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H. G. Adler y “los mensajeros de la vida”

 

“No se puede contar. Nadie puede imaginar lo que pasó aquí. Imposible. Y nadie puede entenderlo”. Los ojos de quien así habla recorren la amplia extensión rodeada de bosque a las afueras de Chelmno-del-Ner (Polonia) en la que 400.000 judíos fueron enterrados y más tarde incinerados tras ser asesinados en camiones de gas durante los algo más de tres años que estuvo funcionando el campo de exterminio allí instalado. La absorta mirada que ahora ve desfilar de nuevo ante sí los fantasmas de miles de compañeros de infortunio pertenece a Simon Srebnik, uno de los dos supervivientes de esta fábrica de muerte que, invitado por Claude Lanzmann para la realización de un gran documental sobre el Holocausto, ha aceptado regresar 34 años más tarde a aquella siniestra estación del infierno concentracionario nazi.

 

A diferencia de la mayoría de prisioneros, Simon había logrado prorrogar su existencia más allá de lo razonable en Chelmno por su facilidad para los juegos que por diversión organizaban los responsables del campo, así como por su melodiosa voz, que ejercitaba especialmente cuando varias veces a la semana tenía que remontar el río Ner en una barca para ir a alimentar a los conejos. El niño cantor desgranaba así aires de folclore polaco y cantinelas militares prusianas aprendidas de los soldados para deleite de sus celadores y de los habitantes, cristianos ejemplares, de una población que sabía demasiado bien cuál era el fin que al pequeño y a los suyos se les tenía reservado.

 

Simon Srebnik tenía poco más de 13 años cuando los alemanes, advertidos de la llegada de los soviéticos, decidieron ejecutar a los pocos supervivientes judíos que quedaban antes de abandonar el lugar. Sólo que en su caso, la bala que le descerrajaron no le atravesó ningún órgano vital y pudo arrastrarse hasta una pocilga de cerdos, donde horas después fue descubierto y curado.

 

Lo hemos escuchado cientos, miles de veces, con palabras iguales o parecidas. “No se puede contar. Nadie puede imaginar lo que pasó aquí. Imposible. Y nadie puede entenderlo”. Se lo escuchamos a Günter Grass cuando advierte: “Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender”; lo advertimos en la desesperada inquisición de Jorge Semprún: “¿Pero se puede contar? ¿Podrá contarse alguna vez?”. Lo hemos musitado nosotros mismos, simples testigos silenciosos de los testimonios que en oleadas han traído a nuestra orilla todo ese material a partir del cual construir una catedral de horror y vergüenza. Pero “la angustia del posible olvido”, como dijo otro superviviente, Imre Kertész, y la necesidad de comprender lo “impensado e impensable”, como escribió Reyes Mate en alusión a lo que supuso Auschwitz, han prevalecido sobre la incitación al olvido de aquellos (especialmente en los años inmediatamente posteriores al Holocausto) que quisieron tender un tranquilizador manto de silencio sobre uno de los acontecimientos capitales de nuestra aventura humana.

 

Tal vez sea porque efectivamente no cayó en saco roto la célebre frase de George Santayana que recibe (escrita en polaco e inglés) a quien visita el bloque nº 4 del campo de Auschwitz I: «El que olvida la historia está condenada a repetirla»; o que siga resonando dentro de nuestras cabezas aquella incontestable y aterradora sentencia que reformuló George Steiner, cuando señaló: “Nosotros llegamos después. Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”. El caso es que resulta difícil sustraerse a la idea (sobre todo tras haber leído Modernidad y Holocausto de Zygmunt Bauman y aceptado que el Holocausto “fue un inquilino legítimo de la casa de la modernidad; un inquilino que no se habría sentido cómodo en ningún otro edificio”) de que la verdadera piedra en el zapato de nuestra civilización, el momento preconizado por Valéry en el que “podemos decir que todo lo que sabemos, es decir, todo lo que podemos, ha acabado oponiéndose a todo lo que somos”, en el que “ya no nos atrevemos a excluir lo inimaginable” (Raul Hilberg) tiene mucho que ver con la experiencia que Simon Srebnik revive en Shoah.

