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Sociedad del espectáculoArteGuillermo Pérez Villalta, el sacramento de la pintura

Guillermo Pérez Villalta, el sacramento de la pintura

 

“Mi trabajo está guiado por la idea de la perennidad de la obra, su clasicidad y permanencia, e incluso su carácter de objeto sagrado, ese aroma de lugar de culto”[1]

La banda sonora de nuestras vidas

De la misma forma que las canciones que fuimos oyendo en los momentos más especiales de nuestra biografía pasaron a formar parte –involuntariamente– de la banda sonora de nuestras vidas, para una gran parte de la generación que vivió y participó de la llamada Movida madrileña, la pintura de Guillermo Pérez Villalta (GPV) pasó a formar parte del repertorio iconográfico y visual de nuestra memoria. No podemos evitar que tanto la música como la puesta en escena pictórica determinen el devenir del gran ceremonial de nuestros días.

La fórmula del perfume conceptual de la pintura de GPV se basa en la combinación de una gran dosis de la alegría e irreverencia que le suministró el arte pop angloamericano (con su ironía y desmitificación de los grandes temas pictóricos, amén de la introducción/incorporación de un profundo aliento sexual y panteísta en sus cuadros), con una porción de arte conceptual (más a lo Marcel Duchamp, que a los minimalismos venideros), y otra de arte óptico cinético (tan vinculado con los constructivismos), dominantes en los años en los que Pérez Villalta comenzó su andadura pictórica, a comienzos de la década de los setenta del pasado siglo.

“Yo lucho por volver a recoger esa libertad de pensamiento que tenía la primera vanguardia en la que encontramos muchos aspectos que aún hoy nos son absolutamente útiles. No podemos encerrar, compartimentar en establecimientos estancos cosas que pueden florecer por muchos caminos –afirma Pérez Villalta en el catálogo de la presente exposición–.

[…] El sistema del pop empieza a echar una mirada al entorno habitual que te empieza a enriquecer. Para mí, el pop ha sido el último movimiento de vanguardia. Amplifica tu visión de las cosas. Todo lo que se considera de mal gusto deja de tener esas connotaciones”.

En este despiece de su corpus pictórico no habría que olvidar que el corazón que hace latir su búsqueda de pintor (o, dicho de otro modo, su metodología) se asienta en el movimiento manierista italiano del siglo XVI, que sirvió de puente entre el Renacimiento y el Barroco. Una vez que los parámetros clásicos grecolatinos habían sido resucitados y reconstruidos, los pintores manieristas se hicieron dos preguntas: ¿De qué forma se podría reordenar y reorganizar todo ese legado clásico, para hablar del espíritu de los tiempos presentes?, y ¿de qué manera podría resultar más funcional todo ese orden clásico, que, desordenándolo para volver a ordenarlo? Toda esta toma de postura ideológica de los manieristas casaba muy bien con el debate de la posmodernidad que se estaba extendiendo por todo el panorama artístico internacional, procedente o acuñada en el campo de la arquitectura, a partir del libro Contradicción y complejidad en la arquitectura, del arquitecto estadounidense Robert Venturi[2].

“El tiempo de fruición de una obra es equivalente al tiempo empleado en su realización. […] Eso choca, sin duda, con actitudes mantenidas tanto por la vanguardia histórica como por lo que se ha dado en llamar postmodernidad. Y a lo mejor resulta que yo soy postmoderno”.

Con estas palabras se definía hipotéticamente a sí mismo el pintor de Tarifa ante Fernando Huici para el diario El País, con motivo de la inauguración de su primera exposición antológica en las salas Pablo Ruiz Picasso de la Biblioteca Nacional en Madrid en noviembre de 1983, cuando estaba ya clasificado como integrante de la Nueva figuración madrileña, término acuñada por el crítico y pintor Juan Antonio Aguirre, su primer valedor y maestro.

Tríptico del Camarinal[3]

Antes de continuar, quisiera explicar algunos particulares antecedentes de esta reflexión en torno a la exposición antológica de Pérez Villalta organizada por la Comunidad de Madrid, en la sala Alcalá, 31, y que podrá visitarse hasta el próximo 25 de abril.

