Tras la gélida hora de la muerte sobreviene un raro y denso silencio, es el silencio infinito del tiempo. Que es un dios, como advirtieron los griegos, y que, como todos los demás dioses, con sus furias y relámpagos ordena. En la fría hora de la muerte, con la que termina una vida, se acaban también casi todos los ruidos de la existencia –los ruidos de la biografía, los ruidos de la fama, los ruidos de las polémicas políticas, los ruidos de los negocios editoriales, los ruidos de las adulaciones–, y en el momento mismo de la muerte comienza paradójicamente una nueva vida. El autor inicia su segunda existencia. El ruidoso –porque fue un autor-torbellino que produjo muchas tormentas–, el polifacético –porque fue poeta, novelista, ensayista, pintor, escultor, dramaturgo y muchas otras cosas–, y el poliédrico escritor Günter Grass comenzó el 13 de abril de 2015 y en la ciudad literaria de Lübeck su segunda vida como autor. Vida que es mucho más larga y laberíntica que la primera. Es, por decirlo así, ya una vida eterna. No seremos los hombres, será ese dios implacable del tiempo quien tendrá que ir determinando los valores profundos de esa obra, la vitalidad y la autenticidad con la que reflejó el mundo para dictar sentencia sobre cada uno de sus poemas, sus ensayos y sus famosas novelas. El autor siempre sabe eso. Lo sabía también, por supuesto, Günter Grass, quien, según confesó a la revista Der Spiegel, se preguntaba lo que quedaría en el futuro del libro y de sus libros. Triunfar en vida, triunfó Grass como muy pocos. No existe, casi, precedente de un escritor que lograse pasar en una sola noche del desconocimiento más absoluto a la fama más universal, como le ocurrió a él con El tambor de hojalata. Al desaparecido Günter Grass le queda ahora la prueba más difícil: el triunfo frente a esa otra muerte que es la desconsideración del tiempo. Sobre eso no es fácil adelantar acontecimientos. Nos lo enseña, cruelmente, la experiencia: en la generación alemana anterior a Grass muchos escritores murieron en el fracaso, la desesperación y la miseria y hoy son, como Joseph Roth o como Robert Musil, gigantes de su tiempo. Mientras que otros muchos murieron como titanes, y hoy están en la nadería y la insignificancia. Y lo mismo ha ocurrido en otros campos, la filosofía, por ejemplo. La muerte hace cosas extrañas con los vivos y con sus obras, literarias o no. Le pasa a escritores y a santos. Y, por eso, hay que andar con sumo cuidado con cánones, listas de genios, listas de santos elevados a los altares, y demás catálogos humanos. Las épocas son muy arbitrarias en todo, también en las santificaciones. Dejemos, pues, el veredicto al tiempo, que dirá muchas cosas sobre el valor, la autenticidad de esta obra y sus méritos verdaderos. Que todo eso no es cosa de periódicos ni de periodistas, más o menos a la violeta. Es cosa de la madre historia. A la que le surgirán, probablemente, dudas, y de las que formarán parte las nuestras.
Convendría ser conscientes de lo poco que hay de individual y de lo mucho que hay de simbólico en ese fallecimiento. Además de la muerte de un famoso personaje literario, ésta es la muerte de un siglo, un siglo alemán como ninguno. La muerte de un siglo inconcluso, porque todavía se está muriendo, que va de 1945 a nuestros días. Muere simbólicamente también en ese día nuestro último pasado, el mundo de ayer que diría Stefan Zweig, ese mundo analógico y fuertemente metalúrgico del que venía Grass, y que tiene ya poco que ver con el mundo digital del futuro, en el que estamos y del que únicamente vemos de momento sombras. Es más que evidente que Grass es una figura especialmente arquetípica de ese universo analógico de valores fijos y de verdades rotundas. Hay que temer que el futuro va a dejar poco sitio para eso. Muere, por tanto, con él un mundo que, por decirlo así, estaba ya casi muerto. Con él se acaba no solo su persona, sino muy probablemente una era, la era de la cultura socialdemócrata, de la que él ha sido su poeta, su escritor, su símbolo y su estandarte. Todo eso es lo que va metido en la muerte de Lübeck, muerte que, por cierto, le encontró, como siempre quería Picasso, casi trabajando. Porque su editorial desde hace tantos años, Steidl, anuncia que poco antes de su fallecimiento dejó terminado un libro de prosas y poemas, titulado Vonne Endlichkeit, y que trata de la finitud y de la infinitud, lo que resulta altamente apropiado para el caso.