 

Sí, definitivamente, como sostiene Steiner, “somos homosapiens posAuschwitz” y, por lo tanto, no debemos desdeñar el hecho de que sin los testimonios de los supervivientes, como apuntó uno de los cronistas paradigmáticos del universo concentracionario, Primo Levi, “las proezas de la bestialidad nazi, por su propia enormidad, podrían quedar relegadas al mundo de las leyendas”. De hecho, éste fue uno de los estímulos esenciales que anima la obra de hombres y mujeres como Elie Wiesel, Wladyslaw Szpilman, Ruth Krüger, Paul Steinberg, Robert Antelme, Víctor Frankl, George Perec, Tadeusz Borowski, Jorge Semprún, Boris Pahor, Seweryna Szmaglewska, Primo Levi, etcétera, supervivientes que con sus textos dieron validez a aquella afirmación de Hannah Arendt de que “las bolsas de olvido no existen”.

 

Ellos fueron, al fin y al cabo, pese a los reproches acerca de la utilidad de su propósito, de la invitación tácita a no aparecer en público, como escribió H. G. Adler en el prólogo a su obra fundamental, verdaderos “mensajeros de la vida”, viajeros que adquirieron la certeza de que el único camino practicable hacia la liberación pasaba por la memoria, como subrayó el premio Nobel húngaro autor de la imprescindible Sin destino.

 

Precisamente, estos dos últimos autores forman parte de la selecta nómina de testigos que elevaron su peripecia vital a la categoría de arte por medio de una escritura que supo penetrar en sus respectivas experiencias trascendiendo el mero dato biográfico o la recreación histórica. Junto a las autobiografías más o menos fidedignas, incluso junto a los testimonios de urgencia, escritos en mitad del cautiverio, a hurtadillas, para ser salvados de las más diversas formas –los documentos que harían posible la publicación de Crónica del gueto de Varsovia de Emmanuel Ringelblum, activo miembro de la Ayuda Social Judía fusilado junto a su familia en 1944, escaparon de ser destruidos gracias a ser escondidos en dos latas de leche–, versos como los que conforman el Todesfuge, de Paul Celan, o novelas menos conocidas como Un viaje, de Adler, han contribuido en no poca medida a expresar la indecible “verdad” del Holocausto.

 

La literatura, que a mitad del siglo pasado se ve envuelta en los debates que protagonizan los defensores y detractores del “compromiso”, el objetivismo y demás modas efímeras, se convierte de este modo en un arma poderosísima para luchar contra el antilenguaje de los campos de exterminio, tratando de restituir al “animal lingüístico” que es el hombre a base de desafiar el célebre apotegma de Adorno. Escribir un poema después de Auschwitz será sólo entonces posible si somos capaces de orientar nuestro pensamiento y acción de modo que lo ocurrido no pueda nunca más suceder, esto a pesar de que para lograr celebrar “la miserable belleza de todos los matices reconocibles del gris”, únicamente nos quede, como escribirá Grass, un “lenguaje dañado”. Un lenguaje atravesado por “la voz rota que domina el arte contemporáneo”, en acertada expresión de Kertész, después de que la verdad de los campos saliera a la luz y la humanidad tuviera que contemplarse a sí misma en el espejo.

 

Aunque no suele ser incluido en las listas habituales cuando se habla de la llamada “literatura del Holocausto”, el checo Hans Günther Adler –cuyo centenario celebramos [sic] este 2010– es uno de los ejemplos más brillantes de entre cuantos se consagraron al recuerdo de “los queridos muertos”, hasta el punto de convertir este asunto en el leitmotiv y verdadero sentido de su vida. Crecido en el seno de una familia burguesa de Praga, y versado en literatura, filosofía, psicología y música (se doctoró con una tesis sobre Klopstock y la música), Adler ya intentó establecerse como escritor antes de que sus ilusiones se desvanecieran con la subida al poder del nazismo. En 1941 inició aquel viaje que le marcaría para siempre, recalando un año más tarde en Theresiendstadt con su primera mujer y la familia de ésta. En 1944, el matrimonio llegaba a Auschwitz, donde Adler perdería a su esposa después de que decidiera acompañar a su madre a las cámaras de gas para que no muriera sola. Otros campos acogerían al escritor en los meses siguientes hasta que finalmente en abril de 1945 fuera liberado por tropas norteamericanas. Al llegar a casa, sin embargo, H. G. Adler descubrió que tampoco allí podría ser libre y así en 1947, huyendo del régimen comunista, comenzó su peregrinación por medio mundo al tiempo que iba construyendo esa “obra de arte total”, en palabras de su biógrafo Jürgen Serke, compuesta por una enorme cantidad de poemas, relatos, novelas y ensayos, incluyendo su gran monografía Theresiendstadt de 1941 a 1945: la faz de una comunidad forzosa.