Publiqué mi primera entrevista con GPV en marzo de 1983 en el número 1 de la revista Teatra, que fundé y dirigí en Madrid al calor de las aulas y las almas de la Escuela de Arte Dramático, de la que fui alumno durante aquella década. Mi segunda publicación sobre la obra del pintor de Tarifa y los derroteros que ésta iba tomando fue en un medio mucho más influyente: en las páginas de arte del diario El País, en junio de 1994, con motivo de su exposición en la Galería Soledad Lorenzo de Madrid. Y ahora –casi treinta años después– vuelvo a encontrarme enredado por los laberintos de sus mejores cuadros (que han podido ser reunidos y que se exhiben excepcionalmente en esta gran antológica de Madrid), esperando completar así un tríptico de artículos villaltianos, que celebre y manifieste mi fértil, estimulante y placentera relación con la obra de este pintor, con el que guardo numerosas afinidades, entre las que cabrían destacar las geográficas.

A 23 kilómetros de Tarifa, en la ciudad de Algeciras, vine yo a nacer nueve años más tarde que GPV, tomando conciencia de mis primeras imágenes y paisajes en aquellas playas al amparo del Peñón de Gibraltar, junto al Estrecho. Hijo de militar –como él– mi familia cruzó el Estrecho para instalarnos en Ceuta, orilla española en África, que custodia (junto con Tarifa y Algeciras) el paso de todos los buques que ingresan o abandonan el Mar Mediterráneo.

(El primer destino que tuvo mi padre, tras la Guerra Civil, fue en Tarifa, cuando sólo contaba 19 años. Por pertenecer al arma de Ingenieros y estar adscrito a la compañía de transmisiones, su misión consistía en hacer inventario de todas las naves que cruzaban diariamente el Estrecho, y registrar sus nacionalidades. Se trataba de una tarea clandestina realizada con prismáticos, como corresponde siempre al espionaje militar. Trabajar diariamente, arando el mar con la mirada, termina produciendo sus frutos).

Cuando vi por primera vez en 1983 los cuadros expuestos de GPV en Madrid, reconocí los escenarios, paisajes y marinas de mi infancia, tanto en la última orilla europea –donde nací– como en la primera orilla africana, donde crecí. Desde mi primera infancia en Ceuta había contemplado ese mismo mar y esas mismas costas, pero desde la orilla africana, al otro lado del Estrecho. El mismo panorama azul ultramar con peñones y altas montañas, pero invertido, como sucede en los espejos.

Lo único que no encontré en la pintura de mi casi paisano fueron las dos grandes llamas –a lo Coloso de Rodas– que veíamos desde Ceuta, en noches nítidas de poniente, ardiendo en lo alto de dos altísimas chimeneas. Si me asomaba a la ventana de mi cuarto, desde el otro lado del mar, el monte Calpe de los griegos se me manifestaba, incluido el devenir luminoso de su faro y los dos grandes pebeteros en llamas, como faros primitivos de los primeros puertos mediterráneos. Aunque, en realidad se tratase de los dos quemadores de residuos de la refinería de petróleo de San Roque, en la orilla del Campo de Gibraltar, que había sido inaugurada en 1967. Frente a la pintura de Villalta me sentí como en casa, bajo la misma luz y entre los mismos colores, reingresando en el mismo tipo de vida que había experimentado hasta los 17 años.

Mi padre, que siempre había sido un gran dibujante –antes que radiotelegrafista– también quería que su hijo estudiara arquitectura, porque resultaba una carrera ideal para que reluciera el talento de la familia, amén de que se me daba bien el dibujo técnico y artístico e, incluso, ya hacía mis pinitos con la pintura al óleo, además de haber sacado siempre matrícula de honor en las asignaturas de historia del arte. Sin embargo, nunca consintió que siguiera el sendero del arte, que –según él– sólo conducía al hambre y al infortunio. La carrera de filosofía y letras, para él, era una carrera para muchachas. Sólo aceptó mi traición a la arquitectura, cuando consentí matricularme en la rama de filología inglesa, que era una carrera que, según él, prometía muchas “salidas”.