La vida literaria de Günter Grass es el espacio existente entre dos metáforas muy ambiciosas y atrevidas: un tambor y una cebolla. Dicho de otra forma, es la aplicación de dos métodos: el método del tambor y el método de pelar las complicadas y enrevesadas cebollas de la vida. El método del tambor consiste en aquello que hace Oskar Matzerath, el niño que se negaba a crecer: aporrear monótonamente su tambor. Eso es lo que ha estado haciendo durante decenios Grass: aporrear tenazmente su tambor. El J’acusse de Zola en repetición permanente. De esa titánica disposición a la denuncia de los males y peligros del mundo salieron críticas, polémicas, ofensas, enemistades y diatribas que muchas veces eran absolutamente justificadas, pero otras flotaban, sin base, en el aire como globos que se sostenían, más que por su propia fuerza, por la turbulencia imponente que salía del poderoso aire de su pluma. Es por lo demás evidente que un tambor es un instrumento musical muy limitado y primitivo, y, por eso mismo, probablemente poco apropiado para musicar, que se dice ahora, el mundo de las realidades y las profundidades oscuras de la vida y del pensamiento. Para el mundo tan complejo en el que se han convertido las sociedades occidentales hace falta un instrumento más sofisticado, más un violín que un tambor. No extraña por tanto que el mundo se fuera apartando indefectiblemente de su tambor, y el tambor del mundo. Al releerle, parece que la fe en ese método de aporrear repetitivamente el tambor acabó siendo más importante para él que las verdades profundas de la realidad, que son tan poco geométricas. Algunos de sus más afectos seguidores, como el ex canciller Gerhard Schröder, han dicho en la hora de su muerte que Grass puso a Alemania ante su espejo y la obligó a ver el rostro monstruoso y terrible de su pasado brutal. Tiene razón. Como tiene razón el gran George Steiner cuando dice que Grass utilizó el majestuoso poder de su palabra y de sus textos para obligar a sus compatriotas a mirar cara a cara a ese pasado y hacerse así conscientes de sus terribles actos y también de su culpa: “Mediante su ingenio macabro y a menudo obsceno ha hundido [Grass] la nariz de sus lectores en la gran piltrafa, en el vómito de su época”. Y eso es, naturalmente, también verdad. Aunque Steiner deja en el aire una importante reflexión, que es la pregunta a la que Adorno respondió taxativamente con su famosísimo dictum –“tras Auschwitz escribir un poema es barbarie”–: “preguntaba yo… [dice Steiner] si el idioma alemán había sobrevivido a la época de Hitler, si las palabras envenenadas por Goebbels y utilizadas para regular y justificar Belsen podían volver a satisfacer las necesidades de las realidades morales y las intuiciones poéticas. El tambor de hojalata apareció en 1959 y hay muchos que afirman que la literatura alemana ha surgido de sus cenizas, que el idioma está intacto. Yo no estoy tan seguro”. Llevaría mucho tiempo dilucidar esa compleja cuestión, en la que la obra de Grass, pero no sólo la suya sino la de muchos otros –entre ellos Hans Magnus Enzensberger, que fue casi el primero que contestó a Adorno y le obligó a introducir matizaciones en esa famosa frase–, desempeña, sin duda, un importante papel. Pero, al margen de todo eso, a Grass le quedó por hacer, por decirlo así, una tarea más pequeña y concreta: ponerle ese mismo espejo a su Tambor para que reflejase las deficiencias del método. Nada tiene que ver la belleza y la finura de sus retratos, por ejemplo el bellísimo de su madre en sus Memorias, cuando su prosa parece un violín, con el aporrear compulsivo de su tambor cuando pisa el terreno de la política o el ensayo. Como señaló, hace decenios, el mismo Enzensberger, había en el fondo de su ser algo “anacrónico”. Creyó demasiado en lo que creía, y eso le ató en su evolución. El hermoso barroquismo de algunas partes de sus obras literarias estaba muy por encima del traqueteo mecánico y algo ortopédico de algunos análisis. Creo que, al final, ese método del tambor dañó también a su capacidad de fabulación, que era literariamente inmensa.