 

Pero, fue de entre todo ese ingente material, en Un viaje (traducción de Carmen Gauger, Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores), donde se ubica el meollo de su reflexión sobre la realidad de los campos. Todavía, a día de hoy, resulta bastante incomprensible el papel menor que esta obra ha desempeñado no ya sólo dentro del amplio abanico de textos que sobre el Holocausto han ido apareciendo, sino dentro de la narrativa de la segunda mitad del pasado siglo en general. Que no haya sido sino hasta hace unos meses que esta novela apareciera publicada en español es un dato ya bastante revelador, pero la mala fortuna que acompaña a Un viaje se remonta a la fecha en que nació. Escrita entre 1950 y 1951, y por lo tanto considerada como una de las primeras obras de ficción que abordaron sin ambages la realidad del exterminio, habría de pasar más una década hasta que Knut Erichson reparara en ésta y decidiera publicarla en Bibliotheca Christina de Bonn como un mal menor. Previamente, los reveses se habían sucedido uno tras otro, incluyendo el que le propinó a Adler el poderoso editor Peter Suhrkamp quien le dedicó al libro estas amables palabras: “Mientras yo viva este libro no se imprimirá en Alemania”. Razones de índole histórica, relacionadas con “el afán de perdón de la posguerra”, de “no agitar aún más el gigantesco problema de los refugiados”, en definitiva de todo aquello que contribuyó a “reducir el Holocausto a un lugar secundario de la Historia de Occidente”, como arguye Carlos Morales cuando intenta descifrar las causas de la amnesia posHolocausto –Primo Levi espeta en un momento dado a este respecto: “Los que me esperaban se tapaban los oídos. Los que pudieron me esquivaron”–, no valdrían para explicar este caso, entre otros motivos porque Adler en ningún momento introduce la “cuestión judía” en el texto ni apela a ninguna supuesta culpa alemana, al menos de forma directa.

 

La escasa repercusión obtenida –en proporción a sus méritos– por Un viaje en las décadas posteriores nos obligaría, de este modo, a apelar a otros motivos de índole más puramente literaria o, mejor dicho, editorial/comercial. Ésta es la línea que sigue, por ejemplo, Carolina Moreno Tena cuando trata de explicar por qué razón otra obra fundamental como La piel y los huesos, de Georges Hyvernaud, sigue siendo desconocida “a pesar del boom actual de la literatura del Holocausto”, añadiendo en este sentido que “una de las posibles respuestas sea nuestra incapacidad o poca predisposición a enfrentarnos a un testimonio despojado de toda épica”. Esto explicaría el éxito de libros como El niño con el pijama de rayas o la película La vida es bella, en los que priman la digestión racionada del dolor y el cálculo del impacto emocional característicos del melodrama, más semejantes en estructura al musical de Hollywood que a la experiencia concentracionaria, al tiempo que relegarían a la marginalidad a otro tipo de obras heterodoxas y renuentes a la clasificación en las que, como elemento añadido, el carácter cronístico o autobiográfico se vería atemperado por el lirismo o por un ensayismo difuso sin pretensiones académicas, como es el caso de Un viaje.

 

“Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente –nos dice Jorge Semprún en La escritura o la vida–, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio”. Sus palabras se ajustan plenamente al libro de Adler, quien desde una postura inventiva y creativa (por seguir la clasificación que Javier Sánchez Zapatero incluye en su reciente Escribir el horror. Literatura y campos de concentración) intentó demostrar una vez más, con Steiner, que “los peldaños de lo verdadero están en la escalera de la ficción”.

 

Cierto es, como señaló Georges Perec, que “hablar, escribir son, para el deportado que regresa una necesidad tan inmediata y perentoria como su necesidad de calcio, azúcar, sol, carne, sueño, silencio”. La voluntad de contar lo que allí estaba pasando, nos recuerda Reyes Mate, “les motivó para luchar por la vida más allá de toda lógica”, incluso llegando al extremo de arriesgar su vida para dejar un testimonio escrito, pero no es menos importante que esta experiencia fue contada de muchas maneras y si bien todas son igualmente válidas y necesarias por distintas razones (construir una teoría de la verdad que pivote sobre el testimonio, como apunta este pensador no es un motivo menor), hubo un pequeño grupo de creadores que tuvieron la suerte, la fuerza y el talento de enfrentarse artísticamente, trascendiendo su destino personal, a la descripción de un mundo que solo un visionario como Franz Kafka (padre del “absurdo radical”, antesala del “mal radical”) había llegado apenas a vislumbrar.