Pasados los años, cuando en 1982 decidí trasladarme a Madrid, el azar y un común amigo, hicieron posible que pudiera conocer personalmente a GPV en el Madrid de mayo de 1982, en plena eclosión de la movida madrileña. Gracias a su amistad comencé a tener acceso a los ámbitos más elevados y sofisticados del mundo del arte madrileño, ingresando en casas y mansiones de fábula, donde los anfitriones y sus invitados parecían ser perfectos, ingeniosos y elegantes. En esas reuniones sociales y artísticas tan exclusivas descubrí lo gran conversador que era el pintor de Tarifa. Oyéndolo en repetidas y entrañables ocasiones, su compañía y locuacidad fueron para mí como un máster, no sólo en historia del arte y de la Literatura, sino en la capacidad de convertir la vida cotidiana en una obra artística. Ser artista era una filosofía de vida, tan social como existencial, que siempre tenía como horizonte, tanto a la belleza como a lo sagrado. Aprendiendo de Guillermo, crecí y ahondé en mi condición artística y vital, a la luz de sus predicamentos.

“La tarea de pintar se me revela como un proceso de búsqueda de un ideal, de una meta final que es el conocimiento. La pintura es un medio, el quicio sobre el que giran las cosas, e igualmente podría utilizar en su lugar la mística o cualquier otra cosa; es un punto de concentración, un poco en el sentido tántrico, que genera el conocimiento”.

La pintura de Pérez Villalta es para mí, la que yo podría haber pintado –o algo bastante similar– si hubiera llegado a convertirme en pintor. Tengo con ella una relación añadida de paisanaje, familiaridad y admiración, que, tal vez, me incapacite para poder escribir estas páginas a ella dedicadas. Aunque también podría considerar que parto del beneficio de conocer y entender su obra como un juego, como un enigma por resolver, un asesino por descubrir, o un paseo sonámbulo por dar, a través de ciudades que sólo existen en la imaginación y el recuerdo. 

Impresiones desde el laberinto

Llevaba años sin contemplar una nueva exposición de Pérez Villalta, salvo haberme tropezado en espacios públicos con alguna de sus obras aisladas como la efigie de Cristo crucificado, expuesta permanentemente en una de las hornacinas más recónditas del patio de los naranjos de la mezquita de Córdoba. En otra de mis visitas familiares a Granada, en otoño de 1990, visité su exposición en el palacio de los Condes de Gabia, con motivo de la presentación de su cuadro El navegante interior. En la misma capital de la Alhambra contemplé doce años más tarde el caballo de bronce que había modelado el escultor granadino Ramiro Megías, por encargo del Ayuntamiento de Granada, trasladar al volumen el cuadro de Pérez Villalta de tema ecuestre, titulado El instante preciso (1991), para ser instalado como realce en lo alto de la portada del antiguo convento del Carmen, reconvertido en el siglo XIX en casa consistorial de la ciudad de Granada.

Lo primero que descubrí al ingresar en la egregia sala donde se instala la exposición antológica de GPV titulada La pintura como laberinto fue cómo la figura humana se había visto considerablemente reducida dentro de sus lienzos, y cómo su paleta cromática se había restringido hasta casi lo monocromático. De la misma forma, el mar había sido arrinconado, siendo sustituido por ciudades terrosas, por donde campaba el viento del desierto. Arenales por el aire forman calima, desproveyendo a la vista y al suelo de cualquier referencia a la vegetación o a la misma vida.

“El desierto nos atrae para perdernos en él porque es el templo del yo. A él nos retiramos para sentir la respiración y el latido de nuestro corazón. Allí encontramos que en la soledad somos nuestro único compañero y tomamos conciencia que nuestro pensamiento nos habla constantemente. En este sentido, mi obra sería la materialización de cómo ese diálogo conmigo mismo, acerca de mí mismo, ha ido llenando un vacío inicial”.

