La llamaban aldea de los Muertos. En realidad, no era más que unas cuantas casuchas arrasadas donde unos y otros arrojaban los cadáveres de sus víctimas para que se los comieran los perros. Algunos tenían el cerebro trepanado. Otros, signos de haber sido torturados con taladros en las piernas antes de recibir la clemencia del tiro en la nuca. Era la primavera del 2007 y Bagdad se había convertido en un matadero alimentado por dos guerras: la que luchaba la insurgencia contra el Ejército de Estados Unidos y otra, mucho peor, más cruel y ensañada, una guerra civil que enfrentaba a chiíes y suníes y que amenazaba con convertir el infierno de Irak en un lugar aún peor.
En el epicentro de ese terremoto estaban el barrio de Dora y el distrito de Al Rashid. Un territorio partido en dos. Al norte, los suníes y Al Qaeda, al sur, los chiíes y su Ejército del Mahdi. En medio, casas vacías, abandonadas en medio de la noche, con los platos de la cena sobre las mesas, basura acumulada por todas partes, francotiradores y sonido de balas. Y la aldea de los Muertos, donde los escuadrones de la muerte de uno y otro bando consumaban la matanza. Llegamos allí con una unidad de caballería del Ejército norteamericano que trataba desesperadamente de parar aquella guerra fratricida mientras hacía malabares para sobrevivir. Algunos lo consiguieron, otros no. En las dos semanas que estuvimos con ellos perdieron a tres hombres. La noche que nos llevaron a la aldea de los Muertos, nos recibió el ladrido de unos perros que se marchaban protestando porque les habíamos chafado la cena.
Guerra de fantasmas es una historia vieja. No esperen ver noticias en ella, ni crean que es lo que hoy se vive en las calles de Bagdad. Fue sólo un pedazo minúsculo de la tragedia iraquí de los últimos años que nunca vio la luz. Este reportaje multimedia nunca se publicó. En aquella época, esta manera de contar historias aún resultaba extraña en la mayor parte de los periódicos digitales, y el papel no tenía sitio para tantas fotos y tantas historias particulares. No daba un titular. Sergio y yo decidimos hacerla así porque nos lo pedía el cuerpo y porque ni las palabras, ni las fotos, ni el sonido aislado nos permitían por sí solos narrar lo que se vivió en aquellos días. Más que un reportaje, fue un desahogo.
Cuando hoy lo vemos, nos queda la impresión de que ha sobrevivido al paso del tiempo mejor que muchas noticias, que muchos titulares. Porque es una historia sobre el cómo de esa guerra, sobre su impacto en las vidas individuales de quienes lucharon y de quienes sufrieron. Y el cómo es lo que, como seres humanos sensibles, nos permite ir más allá del mero conocimiento de lo que pasa en otros lugares del mundo. Es lo que nos permite vivirlas.