 

Aunque en un primer momento pasase prácticamente inadvertida, Un viaje, llamó la atención de figuras como Elías Canetti, quien se adelantó a saludarla como una “obra maestra”, como “el libro clásico de este género de viaje, de toda pérdida de raíces y de todo exterminio, quienquiera que sea la persona a quien eso le ocurra”. El filósofo apreció desde un primer momento la belleza de la prosa y el hecho de que estuviera escrita “más allá del rencor y la amargura”. Y es que en el libro, que en un principio llevaba por título original Un viaje. Una balada (por reunir, lo que es característico de la balada, elementos líricos, dramáticos y narrativos y por repetir a modo de estribillo una serie de motivos recurrentes) destacan la sátira por encima del realismo descarnado, la ternura sobre el exhibicionismo, el desasosiego sobre la desesperanza. Se trata, como el propio Adler explicó, de una “ironía lírica” en la que el horror se pone los sucesivos vestidos del cariño, la incomprensión, la angustia, la esperanza y una crítica lacerante. “La voz narradora –señala Jeremy Adler, hijo del autor– habla con suavidad, un amor silencioso recorre espectralmente la novela, como el fantasma de lo invisible en un poema lírico”. Esta impresión de conjunto no se ve rota a nivel formal por el flujo polifónico de la conciencia que va conectando y entretejiendo a los personajes, pensamientos y acontecimientos sin que, por lo tanto, y pesar de los ritornelos, bifurcaciones y digresiones, se termine de romper el hilo cronológico que como un implacable telégrafo va haciendo avanzar todo el conjunto.

 

Se trata, al fin y al cabo, de un viaje, el mismo que recorrieron millones de judíos y expatriados de toda Europa y que tan sólo unos pocos tuvieron la fortuna de poder recordar, contar, escribir…, pero en el caso que nos ocupa éste no abarca sólo el itinerario que parte del apartamento de los Lustig en Stupart (Praga) y termina, tras la liberación de Ruhenthal (Theresiendstadt) en Unkenburg (Halberstadt), a ocho kilómetros del campo en el que se debaten los miembros de esta familia (trasposición de la familia Klepetar, la de la esposa del autor). “Es –como escribe Adler en sus ‘Presagios’, especie de prólogo de la obra– el propio recuerdo que se va de viaje y que ya estuvo siempre en camino”.

 

Se trata de alguna manera, de un viaje voluntario, necesario, inexcusable que contrasta con la prohibición de existir que define el destino de los protagonistas, de la familia, de toda la comunidad y que viene trazado en el libro desde la primera línea: “Nadie os preguntó, otros lo decidieron. Os amontonaron, sin que nadie dijera una palabra amable. Muchos de vosotros tratabais de encontrar un sentido, y entonces erais vosotros quienes queríais preguntar. Sin embargo, no había nadie que diera la respuesta. “Pero ¿por qué? Un ratito aún… un día… unos años… Tenemos apego a la vida”. Pero no había sino silencio, sólo hablaba el miedo, y ése era imposible oírlo”. Vivir para recordar, para contar, para viajar. “Para el viaje a la muerte todos son buenos”, anotaba la niña Ana Frank en su diario el 19 de noviembre de 1942 mientras veía desde su escondrijo el desfile de inocentes que se encaminaba a un destino no por demasiado conocido menos impensable. Es un viaje que supone un choque brutal con el sentido, con un pasado que de pronto adquiere la densidad de lo irreal, siendo a su vez irreal lo que los prohibidos están ahora viviendo. El que llega de repente, o así les parece a las víctimas, quienes de pronto caen fatalmente aquejadas de “la primera enfermedad mental de carácter epidémico”. Etty Hillesum, una joven judía holandesa que decidió (como la primera mujer de Adler) compartir la suerte de los suyos partiendo desde Westerbonk hacia los campos de Polonia, recoge esta intuición en una anotación personal que logró también ser rescatada: “Poco a poco toda la superficie de la tierra no será más que un inmenso campo y nadie, o casi nadie, podrá habitar fuera”. Sus síntomas, escribe el autor checo, se advierten por la llegada de un imperativo improrrogable: No puedes. “Quedaron prohibidos los caminos, acortaron el día y prolongaron la noche, pero también se prohibió la noche y se prohibió asimismo el día”. De un plumazo “los que antes fueran seres humanos eran ahora de cera, pero seguían vivos”. Mientras que por medio del sarcasmo los soldados se han convertido en “héroes”, los procedimientos de cosificación y zoologización que llevan fría, racionalmente a cabo los perseguidores sobre sus víctimas transforma a ciudadanos hasta hace nada respetables, bien considerados y casi ejemplares (“como si fuera vuestra esa tierra y os perteneciese por derecho”), en “muñecos”, “autómatas”, “figuras de cera”, “fantasmas”, “espíritus vestidos de persona”, “conejos”, “recua”, “basura”… Sin casa, sin profesión, sin nombre, sin más derecho que la obediencia ciega “los polluelos amarillos” son transportados con la regularidad de lo consabido. “No puede ocurrir nada sorprendente. Las cosas están claras y en orden como el primer día de la creación. Queda descartado cualquier cambio porque ha sido eliminado de los planes”. Los trabajos forzados, el hambre, la enfermedad, la muerte, hasta el duelo adquieren los contornos de lo rutinario.