Algunas de las ciudades de sus últimos cuadros parecen no sólo deshabitadas, sino colosales cementerios de tumbas y nichos –tan vacíos como abiertos– en espera de sus moradores. Pabellones o alcázares desvencijados y ruinosos por la persistencia del viento. Esta desertización de las antaño estimulantes ecuaciones juveniles, cuajadas de color y naturaleza, viene a representar, cómo la vida –con el paso de los años– se va tornando cada vez más esencial, más selectiva y, por tanto, más solitaria, quedando vedada para muchos y abierta exclusivamente para los incondicionales. La vida como el jardín más privado y más preciado.

La decepción, la aridez, el desengaño, la pérdida proporcional de esperanzas cuando se hace más corto el futuro, no sólo dejan surcos en la cara y arrugas en el alma. Una mayor austeridad y economía se aplica a las necesidades vitales, que se tornan mucho más básicas. No necesitábamos tanto para ser felices. Lo realmente importante es seguir respirando y sintiendo juntos. Con seguir vivos –más o menos seguros y sanos– y seguir haciendo lo que tanto nos regocija, todos estaríamos dispuestos a ser eternos.

Cuando se siguen estrenando décadas, cada nuevo día o cada nueva estación o cumpleaños, van recibiéndose como regalos, porque cada vez estamos menos seguros de que no vayan a ser los últimos que celebramos, o que vivimos junto a nuestros seres más queridos. Por eso, también nos volvemos más cautos y silenciosos o, al menos, lo intentamos, mientras vamos preparando nuestro mutis final. 

El sacramento del baño

Cuando uno contempla alguno de los cuadros de GPV, más que mirarlos, prácticamente termina bañándose en ellos. Y no sólo se trata de una metáfora, a pesar de la pertinaz presencia de un mar siempre azul y en calma, con sus hileras de crestas de espuma levantadas por la brisa, como en un escenario operístico, sino por la reincidente fascinación del pintor por los mecanismos de agua que terminan circulando por sus cuadros, como sucedía con los ríos de los mejores Belenes. El baño como purificación, el baño como inmersión, el baño como bautismo, el fundirse con el agua, para olvidarse de la tiranía del tiempo y del pensamiento.

“Siempre he pensado que el proceso del pensamiento del arte nace de la auto-reflexión. Un espejo donde se reflejan tus pensamientos. Aquí el agua que hace mover la noria del pensamiento tiene su manantial en las lágrimas de Narciso. Este movimiento circular parece no tener sentido, pero produce energía. (Narciso y el molino de agua (1989)”.

El agua oculta, o El viajero interior (1990), encargado por la Diputación de Granada al artista gaditano, define la naturaleza secreta y misteriosa de los aljibes. Esa agua de lluvia recogida por complejos mecanismos, que permanece escondida a la vista de los viandantes. Pintado en el fabuloso e inaccesible carmen de los Rodríguez Acosta de Granada, construido en la misma cresta que Torres Bermejas y el hotel Alhambra Palace, con los que corona la ladera alhambrina que desciende hacia el barrio del Realejo, la antigua judería granadina. Como casi toda la obra de Pérez Villalta este cuadro es una reflexión del pintor sobre su actividad y su propia naturaleza artística. La pintura como Vellocino de oro, Jesucristo como metáfora del artista, la pintura como arte decorativa y constructiva, la pintura cono conversación con uno mismo, la pintura como respuesta al vacío y al silencio, o el lema de esta antológica actual: el arte como laberinto. En esta estirpe reflexiva se inserta esta alegoría de la ciudad de Granada, que mira hacia dentro de sí misma, para encontrarse y explorar su naturaleza sumergida.

Los geómetras (2014). Las ciudades flotantes –que no islas– son una nostalgia del palafito que todas las civilizaciones costeras llevan dentro. Y también son la formulación de un posible sueño constructivo del visionario arquitecto Casto Fernández Shaw (a quien se debe el primer aeropuerto de Madrid Barajas), y que, tal vez, influido por la naturaleza del transporte aéreo, formuló su concepto de ciudad ideal como una ciudad aerotransportable. En sus ciudades flotantes, Villalta regresa a sus orígenes oníricos y surrealistas, a través de la primigenia influencia que ejerció sobre él la pintura del futurista italiano Giorgio de Chirico. Nuestro pintor ya no necesita que sus visiones se inscriban en la nocturnidad (horario altamente sugestivo para los creadores, por ser cuando sus cerebros más excitados están, tras el duro entrenamiento de la jornada diaria), sino que sus personajes deambulan como sonámbulos, geómetras o autómatas, a plena luz del día, por los muelles de su ciudad.