En cuanto a la tarea de pelar cebollas, segunda metáfora dominante, el problema está en la propia naturaleza de las cebollas: que, por un lado, producen lágrimas y, por otro, son especialmente laberínticas, y en el laberinto de sus muchas y complejas capas se rompen casi solas. La bella metáfora de la cebolla no significa lo que parece significar, sino que es un término usado para señalar otra cosa. A eso que él llama pelar una cebolla, el mundo y la filosofía lo llaman crítica. Y ahí está la cuestión, en la crítica: en el sentido y la naturaleza de la crítica. Problema de máxima hondura y que fue lo que él quiso hacer: crítica del mundo, crítica de la política, crítica de la historia. Pelar cebollas significa desvelar críticamente la realidad profunda de las cosas. Pero quien pela una cebolla tiene que pelarla de verdad, es decir críticamente, y no con resultados o conclusiones acomodadas a credos previos, gustos, desgracias o intereses. Por decirlo en una famosa y fina distinción de Kant, se trata de hacer crítica, no censura. Que es otra cosa. Criticar es más, incluso mucho más, que hacer anotaciones u observaciones críticas. El problema de los grandes sacerdocios modélicos y de las vestiduras demasiado blancas es que aguantan muy mal las manchas. El problema de las religiones secularizadas, y la socialdemocracia es una de ellas, es su moralización autoexagerada. Viven, así, en el riesgo constante de la refutación. Y en la angustia y el miedo al cisne negro. Que siempre salta. Porque el hombre es de forma muy limitada un ser moral. El autor que puso en pie El tambor de hojalata tenía también, como la misma Alemania de la que formaba parte, “un pasado que se negaba a pasar”. En la génesis del pasado de Grass estaba escondido un cisne negro, del que nunca nos había dicho una sola palabra. Un niño de 17 años de Danzig, provincia provinciana, vio desplegarse ante sus ojos la gigantesca teatrocracia del nazismo, y los mitos se le enroscaron en el alma. Con 17 años le devoró la monstruosidad. Esa monstruosidad bestial y única que se llamó hitlerismo. Ninguna vida, ni ninguna conciencia puede tragarse eso sin daños. Cuando Günter Grass, en edad provecta y después de criticar al mundo, se puso a pelar la cebolla de la propia existencia encontró allí congelados los dramas de su pasado. Entonces, en vez de desvelar y elaborar críticamente el núcleo contaminado, optó por una suave y cuidada prestidigitación: una sobria y concisa confesión. Lo confesó, pero, por decirlo así, en nota a pie de página, en párrafo de paso. El problema no estuvo en la confesión –“irrelevante”– de un hombre que cuenta que, de niño, había pertenecido a las SS. Casi todos los de su época habían pertenecido o tonteado con aquello. Incluso Adorno tonteó también en 1934 con el naciente nazismo en un artículo –que luego se ha escondido bastante– publicado en la revista Die Musik, donde hace referencias al “realismo romántico” de Goebbels. Así que contaminados hubo muchos, unos más conocidos que otros, unos más disculpados que otros. El problema relevante estaba en el silencio consciente durante sesenta años. El problema estaba en que durante sesenta años la crítica había estado congelada. Esa última prestidigitación se llevó la credibilidad del tambor, que resultó ser de hojalata, otra traición y venganza imprevista de la metáfora. La belleza de la literatura fue arrasada por la fealdad de sesenta años de silencio culpable. Y ahí se torció la magia de la denuncia y del denunciante. Y él mismo se convirtió en su propio enterrador. La altura moral de los literatos, una vez más, en entredicho, y la altura ética otra vez en incongruencia con las capacidades artísticas. Es una de las enseñanzas terribles del terrible siglo XX. Fin del privilegio moral del artista. Y de los escritores. Fin de un hermoso mito, refutado cien mil veces por la historia. Así la cebolla acabó como el tambor: rota. La épica de la gente insignificante, pobre, marginada y menuda, que es a quienes canta y refleja El tambor de hojalata, devorada por la rapacidad de las frivolidades de literatos y literaturas, del establishment al fin y al cabo. En realidad, el tambor fue una ocurrencia extraordinaria para narrar la historia del hitlerismo inicial, pero un instrumento muy poco sofisticado para explicar las complejidades de fondo de la monstruosidad humana. Queda en el recuerdo aquel arte de fabulación, aquella hermosísima “lógica del absurdo” que representa el pequeño Oskar Matzerath, y que es la esencia del Tambor de hojalata. Sigue en pie la fuerza arrasadora del lenguaje. Pero esa anarquía de la literatura era incompatible con la lógica de los dogmas socialdemócratas. Las dos chocaron violentamente. Una, la más doctrinaria, se comió a la otra, más soñadora. Es la incompatibilidad del fondo anarquista de su literatura y del fondo socialdemócrata de su ensayismo político. Y ahí se rompió la magia. La sentencia de este arte y de esta obra está ahora en manos del dios del tiempo. No en las nuestras. Por nuestra parte, queda una profunda melancolía.
Una versión ligeramente distinta de este artículo se publicó en el diario ABC.
Luis Meana Menéndez, nacido en Gijón, hizo estudios de Filosofía en España y de doctorado en Alemania, donde fue profesor de universidad durante muchos años. Ha escrito numerosos artículos sobre política, filosofía y temas alemanes en importantes diarios españoles: El País, ABC, La Nueva España, Faro de Vigo, Diario de Mallorca y otros periódicos. Entrevistó a Ernst Jünger con motivo de sus 100 años y ha traducido numerosos ensayos de los principales escritores y pensadores alemanes de los últimos decenios. Ha hecho ediciones de ensayos de Günter Grass y Hans Magnus Enzensberger. Asimismo, es y ha sido en los últimos años consultor de empresas. Fue socio director de Ernst&Young y vicepresidente de Cap Gemini. En FronteraD, entre otros, ha publicado una serie de artículos sobre la Primera Guerra Mundial:
Las campanas del destino. La Gran Guerra de 1914, I
El negro azar de Sarajevo. La Gran Guerra de 1914, II