Sabes cómo te quiero. Emplea por favor tu proverbial paciencia en todo lo que en esta carta te parezca precipitado o injusto. No existe ninguna voluntad de molestar, todo lo contrario. Más bien intento una variación reflexivo-humorística sobre nuestra preciosa relación. Una carta, no hace falta decirlo, a la que no necesitas contestar.
Estuve pensando de hecho en no escribirte, en dejarte en paz y no darle más vueltas a nuestra historia. Al fin y al cabo no necesito tener razón, ni explicar ningún «pollo» reciente, que además no era tal. No me siento tampoco en peligro contigo, no sólo por saber que no me deseas mal alguno. La tentación inicial fue decirte simplemente: «Te deseo de corazón, cariño, para ti y para los tuyos, unas felices fiestas». Pero me sabía mal dejarlo así, como si no quisiera, por despecho, contestar a tu correo. Entonces me tomo finalmente estas libertades, la libertad de decirte, con algún sentido del humor y del amor, cosas de ti y de mí que no hemos tenido ocasión de hablar. Sin ningún rencor, porque además… siempre he sido libre frente a ti, antes y ahora. Por este lado tienes razón, siempre la has tenido en tus reservas, en tu andar a medias conmigo. Poco se puede hacer con una persona que piensa así, que vive así, sin necesitar nada.
Tampoco necesito llevar el agua a ningún molino. O sea que tómate esto como un enredo de los míos al servicio de un cariñoso «hasta pronto». Un pequeño ensayo sobre nosotros y, de paso, sobre lo que sacaste de mí, lo que no sé de mí mismo. No te extrañe si a veces no entiendes o crees que desvarío; a mí me ocurre lo mismo. De cualquier manera está bien para mí este ejercicio de memoria, muy apropiado para combatir riesgos de deterioro en la segunda edad.
It was a pleasure es una maravillosa canción de Nico en «Chelsea girls». Juraría que, junto con otro de Nick Cave, te dejé ese CD en el primer viaje a Berlín. ¿No? Da un poco igual, pues tú casi nunca comentas nada, casi nunca entras en lo que se te ofrece. O lo haces con tanta dilación que la cosa pasa a mejor vida. Estás muy ocupada, muy absorta –con bastante gracia– por tareas en varias lenguas como para atender a lo que ocurre en una sola lengua, ahí. Tal vez por eso te limitas a dar las gracias. Una y otra vez, muy educada: Gracias, gracias, gracias.
Tengo muchos defectos, pero reconocerás que desde el principio la relación estuvo en algún sentido desequilibrada. Tú me invitas a tu remota residencia y yo voy. Curiosamente, casi siempre nos hemos visto en tu casa, no en la mía. Te llevo discos, te hablo durante horas, te paso escritos en los que está mi carne. Casi nunca obtuve ningún comentario. Parece una broma decirlo, pero pienso que parte de nuestro «problema» de relación, no habiendo ya ninguno, es que -de manera muy femenina, hay que decirlo- ignoraste siempre el posible contenido intelectual, las razones de mi impaciente estar en el mundo. Y no me refiero tanto al contenido explícito de cada uno de mis correos, de mis escritos, de mis frases o mi música –demasiadas cosas, lo reconozco–, como al rumor de fondo de todo eso que viviste de cerca, pero desatendiste de lejos. Cuando, por otra parte –je–, tampoco te dedicabas precisamente a plancharme las camisas o a hacerme croquetas. A lo mejor habría tenido gracia -¡qué foto!-, pero la verdad es que no fueron así las cosas.
Lo mejor de todo es que también aquí te pueden asistir poderosas razones. Tal vez no me decías nada por la misma razón que nadie dice nada. Sencillamente, porque no se me entiende bien; o digo demasiadas cosas a la vez y demasiado complejas; o insinúo que vivo las cosas con una autosuficiencia tal que le ahorra al otro comentarios. La verdad es que sufro con ese silencio universal, pero es tal vez lo que merezco. Además, así me siento otra vez héroe e incomprendido.
Con todo, aquel equívoco inicial y tus miedos en torno mi papel familiar en El Picón y la comunidad que me rodeaba, fue algo sorprendente. «¿Pero no ve que sigo solo en medio de todo esto?», pensé yo. Después vinieron las palabras sobre mi fidelidad «muscular» a la tristeza, pero no tuvieron mucho efecto duradero, salvo el de retardar el definitivo divorcio. Sólo eras «fiel» en la atención a la breve intensidad de nuestros correos electrónicos y de las historias divertidas que te conté en los primeros días de Berlín: aquella escena de la Gorda, mis famosos pollos, mi descendencia –nunca mejor dicho– con la bruja de turno, mi música… Historias que creo que escuchaste “un poco” sacadas de contexto. Una de nuestras cenas en Berlín –¿recuerdas, con aquel cursi camarero empeñado en entender de vinos más que nosotros?– estuvo presidida por mi incomodidad ante esa perplejidad tuya, para mi gusto un poco convencional. Todo eso, la gorda, lo divertido de mis problemas con el «no», el homosexual de Génova, etc., no parecieron más que anécdotas mal atendidas del hombre que te gustaba, pero del cual nunca te animaste a conocer más que en su cáscara. De ahí el largo viaje a Barcelona para rozar esa cáscara… cuando la yema -je, otra vez- quedaba probablemente atrás.
