La soledad es lo que tiene: te da mucho tiempo libre. Mogollón.
No sé a quién he escuchado la tontería, o lo he leído en algún libro, de que uno tiene que poder estar en paz solo, consigo mismo. Encontrando dentro de uno lo que no es posible encontrar fuera, que no podemos engañarnos buscando en otras personas, en otras cosas o lugares lo que no encontramos en nuestro corazón…
Ya lo decía Pessoa, qué puedo encontrar en China que no esté en mí, y si está allí no está conmigo… Bueno, no eran esas sus palabras, es sólo mi recuerdo de sus palabras. Por algo él era Pessoa y le publicaron lo que escribía y yo soy Pérez y me lo tengo que publicar yo en este blog.
Pero recuerdo que era Él, China y su nulo interés por salir de Lisboa y del café donde escribía poesía y su desasosiego.
No he leído mucha poesía suya pero El Libro del Desasosiego es muy recomendable para estados depresivos. Nunca se sabe hasta dónde puede llegar un buen bajón anímico.
Así que aquí me encuentro, solo, intentando mirar dentro de mí eso que me debe hacer fuerte y capaz de afrontar con esperanza e ilusión lo que me quede de vida y con ganas de llenarla de proyectos que le den sentido sin necesitarme más que a mí mismo y sin depender de los demás para llevarlos adelante…
Pues no lo veo, la verdad, porque no lo veo.
Miro dentro de mí y todo son recuerdos de los demás, de mis padres, de mis hijos, de mis amores, de mi familia, de mis amigos, de personas que he conocido o incluso de las que no conocí…
Recuerdos de los que conoceré, como tengo ya recuerdos y pensamientos, sentimientos mil, de Olmo, mi nieto, al que ya conozco aunque no le haya visto más que en fotos, porque ya he imaginado muchas cosas con él.
Juntos de la mano paseando, llevándole en brazos, comiéndole a besos, incluso llevándole al dentista, en esas cosas concretas es como más le recuerdo.
Ahí fue, estando en el dentista tumbado en el sillón, cuando le recordé e imaginé por primera vez juntos, él y yo. Le recordaba sentado en la sala de espera, jugando con los puzzles que hay y ganándome haciéndolos más rápido que yo (y mira que los he hecho veces con Félix y Olvido, mis hijos pequeños).
Y se me saltaron las lágrimas y la dentista me preguntó si me estaba haciendo daño. Le dije que no, que era de alegría, y le tuve que contar que mientras me estaba haciendo la endodoncia había visto a mi nieto jugando conmigo, allí mismo.
Pensaría ella, en este sillón se ve de todo, para qué ir a China…
Mi nieto en su primer cumpleaños, con sus padres. Este artículo lo escribí antes de que naciera, el año pasado, ahora como estoy de vacaciones me ‘alivio’ con refritos, espero que perdonéis…
Aquí estoy escribiendo en la libreta estas cosas que para mí no tienen ningún sentido escribirlas, bastante las siento todo el tiempo y a una velocidad e intensidad muy superior a lo que me permite mi caligrafía, pero luego las pasaré al ordenador y las pondré en ese blog en el que voy tendiendo al sol, impúdicamente, toda esta ropa sucia que viste este penoso cuerpo. Demasiada ropa interior puesta a los ojos de la gente y no muy limpia con esos restos de las zurraspas y miserias que me han adornado toda la vida.
Algunas personas queridas me dicen que no debo hacerlo, otras que ellas jamás lo harían, y puede que les acabe haciendo caso porque tampoco voy a conseguir nada con ello, quizás algo más de desprecio: le mepris, que es una de las palabras que más me gustan en francés. Como l’orage, la tormenta, que ahora tanto añoro. Son tan sonoras…
En todo caso no hay caso, porque estas cosas que escribo se van quedando para mí y pocas personas más que me son muy cercanas y quizás sea lo mejor. Para qué más…
Cuando empecé con el blog le pedí a Juanjo, que fue quien me lo hizo, que me pusiera un contador de entradas, pero ya no lo quiero ver y le pediré que lo quite. Esto fue el año pasado antes de cambiarme a www.fronterad.es, aquí mi editor no me dice si nos leen mucho o poco.