“No reniego ni renegaré nunca de la influencia clara que tuvieron tanto De Chirico como Dalí en mis trabajos más iniciales ni de los ecos de ella que puedan haber pervivido a lo largo de mi obra, ambos me gustaron y me gustan tremendamente y en ambos me encontré, me reconocí […]”.

Los edificios muelle, dique o pantalán, se adentran en la superficie marina, como naves listas a zarpar[4]. Son también, a su manera, edificios a la deriva, como los buques fantasmas, o la Península Ibérica, cuando decidió emanciparse del continente europeo, para reunirse y fundirse con sus colonias trasatlánticas de América, como relató José Saramago en su espléndida e imprescindible novela La balsa de piedra.

Lugares e invenciones

Se percibe mucha literatura, mucha mitología y una absoluta liturgia en la pintura de GPV. Su afán de trascendencia a través del esfuerzo y la reflexión constante impregna sus obras de un alto sentido de lo sagrado y lo ceremonial. Más aún tras su exposición de 1994 Lugares e invenciones, en la galería Soledad Lorenzo de Madrid, donde convertía en tema pictórico los atributos del arte ornamental y simbólico. Sólo los instrumentos de la liturgia de la pasión devinieron los únicos supervivientes de aquellas austeras y desnudadas obras, que ya anunciaban “el rito del vacío” al que se iría sometiendo su obra venidera.

El cuadro Vísperas de Pascua (1999-2000) resulta un perfecto ejemplo de este desplazamiento temático. Lo que podría haber sido un rincón al fondo de sus primeros cuadros, invade ahora todo el espacio del lienzo (250 x 200 cm) a pesar de su gran formato. Casi todos los objetos simbólicos que comparecieron en su anterior producción como instrumentos de la liturgia penden ahora –como protagonistas– de una conventual celosía blanca. Recortados contra un vibrante cielo azul turquesa se sacralizan aún más los objetos expuestos. De una serie de rosetones y discos de marquetería de diferentes tamaños y trazados penden un corazón de vidrio tintado, lleno de aceite, con una llama encendida dentro; un pez, una trompeta, una campanita, y la concha de un Nautilus (con su espiral interior perfecta geométricamente); un falo con alas del que cuelga una corona de espinas con tres cascabeles; una granada entreabierta con sus rubíes comestibles, que simbolizan la unidad del pueblo de Cristo; un vellocino de oro, del que pende un colgante de ámbar con forma de gota; un racimo de uvas negras, una vasija de vidrio con una vara de azucenas blancas, el paño de la Verónica, con sus lágrimas de sangre, y una corona de espinos. En el interior del disco central se posa presidiendo el conjunto una paloma blanca. Flores de pasiflora, hojas de pasionaria, una rama de olivas negras y otra de marihuana, junto a unas amapolas blancas y cardos borriqueros malvas, forman la tracería vegetal de este brillante retablo, que bien podría haberse titulado El nacimiento de la primavera.

“La belleza y el placer son indisolubles. Me gusta algo porque me produce placer en un sentido casi religioso. La idea del éxtasis místico lo tengo presente, aunque casi es peligroso hablar de ello. La gente lo puede malinterpretar. La idea de la corriente mística es la unión directa con un ser que crea un estado de placer y éxtasis inmensos. En el fondo, belleza y placer se juntan para crear ese estado extático que da sentido a la vida. ¿Para qué vivimos? Pues, en el fondo, para sentir profundamente la belleza/placer. En un cuadro mío está escrito de manera tajante: ‘La vida existe para tener conciencia de la belleza’”.