Es muy posible que no vivas a medias, de acuerdo. ¿Además, dónde está el extremo y quién soy yo para decirlo, conociéndote tan «episódicamente»? No, no vives a medias, pero no me acompañaste –a veces, ni siquiera por cortesía– en mi vivir tres minutos en uno. A eso le llamaste sistemáticamente «impaciencia», «cómo eres», montar un «pollo», “estás loco”, etc. Desde el principio, pegada a la atracción intensa que sentía por ti, tuve la sensación de una sutil impotencia, de estar frente a una niebla sin perfiles. Tal vez, aparte de tu modo de ser nublado, esa niebla no sea más que mi imposibilidad interior para el amor, sin más. De ahí aquella pregunta en una terraza de Berlín, que no sé si te hizo sonreír, si te puso seria o te dejó tal cual, que es uno de tus estilos: The show is over. No, dijiste tú: The experiencie is over. ¿»Y si nos atreviésemos a dejarlo aquí -contesto-, a eternizar este breve encuentro, a asumir la eternidad de este roce leve?». Dije después: «Es muy bonito, pero no, no creo que me atreva». Tú, como tantas veces, sonreíste misteriosamente y dijiste algo así como: «¿No te atreverías?». Hasta hoy.
Hablo demasiado, de acuerdo, incluso ahora mismo. Pero tú, ¿no callaste demasiado? ¿No es un poco «tradicional» y peligroso ese callar? Sí, ya sé que hablaste en momentos clave, y hablaste maravillosamente: «No puedo seguir, Ignacio». Adoro estos momentos tuyos de resolución. Después de éste le hice a mi hija. una pregunta que nunca le había hecho: “¿Te gustaría tener hermanitos?”. Sin embargo, ¡hubo por en medio tantos silencios! Tendría que mirarme, con algún buen especialista, lo mal que llevo ciertos vacíos.
Mi prematuro –lo reconozco– y demasiado frecuente «Te quiero» fue también, además de un sentimiento real y un intento de precipitar las cosas, una forma de acallar mis propias dudas internas con una fórmula lapidaria. Posiblemente no valgo para amar a alguien y hacerlo feliz debido a amar de antemano los rostros desconocidos del mundo. De ahí que necesite cuanto antes que las cosas se precipiten; una “definición”, como tú decías.
¿Recuerdas aquella mañana luminosa de agosto, bajando del hotel San Cibrán por la carretera serpentina que iba de Suevos a Noia? Dios, cómo te quise en aquella curva de la carretera, tu preciosa camisa a cuadros –azules y violetas, creo– comprada en Berlín, tu cola de caballo, tus rodillas blancas –no, llevabas vaqueros– mientas sonaba Cloud song y yo me oí decir, tuve que decirte: «Esta canción, ¿no te recuerda a ti?». Sonreíste como pocas veces, de una manera perfecta, y yo sentí el coche lleno de niños. Sentí con nosotros, allí, la infancia de una humanidad que nunca se sabrá a sí misma. Sin hablarte apenas, cómo te amé en la romería. Tu silueta dulce y discreta, su sonrisa amable con todo el mundo, la manera en que modulaste mi ventura para estar bien con la gente aquella tarde. Tiene gracia, la misma tarde en que después tú miras para atrás en el coche y te asusta ver a mi hija dormida.
Contigo es como si nunca hubiera continuidad, como si precisamente una nube -a veces, sin canción- difuminara cada encuentro, cada hallazgo, cada conquista. Quiero decir que nuestras experiencias se dispersaban en una frecuencia de onda encriptada, que cambia continuamente de dial. Yo te fui infiel una vez, de una manera vergonzosa. Lo insinué en nuestro segundo divorcio, en el Café Central. Tú, que dices -y te creo- que me esperaste todo un año, me has sido habitualmente “infiel” –disculpa la expresión–por pura reserva, por el hábito de no estar presente, por la costumbre de estar ausente y no tener afán de protagonismo.
Este afán de no afán casi acaba conmigo, al menos, con mi poca paciencia. Cuando en realidad uno, bajo la puesta en escena ruidosa, ya es en el fondo demasiado huidizo y lo que necesitaría es una mujer, fractal o clásica, donde haya naturaleza. Quiero decir: una buena relación con la vida de la muerte, con la violencia del sentido. Al menos, para que las cosas se resuelvan de la manera más terapéutica posible. Una naturaleza donde el accidente es la ley, donde lo irregular hace la geometría. No estoy seguro de que sea exactamente esto lo que representan los pequeños monstruos a los que es aficionada la encantadora empresa que presides.
