Siempre me acuerdo de mi pequeño cuñado (entonces tenía trece años) cuando, una semana después de derribarse la estatua de Sadam Hussein en Irak, bajó por las escaleras de su cuarto gritando: «Ha caído Kabul, ha caído Kabul!». Supongo que, aparte de dar la noticia, lo que le impulsaba era la oportunidad de decir esa frase exactamente. Una frase histórica. Una frase de radio antigua de cuando no existía la televisión y las familias permanecían alrededor del gran aparato radiofónico de madera mientras uno de sus miembros trataba de sintonizar las novedades del frente. La recepción de su primicia no fue como sin duda esperaba, pero él había dicho: «¡Ha caído Kabul!», como un soldado que viniera anunciándolo a través de las trincheras para acabar de un salto en el búnker del general.
A mí me ha pasado algo similar al respecto del vídeo en Youtube de «cara anchoa», donde un joven youtuber se dedica a grabar con cámara oculta cómo aborda por la calle a los transeúntes preguntándoles por una dirección al tiempo que intercala un insulto. La cosa funciona más o menos así: el youtuber se acerca a alguien escogido previamente y le saluda: «Hola, perdone, papanatas (pringao, etc…), ¿le importaría decirme donde está la calle…?» Hasta hace unos días, las reacciones de los afectados habían sido diversas y con un resultado satisfactorio para los intereses del protagonista, desde los que no escuchaban el improperio o parecían no haberlo escuchado, hasta los que se enfadaban sin más y lo rechazaban o los que miraban alrededor previendo una broma del gusto que cada uno califique como crea oportuno. Yo tengo que confesar que he disfrutado enormemente con el tortazo que le propina al final un hombre después de que el youtuber le llamara «cara anchoa» repetidas veces. Un tortazo directo, seco y educativo.
Ayer fui con la historia de «cara anchoa» a mis cercanos y me miraron como yo miré a mi pequeño cuñado el día que vino gritando: «¡Ha caído Kabul!». La misma semana de retraso al respecto de las grandes noticias. Yo llegué emocionado diciendo: «¿Habéis visto lo de cara anchoa, habéis visto lo de cara anchoa?», y entonces lo supe. Pero del mismo modo que a él nadie le podrá quitar nunca el placer de niño de haber proclamado que había caído Kabul como si fuese Filípides, a mí nadie me podrá quitar nunca el placer de niño de haber visto el tortazo justo y preciso, el tortazo a (des)tiempo al majadero que no ha entendido la enseñanza simple (era de prever) al denunciar (y esto es lo más interesante) la respuesta del insultado después de provocarle por segunda vez con la intención de que ocurriera lo que finalmente ocurrió por mucho que no se lo esperase porque lo único que podía esperar, al parecer, es la aprobación y el alborozo de su público.
Qué torta tan reconfortante que yo nunca hubiera podido dar. ¿Es esa torta (y sólo esa concreta torta y no cualquier otra agresión más grave o desproporcionada) antigua, sana y estupenda, una torta budspenceriana, obelixiense, como reacción a la ofensa gratuita, más violencia que el insulto provocador? Si es así, definitivamente, ha tenido que caer mucho más que Kabul.