El mundo de las drogas y la sicodelia, propia de la infatigable actividad por divertirse que tantos buscaban en la movida madrileña, también dejó su huella en los cuadros pintados por Villalta durante finales de los setenta y primeros ochenta: Artistas en una terraza o Conversaciones sobre un nuevo arte Mediterráneo (1976), Éxtasis en la siesta (1979), o Vacuitas Plenitas (1980). Aunque estas experiencias sicotrópicas de trance de la percepción y la consciencia no han dejado de sobrevolar nunca la obra de GPV. La obsesión por las perspectivas a contrapicado, la importancia de las diagonales trazadas sobre los espacios naturales, y cierta mirada cenital sobre los personajes, acentúan esa alteración de los sentidos que propician las drogas, además de su estado de euforia correspondiente. Aunque no deja de resultar todo un reto creativo atreverse a plasmar un estado mental tan trastornado e impredecible por medio de una imagen fija en dos dimensiones.

La geometría es larga compañera de viaje para Villalta, como su sombra, su herramienta de reflexión, cálculo y fragmentación armónica. El constructor de espacios de la memoria litoral viaja acompañado tanto de sus pinceles y pigmentos como de sus reglas, compases, escuadras y cartabones. Lo que para otros se torna defecto y debilidad se torna en él ceremonia del pintor artífice de construcciones y figuras imaginarias.

Algunos cuadros de esta exposición muestran unas habitaciones de paredes perforadas, abiertas al mar sin cristales o cerramiento alguno. Parecen cenobios de meditación para El cementerio marino, de Paul Valéry. La espiritualidad del artista de Tarifa se ha ido metamorfoseando en desnudamiento del espacio, en renuncia al ornato, construir la ilusión de éste a través del vacío.

“El amor por la creación de espacios reales o ficticios, hacia los espacios cúbicos puros, por cómo entra la luz en las estancias… ha sido un sentimiento continuo. Ahí entra el concepto del vacío. El vacío no es la nada. La nada no existe. El vacío es lo que está despojado de todo, pero está lleno de luz. El vacío está lleno de pensamientos. Mi gran aprendizaje del siglo XX ha sido el concepto del vacío, es la gran aportación estética del siglo XX”.

Una reflexión espacial tan zen, tan anacoreta, y tan voluptuosamente marina, despierta el ansia de residencia. Cuartos garita de vigilancia del tráfico marítimo por las puertas camarinales del Estrecho. Cuartos de baño con vistas al Bósforo, a través de una pared de cristal de roca, en el palacio Dolmabache de Estambul. El artista como espía y testigo del mundo latente, a través de su periscopio invisible.

Quizá la pareja de cuadros que más me han conmovido de esta magna exposición sean Los voladores de cometas (2012) y La pesca prodigiosa (2011), no sólo por su insólito perfil de ameba o riñón (como las piscinas californianas de los sesenta), sino porque materializan la melancolía de infancia, que brota en el ser humano cuanto más en la vejez se adentra. El escenario, andamiajes y torreones marinos que concibe Villalta para ubicar a sus personajes, resulta prodigioso, chinesco y caprichoso, emergiendo de una naturaleza feraz, brillante y primitiva, como en un cuadro de Fra Angélico.

El jardín “abierto para pocos, y cerrado para muchos” es otro de los espacios alegóricos más recurrentes en los cuadros de GPV, y no sólo como pequeñas maquetas-bonsáis de la Naturaleza, sino como el más delicioso y gozoso de todos los espacios construidos por el hombre para saciar su nostalgia del paraíso. Cada civilización ha creado su propio concepto de jardín ideal, aprovechando al máximo todos sus recursos hidráulicos naturales, como el curso de los ríos, o la abundancia de neveros y manantiales. Para poder regar sus jardines y sus huertas, construyeron acueductos, canales, acequias, aljibes, y grandes depósitos subterráneos de agua. Para los jardines se crearon también los laberintos vegetales y los juegos de agua, buscando el deleite de sus paseantes. El jardín arcádico, el florentino, el versallesco, el de los templos zen japoneses, los jardines de naranjos hispano árabes, el jardín inglés con sus colinas artificiales, sus grutas de rocalla, y sus arroyos canalizados, fueron ideados para provocar la sorpresa de la vista, el agrado del oído y la conmoción del alma.

