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Ha sido una actuacion muy poco ética

 

Por desgracia, nunca faltan escándalos que pongan a unos u otros políticos en la picota y a la ciudadanía le asiste el derecho a juzgar esas conductas públicas. Eso sí, con tal de que ese juicio, además de estar libre de malevolencia, se exprese en tres planos que no debe confundir: el legal, el moral y el político.

 

1. Para empezar, los hechos encausados no consisten sólo ni principalmente en una falta de ética, como repetirá el tópico vigente para mejor hurtarse al peso de la ley penal, sino en una estricta falta o -con mayor precisión- delito. No se trata de flaquezas de la conciencia subjetiva, de gravedad variable según códigos morales personales y sin efectos más allá de esas conciencias.  Antes  y más que eso, han sido ante todo unas conductas ilegales porque han vulnerado unas normas jurídicas, sean de ámbito municipal o estatal, de procedimiento administrativo o de financiación de partidos. Si dejamos de manosear a la sufrida Ética, es al Derecho a quien primero toca entrar en estos casos y presentar sus cargos. Lo que ha fallado es el imperio de la ley. Así que crece la impresión de que unas cuantas de nuestras instituciones privadas y públicas se hallan en flagrante ilegalidad; en otras palabras, que lo anormal es la norma.

 

Viene a cuento recordar entonces aquel viejo dicho anglosajón de que «un gobierno debe ser a prueba de tontos» o, para el caso, de corruptos. Con lo que quiere darse a entender que lo decisivo en la vida de un Estado no es tanto el ser regido por personas de elevada inteligencia o integridad probada, cuanto por reglas legales que impidan de hecho a sus gobernantes cometer estupideces o incurrir en corrupción. O, lo que es igual, que el gobierno de los hombres debe supeditarse al gobierno de las leyes. Sólo así los hombres, aun si fueran moralmente malos -“incluso cuando se trate de un pueblo de demonios”, resaltará Kant- estarían obligados a portarse como buenos ciudadanos.  Que los seres humanos  -unos más, otros menos-, puestos en situaciones de poder, vamos a flaquear ante sus pompas y tentaciones…, eso ya está previsto. De suerte que el camino hacia la democracia se recorre en la convicción de que el poder ha de ser controlado en sus seguros excesos. Precisamente por ser público, o sea, por gestionar los asuntos de todos, el poder político debe ser publicado, es decir, quedar a la vista de todos.

 

2. Sólo en el siguiente escalón han de resaltarse los grados de inmoralidad. No entremos a dilucidar la personal  -porque en el santuario de las conciencias uno ha de adentrarse con sumo cuidado-, para referirnos sólo a la inmoralidad pública. En la explicación posterior de los implicados, y cuando las pruebas resultan ya apabullantes, se llega por fin al reconocimiento de los hechos. Eso sí, tan sólo como confesión de un “error”, y párese de contar. La justificación de los partidos en que se encuadran los delincuentes, al aplaudir con fervor en esos cargos imputados su “gesto” de dimitir, suele ser además estrambótica. No se puede caer en la incoherencia de juzgar intachable hasta el último minuto una trayectoria política que, a la vista está, no parece haberlo sido durante unos cuantos años y merece por ello su severa corrección. Ni se debe considerar esta dimisión como un mérito sublime de los dimisionarios, cuando es la única salida para quien quiere evitarse el trance de comparecer ante un juez y, con alta probabilidad, ser condenado. Aquel mismo Kant ya nos advirtió de que, si la honradez es exigible a cualquiera, valorar como admirable el comportamiento meramente honrado de alguien es señal segura de la deshonestidad general.

 

Pero hay inmoralidad pública también -y más grave, por más ramificada-  en el prolongado consentimiento de tales conductas ilícitas por parte de quienes las conocían. Hay así, desde luego, un silencio cómplice en los partidos que les mantenían en sus puestos. Recuérdese además que no hay corruptos sin corruptores, ni unos ni otros sin encubridores de la corrupción. Y que estos tres géneros de personajes florecen tanto o más en nuestra ensalzada sociedad civil que en la escarnecida clase política que dirige el Estado. Ninguno de los grandes escándalos políticos de este tenor ha sido posible sin la pasividad o cooperación de muchos que permanecen en la sombra. No deja de ser aberrante, por ejemplo, que la sospecha persiga en exclusiva al político que cayó en la tentación o la propuso, pero se desentienda bastante más del financiero o del constructor que le tentaron o se dejaron tentar. Al contribuir a desvelar estos escándalos, los medios de comunicación cumplen un  alto servicio ciudadano. Ahora bien, tanto el momento particular en que se publican, como los comentarios que los adornan, dejan en el ciudadano el regusto de que ahí anidan unos móviles partidistas inconfesables. En resumidas cuentas, de que tal información se ha guiado menos por el propósito de restablecer la verdad o depurar la vida pública que por el de propinar un navajazo al partido del adversario.

 

3. Pero lo más grave de la corrupción política no es la aireada corrupción de ciertos políticos, sino la más oculta e insidiosa corrupción de la política misma (en concreto, de la política democrática). Aquella es particular y ésta es general; una es tan sólo un efecto, la otra su causa o al menos su ocasión. Lo que importa no es tanto la conducta irregular de algunos, como el hecho de que el sistema que en principio nos representa a todos aliente, ampare o deje sin sanción aquellas conductas. La mayor corrupción es que la sociedad civil no pueda acabar con los corruptos y las corruptelas. Bastante desorientado, al ciudadano ordinario suele irritarle mucho más conocer que un político se lleve dinero público al bolsillo que enterarse de que ese dinero vaya a parar a las arcas de su partido. Deja entonces de percibir que aquel delincuente no le mancha con su delito, mientras que el partido que se apropia de ese dinero para una campaña electoral mancha el sistema político entero y atenta contra el principio de igualdad política y el de representación.

 

Por una u otra vía ese ciudadano, perplejo o asqueado por la porquería que aflora a la superficie, tiende a reafirmarse en su miserable prejuicio de que así es la política y que de los propósitos de los políticos sólo cabe la más torcida interpretación. Y entonces le brotan una de estas tres disposiciones: o suspira por entrar en política para hacerse con la parte del pastel que cree corresponderle, puesto que otros ya se la adjudicaron; o decide volverse más “idiota” todavía, es decir, desinteresarse del todo por lo común y atender sólo a lo propio; o demanda a gritos la llegada de un salvador de rompe y rasga. No hará falta probar que aquella enfermedad era menos virulenta que estas reacciones que incuba.

 

El mito de la inmaculada pureza de la sociedad civil, sofocada bajo la sordidez y desmesura del Leviatán estatal, hace ya tiempo que suena a falso discurso  probablemente forjado por las fuerzas más conservadoras. Esta idílica sociedad que formamos constituye el mundo de los intereses más egoístas, de las clases y de la desigualdad; en suma, el reino del mercado y del dinero. Hay corrupción porque esta lógica de lo privado contagia a la lógica pública, cuando los intereses generales se abandonan  en manos de los gestores de los intereses privados, cuando la política misma se ofrece como un inmenso mercado de votos o influencias. Así pues, al revés de lo que suele pensarse, la esperanza para la depuración de lo común no está tanto en la sociedad como en el Estado; no necesariamente en más Estado, sino en un Estado más democrático. Y para ello, claro, habrá que asegurarse de que los políticos no sólo parezcan honrados, sino de que lo sean.

 

 

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