad basada en la competición no puede ser una sociedad de compasión. El gesto piadoso no sólo nos traiciona, sino que nos pone a merced del otro. La menor actitud compasiva le ofrece al vecino  -por fuerza un competidor, un enemigo-  el flanco por el que cobrará ventaja sobre nosotros. La extendida ideología del respeto del otro, que suele cubrir más bien una real indiferencia hacia su suerte, contribuye asimismo a disuadirnos de todo movimiento piadoso. Por si fuera poco, nada más amenazador que prestar atención a muchas de las desgracias que nos rodean: la revelación de sus raíces sociales podrían conmover nuestras precarias seguridades y enturbiar nuestras convicciones.

 

Añádase, si se quiere, que vivimos en una sociedad adiestrada en esconder todo lo que pueda desencadenar la conducta piadosa. Los medios de comunicación nos relatarán las grandes tragedias, pero omitirán referirnos los desastres de todos los días. Atiborrarán las pantallas de muertos y heridos, sólo que serán por lo general lejanos y producto de circunstancias extraordinarias. La misma sobreabundancia y reiteración del espectáculo del dolor y de la muerte nos protegen de todo sobresalto. Todo conspira, en fin, para tapar de la vista los cadáveres cotidianos, no sea que su contemplación nos lleve a meditar en nuestro común destino y nos haga descuidar nuestro rendimiento productivo, como Dios  -o sea, el Capital-  manda.

 

La misma política que rige hoy esta parte del mundo tiende a hacernos cada vez menos sensibles a los reclamos de la piedad. Es verdad que todo sistema democrático, justamente por asentarse en la convicción de la igualdad de los humanos, es por principio más piadoso que cualquier aristocracia anterior. Pero, a la vez, la creciente racionalización y burocratización del Estado excluyen la piedad individual como algo perturbador para el regular funcionamiento administrativo del aparato. Más aún, un Estado previsor y planificador ha asumido como una de sus tareas primordiales la de procurar una cierta piedad institucionalizada. De manera que la beneficencia estatal nos descarga de nuestra propia responsabilidad particular ante la necesidad ajena. A aquel «ya damos en la parroquia», con que se despedía al pobre en otros tiempos, ha sucedido el «ya pago mis impuestos» de nuestros días. No hay que importunar al ciudadano con estas miserias, porque es el Estado quien debe atenderlas por él.

 

Y si a continuación nos ponemos en el lugar del apiadado, del digno de lástima, no es difícil descubrir los mecanismos sociales que le inducen a ocultar su condición por todos los medios. Ese mismo mercado que obliga a un comportamiento despiadado al que pretenda sobrevivir, prohibirá manifestar cualquier necesidad que esté por encima de los bienes que él se encarga de repartir. Lo que es más: el código impersonal que ordena las relaciones mercantiles no permitirá intercambiar mercancía laboral alguna que confiese estar deteriorada. La piedad siempre estará fuera del espacio mercantil. Dentro de él, el desamparado no tiene de qué ni a quién recurrir.

 

 Bajo un régimen democrático, por último, la exigencia de derechos suplanta la demanda de compasión: no hay lugar a solicitar piedad gratuita para lo que clamamos que se nos debe como derecho. La igualdad formal que nos define como ciudadanos se exaspera con lo que considera una muestra de inferioridad. Desde la progresiva conciencia de la propia dignidad, toda cesión a la piedad aparece como indigna e indignante. La confesión de la propia desgracia, en suma, equivaldría a una merma de la autoestima, una humillación intolerable para ese mismo que se atreviera a exhibirla.

 

Corren, ya se ve, malos tiempos para la piedad.

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