Los espacios tanto naturales como artificiales de los cuadros de GPV se han tornado cada vez más vacíos y misteriosos, la Naturaleza cada vez más ausente, sin papel en la representación del Gran Teatro de la Vida. Dédalo y el minotauro (2017) y La excavación (2020) dan buena prueba de ello, con su incuestionable aridez, y su calculado y deshabitado desierto. Las escasas figuras humanas presentes en ellos, han reducido sus dimensiones, han quedado desnudos y hasta se han encogido como animales, quedando reducidos a meros complementos o accidentes del paisaje. El jardín del paraíso original es la infancia; el jardín de la vejez, el desierto, ese paraje que podría pasar por muerto, a causa de su ausencia de verde, pero que aprisiona con fuerza bajo la tierra, la arena y las piedras, toda una lección de auténtica vida y sabiduría.

“Soy el deseo de lo que deseo ser”

Las bibliotecas terminaron entrando en el mundo del pintor tarifeño, por derecho propio, aunque tardarán en hacerlo. Como no podría ser de otra manera, se trata de bibliotecas laberinto, acequias de libros, canales de paralelepípedos de pergamino, torrentes de páginas que transportan el conocimiento desde las balsas de la memoria hasta el cubismo analítico. Tal vez por tratarse del mundo de las ideas, la representación de estas bibliotecas es plenamente geométrica y de colores desvaídos, como si la alumbraran bombillas de 20 vatios. La renuncia a la elaboración de nuevas tesis pictóricas, el cansancio de los temas, o la voluntad del pintor de negarse a reflexionar de nuevo a través de su obra, se manifiesta en los últimos cuadros de su producción. Cuando en el texto del catálogo el comisario de la exposición, Óscar Alonso Molina, le comenta al pintor: “Ya en estos últimos años hasta tu propia forma de pintar, tu técnica, parece condicionada por conseguir la ausencia de inquietudes, con un resultado que roza en algunos momentos aspectos minerales”, GPV le responde:

“Una de las cosas que me interesa del arte como pensamiento frente al científico es que este tiene que demostrar lo que dice, y el arte, no. No tiene que demostrar que es verdad. De hecho, una de las cosas más interesantes del arte es que no es verdad. Tenemos una gran capacidad para descubrir mundos posibles, ideas posibles… Inventar lo imposible. Pensar sobre lo imposible”.

Para GPV la pintura no es más que otra forma de pensamiento –el suyo– que construye en forma de conversaciones consigo mismo, y que traslada al lienzo, a la tabla o al papel, a través de un repertorio de iconos y construcciones hondamente simbólicas. En cada cuadro de GPV podemos leer las imágenes, y contemplar sus ideas. La razón de esta sinestesia radica en que cuando observamos directamente su obra no estamos sólo admirando un cuadro, sino que paseamos físicamente por el interior de la mente de un pintor.

Y no se trata –en este caso– de una metáfora, sino de la descripción de una acción física, la que se realiza visitando esta exposición de GPV, como si se paseara por una feria o una verbena, deteniéndose a contemplar de cerca algunas casetas o atracciones, a nuestro libre albedrío, y haciendo todas las fotos y selfis que queramos. El sentido de juego y del juguete, de la pintura y la idea que la cimienta, de la representación en el plano del cuadro, y su modelación simultánea en el espacio, junto a la rica paleta de colores que despliegan los casi cien cuadros, objetos y esculturas que constituyen esta exposición (además de un templete-aljibe circular, construido sin cúpula, y un depósito interior de agua) producen un gran regocijo entre los visitantes, algo que no suele ocurrir con frecuencia –ni con esta calidad– en estos circuitos artísticos institucionales.

