La última película del director francés Robert Guédiguian, La casa junto al mar, puede parecer desesperanzada. Y en cierto modo lo es. A un grupo de personajes se les está desmoronando el mundo en el que vivían y aquél en el que creían: el trabajo perdido y el sindicato y el partido venidos a menos; el lugar en el que nacieron, amenazado por la despersonalización y la ruptura de los sólidos lazos entre vecinos asociadas a la turistificación y la especulación inmobiliaria; y un humilde restaurante como negocio familiar que nunca renunció a ganar dinero, pero ofreciendo menús precios bajos por principios para que se los pudiera permitir una clientela local de clase trabajadora que va desapareciendo del pueblo.
Además, la generación de sus hijos no ofrece resistencia a todos esos cambios. Al contrario, considera que el proceso de destrucción de lo viejo que traerá lo nuevo llega cargado de nuevas oportunidades siempre de negocio que no saben ver sus mayores porque se han quedado anclados en el pasado o porque ya sólo sienten lástima de sí mismos y por lo que pierden, casi más emocional que material.
Resumiendo o simplificando, “los padres” serian los votantes del viejo Partido Comunista Francés y en gran medida “los hijos”, del optimista e integrado Emmanuel Macron.
La película podría haberse limitado a dar fe de la derrota de una manera de ver la vida. Es lo que se está observando, a la luz de los resultados electorales, en Francia y en el resto de Europa y Guédiguian podría haberse centrado en constatarlo llevando a los personajes a un abatimiento paralizante y lleno de lamentaciones, plagado de palabras, de diálogos, pero sin acción. Se respira abatimiento, se observa el riesgo de parálisis, hay muchas lamentaciones, sí, pero el autor no se queda ahí: si lo macro falla, si ya no hay grandes referentes, si ya no se puede tener la ambición de cambiar las dinámicas económicas ni las grandes políticas, sus personajes se centran en lo cercano, en lo más inmediato y no dejan de hacer cosas: acogen a los náufragos que llegan a la costa, limpian el monte y crean cortafuegos para evitar incendios, dejan, en definitiva, como dice uno de los personajes en una preciosa metáfora, caminos abiertos en el bosque, o crean unos nuevos, para que los transiten los que vengan a continuación. Con su experiencia, con su actuación en lo más cercano de manera natural y sin aspavientos, dan ejemplo a los jóvenes. Algo quedará. Ahí está la esperanza de esta película en apariencia desesperanzada.
Porque calificar a las nuevas generaciones de acomodadas a la nueva economía quizás sea exagerado, incluso al comentar esta película en la que sí es patente el choque ideológico entre los viejos y los jóvenes. De hecho, hay un personaje joven importantísimo centrado en el trabajo local, en concreto, en enseñar teatro a los niños y adolescentes de la región. Y ello por una obra que vio cuando él mismo era niño y de la que se enamoró: El alma buena de Se-chuan, de Bertold Brecht. La comentamos en este blog cuando se programó en el Matadero de Madrid, hace cuatro años.
Esa representación teatral se convirtió para ese joven pescador ilustrado y felizmente instalado en la humilde economía tradicional de su pueblo en ese camino desbrozado, en ese ejemplo, en esa línea de continuidad, que dejaron los predecesores para que los que sigan puedan coger el relevo. Con sus representaciones teatrales quizás esté sembrando semillas tan importantes como la que germinó en él viendo la obra de Brecht.
De El alma buena de Se-chuan este personaje y toda la película recogen la interpelación de Brecht: ¿es posible la bondad en el capitalismo?, ¿se puede ser bueno, se pueden mantener los grandes principios aplicados a lo cotidiano cuando te van a bajar el salario, cuando te quedas sin trabajo, cuando estás a punto de ser desahuciado, cuando pierdes todos los referentes, cuando todo está tan caro, cuando estás solo y no tienes a nadie con quien serlo? Es muy difícil resistir y mantener la coherencia y no sólo en el voto, sino en la vida diaria. Pero, de lo contrario, si cada vez la gente se exige menos a sí misma, pedirá menos a quienes representan las ideas que defiende, se contentará, incluso, con una devaluación de las propuestas mismas o del modelo de sociedad que le proponga su partido, o se quedará con otro que le prometa defender lo suyo y sólo lo suyo, que la vida está muy mala y sálvese quien pueda.
Eso también lo enseña Brecht en la ciudad de Se-chuan: con la crisis, sus habitantes piden a sus dioses recortes en los mandamientos y la justicia, por ejemplo, queda depreciada en equidad.
Los personajes de Guédiguian optan por seguir siendo buenos incluso en la adversidad, incluso aunque no se sientan acompañados más que de sí mismos. Por eso la película puede parecer desesperanzada y no serlo del todo al mismo tiempo por la voluntad resistente de los protagonistas frente a las nuevas inercias, como el egoísmo, el ánimo de lucro y el racismo disfrazado de miedo al terrorismo.
Esa resistencia y esa bondad son también las que se respiran en El concierto de San Ovidio, de Antonio Buero Vallejo, que se representa estos días en el teatro María Guerrero de Madrid bajo la dirección de Mario Gas. Los protagonistas son la lucha contra la explotación, la humillación y la mofa y el apoyo mutuo entre sus víctimas, aunque ejercidos en contraposición de una maldad y un poder que en este caso son mucho más concretos y están mucho más personalizados que los más difusos de nuestros días: los de la burguesía del París prerrevolucionario de 1771, cuando esta naciente clase social ya sabía que el dinero se iba a terminar imponiendo a la cuna.
El concierto de San Ovidio incluye un ingrediente metafórico que luego magistralmente explotaría en forma de novela José Saramago: la ceguera y que entre los ciegos haya uno clarividente, el que detecta qué sucede, de qué va ese concierto que les han propuesto a él y a sus compañeros, el que es el más luchador, el más resistente, el que quiere aglutinar al grupo y protegerlo, el que perdona al que lo traiciona, ya que entiende las circunstancias que le han llevado a ello, “el bueno” entre los buenos porque, como mostraría El alma buena de Se-chuan, si la maldad es muestra de ineptitud, la bondad debe serlo de la inteligencia.
Aunque a veces la maldad sólo es desesperación.
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