No sé si con estas chanclas se hace mucho ‘ruido’ o se pasa por la vida en silencio, pero está claro que los más poderosos o los gobernantes no oyen sus pasos, escuchan mucho más las pesadas botas militares o los zapatos de marca…
Concha, la madre de mis hijos pequeños, me contó un cuento que había leído, no sé si de Pappini o de quién, que trataba sobre un hombre feliz, que se sentía querido y respetado por su familia, en su trabajo, por sus amigos, por todo el mundo…
Vivía una vida tranquila y apacible, dichosa.
Pero un día no se le ocurre otra cosa que comprarse unos zapatos con una suela de goma especial que hacen que sus pasos sean totalmente silenciosos y consigue llegar a donde está la gente sin que perciban su llegada, sin delatar su presencia.
Así descubre a unos compañeros de trabajo, que sin percatarse de que estaba oyéndoles están criticándole duramente.
Se sorprende mucho, pues jamás había recibido de ellos más que buenas palabras y consideración y respeto por su trabajo y su relación con ellos, no sabe que pensar y aunque triste, sale del trabajo dispuesto a olvidarlo todo en el cobijo de su hogar.
Ya en la calle ve a sus amigos andando delante de él y marcha detrás de ellos para darles alcance sin decir nada, pensando en darles una sorpresa, y se da cuenta de que están hablando de él, no se hace notar y escucha, estupefacto, cómo, sus mejores amigos, los que tanto le querían y que hablaban maravillas de él en su presencia le estaban poniendo a parir.
Se queda petrificado viéndoles alejarse y sumido en una profunda tristeza porque ya no comprende nada.
Él que todo lo había dado por ellos, que siempre estaba desviviéndose para hacerles felices se encontraba parado en medio de la calle, en medio de ninguna parte, en medio de sus sentimientos destrozados, viendo cómo sus amigos se alejaban haciendo chirigotas y críticas descarnadas sobre su persona.
Sin ánimo de seguir adelante decide ir hacia su casa buscando refugio y consuelo a un dolor inconsolable.
Sin fuerzas, hundido, abre la puerta tan quedamente como latía su corazón, no la cierra de golpe, festivo, como siempre, sino despacio como no queriendo hablar con el mundo que se le ha vuelto tan esquivo.
Tampoco saluda con una voz desde la puerta a su mujer y sus hijos, ni dice el sempiterno, ¡familia, ya estoy en casa…!, sino que arrastra sus zapatos, con todo su ser y con su tristeza, por el pasillo.
Empieza a oír la conversación de su mujer y sus hijos y va ralentizando su marcha, la sangre deja de correr por sus venas y va sintiendo un frío en su corazón cuando va comprendiendo lo que están hablando y que su propia familia no hace otra cosa que los demás: ponerle a caldo.
Se trastabilla porque le falta el aliento y tropieza con una cómoda en el pasillo a la que consigue agarrarse para no caer al suelo. Su mujer y sus hijos, al oír el golpe, salen todo preocupados a ayudarle y contrariamente a lo que estaban hablando se deshacen en atenciones y cariños.
No te habíamos oído llegar, le dicen.
Poco a poco y gracias a las muestras vivas, y sinceras, de preocupación y cuidados nuestro hombre va recuperando el ser y el estar y le confiesa a su mujer que se ha comprado unos zapatos nuevos pero que le hacen mucho, mucho, daño.
Más daño del que puede soportar y que por eso casi se pierde.
Y que los tire, por favor, que no quiere verlos nunca más, que casi acaban con su vida.
Y su vida volvió a ser la que fue, querido y respetado por sus compañeros, amigos y familia.
Con unos zapatos como estos puedes llegar al final del camino de baldosas amarillas, o casi…
Como debe ser. Para qué saber más.
Moraleja: Urbanización cercana a San Sebastián de los Reyes.
Sed felices y haced ruido. Y las cosas porque os apetezca hacerlas, sin esperar nada a cambio. No como yo que escribo para que me leáis.
GALERÍA DE RETRATOS DE JAVIER NAVAS
14-04-2009