 

“El crematorio, rodeado de prados y levantado sobre suelo arcilloso, trabaja bien y a fondo, de manera que desde su inauguración no se han oído quejas”. La aceptación sumisa, el espíritu de conservación, la indiferencia ética hacia el dolor de los demás también forman parte de un plan maestro diseñado para reducir la existencia del prisionero a sus funciones biológicas. “Por un trocito de pan es posible comprarlo todo, pero también venderse a sí mismo”. Las posibilidades de mantenerse en pie se reducen al mínimo para quien no entre en este macabro juego. Muérete tú, que yo moriré otro día, parece ser la divisa que se imponen unos prisioneros a los que no les queda siquiera el consuelo de huir de su mísera realidad al estilo de aquel vagabundo de las estrellas de London. Lo observamos una y otra vez a lo largo de las más de nueve horas que dura el filme de Lanzmann, como cuando escuchamos cómo los miembros de los comandos de trabajo judíos de Treblinka imploraban en silencio que no dejaran de llegar trenes al campo –“producción”, “unidades”, en la terminología nazi– para no tener así que asumir una muerte segura. De ahí que el sentimiento de culpa, el pensamiento de que “los mejores de entre nosotros no regresamos a casa” –como apuntara Víctor Frankl en El hombre en busca de sentido–, la conciencia en muchos casos de haber actuado de forma deshonrosa –cosas todas éstas que, paradójicamente, resultaron indiferentes a la mayor parte de los verdugos, que se escudaron en el estricto cumplimiento de su deber– persigue a muchos de los “renacidos”. Pero, para albergar tales pensamientos han tenido que mantener un mínimo de la humanidad que les arrebataron, recuperar un brillo de pensamiento en la mirada, rellenar el vestido de persona, todo aquello, en definitiva que parece fuera de alcance cuando el mundo, como expresara Elie Wiesel, es “un vagón herméticamente cerrado” que al abrirse solo deja a la vista un montón de “muertos y larvas” (Primo Levi).

 

Porque “el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso”, como dice el joven protagonista de Sin destino, trasunto del escritor Imre Kertész, pese a ser un deseo aceptado con escrúpulos, llega a ser más fuerte que toda reflexión, lógica o deliberación. Por eso Paul Lustig, tras contemplar a los muertos que están con él, confía “en no tener que avergonzarse ya ante ellos por querer continuar el viaje, por haberse pasado a la mano de la vida”.

 

“Sólo quien emprende el viaje encuentra el camino de casa”, escribió una vez H. G. Adler en un ejemplar dedicado de Un viaje. Es el único mensaje posible de quien ha perdido todo lo que puede ser quitado, pero que mantiene incólume “el centro”, aquello que permanece “invariable en el viaje”. Pocos actos de rebeldía mayores caben imaginarse frente a aquellos que erigieron o consintieron un sistema en el que los hombres estaban de más y que, por lo tanto, podían ser decretados culpables de existir; frente a quienes no pudieron prever que, como el ángel de la historia de Benjamin, ése de “ojos desencajados, boca abierta y alas extendidas” que se eleva mirando hacia el pasado sobre “una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies”, el mensajero de la vida, al que empuja un huracán llamado Progreso, aún será capaz de efectuar un intento desesperado por “detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado”. De mirar el rostro doliente de las víctimas a través de un arte capaz de encarnar esa disciplina que, como afirmaba Paul Klee –cuyo cuadro Angelus Novus inspiró precisamente a Benjamin las Tesis sobre filosofía de la Historia aludidas–, “no imita a la realidad, sino que la desvela”.

 

 

 

José María Matás (Vélez-Málaga, 1976) es licenciado en Filosofía y Letras. Autor del poemario Cristales rotos y de la obra teatral Un mar de fondo, escribe asiduamente en diferentes publicaciones culturales. Responsable del blog El Librófago, colabora con la editorial Ginger Ape Books&Films. En FronteraD ha publicado Felipe Alaiz y el arte de criticar con arteAcción: parados

 

 

 

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