Una, con sus altibajos, ha sido casi siempre tan deseada, ¿verdad? ¿Para qué tomarse entonces la molestia de funcionar en un solo canal? Como si tu primer canal fuera el mutismo. Después, el esperanto de varias lenguas. Tu forma de ausentarte, de callarte, que me consta que no obedece a ninguna estrategia, siempre la he sentido como una forma perversa de poder. Un poder que me ha subyugado, lo reconozco, que he adorado. Dices venir de la invisibilidad, del dolor de una ruptura doble, y te creo otra vez. Pero el hombre que escogiste, por fuerte que sea, venía de la penumbra de una decena de muertos.
Te lo digo sin ninguna «acritud», pero nunca llevé bien tu forma de estar y no estar, de responder con retraso, de ponerte al teléfono o no, y desaparecer. Juraría que mi madre sabe de ti a raíz del aspecto tragicómico que tenía mi silueta una tarde de este último verano. Soy una persona muy ocupada, lo sabes, pero mi capacidad muscular de estar en varias escenas a la vez sufría un poco con esas desapariciones. Fíjate que, juraría, solamente una vez –Madrid, octubre– me llamaste al teléfono con todas tus cuerdas vocales, entera en la voz, plenamente presente. Quizás sólo esa vez, o muy pocas más, sentí que eras mi novia. Tú y tus resistencias a una definición. Cuando nos llamamos «novios» ya era tarde, ya estaba la relación desvaída.
No sé, a veces pienso que –como tantos alternativos que me rodean– es como si creyeras en otra vida, en una trascendencia, una escena que viene después. Y yo siempre supe que iba a morir, que la última escena puede ser ésta. De ahí lo que tú llamas mi «impaciencia»: otros pueden hablar así, de acuerdo, pero tú, ¿puedes, podías? Jamás intenté matarme porque siempre atravesé la muerte en vida. Este ritmo cardiaco, estepathos trágico me hizo grave de joven. De mayor me hace felizmente idiota, incluyendo este estrés mío de estar en todas partes a la vez, de decir que sí a casi todo. Incluyendo un ensayo sobre Los Soprano, una serie de la que apenas había oído hablar. Genial por mi parte, sencillamente genial.
Es posible que mi torpeza para tirarlo todo en nuestras cenas –¿recuerdas qué risas?– tuviera que ver con una concentración en este desajuste anímico, que uno, en la más gloriosa tradición heroica, intentaba llevar con la calma de un caballero. ¿Recuerdas aquel sms nunca enviado que, para explicarme, te pedí que leyeras en una de las últimas citas?: «Princesa ensimismada, no eres la única persona ocupada o con problemas. Estoy un poco cansado de buscarte. ¿Me quieres (cosa que ni yo ni nadie sabe)? ¡Lucha por mí! Si no, mejor dejarlo de una vez por todas. Besos». Sí, ya sé que más tarde contestaste, pero éste era mi estado de ánimo en medio de tus desapariciones estivales. Es normal que después, hasta en la cama, empezase a notarse por mi parte un estar a medias, un cierto desánimo –el mayor, tal vez, después de nuestro desencuentro ante la caricatura de Nick Cave–. De manera que cuando dijiste por tercera vez «Ignacio, tenemos que hablar» la muerte, la de nuestra relación, apenas pudo llevarse más que un velo, una pátina de afecto y buenas maneras. Deliciosa, es cierto, pero ya sólo el halo de un amor disipado.
Estamos habituados los dos, creo, a ser deseados. Y poco puede hacerse con dos nobles que ya tienen un reino y no necesitan nada. Ser así es una bendición para terceros y una maldición para quien te ama. Al menos es mi caso. Si no es el tuyo, y lo deseo de todo corazón, el padre de tus hijos no debe parecerse a mí. En eso –último je– sí te puedo haber servido de anti-piso-muestra. No creo que hayas cometido ningún error, salvo el de escogerme a mí: tu hombre, el padre de tus hijos no debe ser así de impaciente; ni quererlo todo, vicio que es madre de todas las infidelidades y de todas las inestabilidades. Ni ser así de espontáneo, de charming, de «maravilloso»… Un hombre maravilloso está demasiado solo, con la consiguiente secuela de trastornos bipolares debidos a la falta de medio.
Sobre todo, por encima de todo, el padre de tus hijos no debe querer llevar los monstruos de la noche a la luz del día natural. Ese panteísmo lo estropea todo en nuestro mundo moderno, pues impide cualquier especialización anímica, fundar y defender una familia, etcétera.
Te quiero mucho, lo sabes. Y te deseo lo mejor, para este año que acaba y para el resto del tiempo que nos quede en esta extraña tierra.
Besos,
Ignacio