Coda

Navegando por internet para documentar este texto he descubierto que el Excelentísimo Ayuntamiento de Tarifa le ha puesto el nombre de su artista local más egregio a una calle de la ciudad: Avenida pintor Pérez Villalta. Eso sí que es ser profeta en su tierra. Algún maledicente podría añadir: “Ya sólo le queda morirse, para terminar bien su trabajo”, pero no seré yo, que le deseo muchos años de vida y creación a Guillermo Pérez Villalta, por puro egoísmo, para seguir aprendiendo, gozando y descubriendo con sus cuadros y sus palabras, que te transportan a territorios muy elevados y significativos, no sólo para nuestra experiencia estética, sino también para nuestra conciencia de vida.

 

________________

[1] Huici, Fernando, ‘Guillermo Pérez Villalta intenta “pintar menos para pintar mejor”’, en El País, 11 de noviembre de 1983, p. 34.

[2] [Venturi] “Alcanzó prestigio cuando en la década de 1960 inició la crítica a la ortodoxia del movimiento moderno, que desembocó en el postmodernismo de la década de 1970. […] Rechazó la austeridad del movimiento moderno y animó el retorno del historicismo, la decoración añadida y de un rotundo simbolismo en el diseño arquitectónico”.

[3] Aparte de que una sierra, una punta y un faro de la zona compartan su nombre, conócese como el Camarinal a la franja del Estrecho y a su sumergida plataforma que une la punta de Tarifa con el cabo Espartel, junto a la ciudad de Tánger. Si la profundidad extrema de las aguas del Estrecho llega a alcanzar los 900 metros, entre Ceuta y Gibraltar; en el Camarinal, el lecho marino no sobrepasa los 300 metros de profundidad. Cuentan las leyendas que lo que hoy se conoce como el Camarinal son las cumbres sumergidas de la Atlántida, el continente perdido.

[4] Mi primer intento de pintar al óleo lo realicé intentando plasmar un inquietante sueño que había tenido en torno a los quince años. Se trataba de una visión fantasmagórica vislumbrada en el sueño, al asomarme por la ventana de mi dormitorio. Atraídos tal vez por el influjo de siete lunas llenas, que se extendían a lo ancho sobre el cielo del Estrecho, los edificios más emblemáticos de Ceuta se escapaban flotando como naves de piedra por la bocana del puerto, rumbo a las oscuras, enigmáticas y profundas aguas del Estrecho. La imagen debió formarse en mi inconsciente por asociación con un cuadro nocturno de Van Gogh, en el que los astros desbocados son los protagonistas. Ni corto, ni perezoso, ni timorato, me lancé a dar forma a mi visión, con aquellos pigmentos oleaginosos de colores tan intensos como estimulantes para la vista. Lo que me resulto más difícil de pintar fueron los edificios flotantes, demasiadas líneas rectas para trazarlas con un pincel de pelo de marta, sobre una humilde hoja de bloc. No obstante, conseguí terminar mi primera obra, sacada además de mi cabeza, sin consultar más modelo que el análisis directo que hice de los edificios elegidos, o del paisaje portuario que se divisaba desde mi ventana. Mi madre estaba preparando la comida cuando se lo mostré. Se quedó estupefacta, y me pidió que le explicara lo que significaba aquel disparate. No quise procesar el primer golpe que me había asestado con su calificativo, y comencé a explicarle que se trataba de un sueño que había tenido, y que los edificios flotantes sobre el mar los justificaba por la atracción de las siete lunas llenas sobre el litoral, como sucedía con la marea, pero en esta ocasión multiplicada por siete. Ella escuchó en silencio, probando algo de su guiso con su cucharón, mientras sentenció indolente y sin mirarme, que “los sueños, sueños son”, y que “me había lucido” desperdiciando mis tubos de óleo nuevos para pintar esa tontería. El efecto que tuvieron sobre mí sus palabras resultó frustrante y doloroso. Pues la señora no tuvo bastante con la humillación aplicada, sino que me obligó a borrar las seis lunas sobrantes, y a pintar mar sobre los edificios, para que desaparecieran, y pudiese quedar una marina normal y corriente, y no aquella pintura de loco, o aquel despropósito sin sentido. No voy a echarle la culpa a ella de la frustración de mi nacimiento como pintor al óleo, sino a mi sumisión sin límites, aceptando sin resistencia su censura y mutilando mi primera obra recién nacida.

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